lunes, 6 de diciembre de 2021

552. El luto como exhibición

 


La triste pérdida de Almudena Grandes y toda su repercusión mediática me han recordado, por contraste, otros decesos literarios ilustres que casi pasaron desapercibidos en su tiempo, pero también aquellos que acabaron convirtiéndose poco menos que en funerales de Estado. Entre los primeros, me viene a las mientes, por ejemplo, el entierro de Mariano José de Larra, el 15 de febrero de 1837, cuyo sepelio estuvo a punto de llevarse a cabo mediante el llamado «entierro de misericordia», fórmula usada para dar sepultura a los indigentes, si no hubiera sido por la mediación de la Juventud Literaria, que costeó la inhumación en un nicho del Cementerio del Norte, en Madrid. Es ya recurrente mencionar la intervención de un entonces joven José Zorrilla, que leyó unos versos dedicados al gran Fígaro durante la ceremonia. La lista de escritores célebres cuya muerte apenas trascendió en la sociedad de su tiempo daría para una larga nómina doblemente luctuosa: Cervantes, Poe, Salgari, Melville…

Otros, como Benito Pérez Galdós, compensaron la miseria de sus últimos años de vida con una respuesta unánime de la ciudadanía al conocerse su fallecimiento. Veinte mil personas acompañaron el cortejo fúnebre camino del cementerio; los teatros suspendieron sus funciones, el Senado celebró una sesión de pésame, el Estado costeó el enterramiento y a él acudieron los máximos representantes de las instituciones públicas del país. Su presencia, no obstante, no me permite olvidar las palabras de Ortega y Gasset, que ya había denunciado el ostracismo a que el escritor canario había sido relegado por parte de los organismos oficiales. La asistencia al sepelio de estos mismos servidores públicos, que no se habían acordado de la figura del más grande de los escritores de su época, se antojaba entonces hipócrita e interesada. Hoy se diría que acudieron simplemente para la foto. El pueblo, en cambio, que en su limpia espontaneidad sí entendió la magnitud de la pérdida, se congregó en masa para despedirse de su escritor más querido. Es esa misma reacción franca, sincera, espontánea y natural la que ha llenado las redes sociales de fotografías de Almudena Grandes y de frases de cariño por parte de sus lectores. Otros, en cambio, han utilizado la muerte de la escritora madrileña para ostentar un luto impostado de plañideras egipcias, que solo pretenden, como los políticos de marras, estar en la foto, y no pocas veces sacar tajada de la coyuntura para reivindicarse al mencionar lo mucho que la escritora admiraba las obras de estos últimos.

Hay una exhibición impúdica y obscena del luto que resulta sonrojante para quienes asistimos a ella desde los márgenes. A Elvira Lindo y a Sergio del Molino alguien les ha reprochado que no hayan escrito su panegírico. En el caso de Lindo, se le afeó que el día después del fallecimiento de Almudena Grandes, publicase un artículo en su columna de El País sobre las sopas portuguesas, lo que demuestra una ignorancia supina sobre el funcionamiento de las columnas periodísticas, muchas veces programadas con días de antelación, cuando nadie esperaba la fatal noticia. Pero es que tampoco existe la obligación de escribir ningún homenaje. Como si el dolor íntimo y privado no fuera tanto o más sincero que el que se exhibe públicamente por los elegíacos profesionales. Esa imposición moralista recuerda mucho a los devotos de pacotilla que se persignaban apasionadamente en las misas y con los que tanto ironizaba Galdós en sus novelas. Por no hablar del derecho al silencio del que nada tiene que decir. Tampoco yo escribí nada. Pero aún recuerdo nuestro viaje accidentado por las cuestas imposibles de Fuensanta, en Jaén, para visitar el pueblo donde se desarrollaba la trama de El lector de Julio Verne. Fue en lo primero en que pensé cuando supe de la muerte de Almudena Grandes. Se me esbozó en la boca una sonrisa melancólica y ese fue mi obituario.

2 comentarios:

Francisco Silvera dijo...

Impúdica me parece tanto la unanimidad como el dejar huella de uno mismo a costa de una muerte... triste sino de la mediocridad.

vicente barberá albalat dijo...

Estupendo reportaje de la memoria de grandes escritores que fueron mal despedidos. Enhorabuena. Menos mal que hay alguien que se da cuenta.