lunes, 4 de abril de 2022

567. El auténtico Oeste está lejos de mí

 


Montse Tixé dirige actualmente una nueva puesta en escena de True West, una de las obras que forman la “trilogía de la familia” del escritor estadounidense Sam Shepard. La adaptación del texto corre a cargo de Eduardo Mendoza y los actores Tristán Ulloa y Pablo Derqui dan vida a los protagonistas de esta comedia negra, con un trabajo encomiable.

 Shepard sigue la estela de los grandes dramaturgos americanos como Tennessee Williams o Arthur Miller y recrea en sus obras un universo árido en el que la ruralidad adquiere atmósferas asfixiantes hasta la alienación. En este contexto, aparecen los hermanos protagonistas de este drama quienes hace un lustro que no se veían. Austin –un escritor de vida acomodada, casado y con hijos, que intenta acabar un guion para venderlo a la industria del cine– recibe el encargo de cuidar la casa de su madre mientras ella pasa unos días en Alaska. Allí llega también Lee, el hermano díscolo, pícaro y dipsómano, con una existencia disoluta y desordenada, quien pasa ciertas temporadas en el desierto, alejado de una sociedad en la que no encaja. Desde el primer momento, el reencuentro familiar deja entrever la tensa relación que mantienen ambos hermanos, incluso la envidia que parecen tenerse mutuamente pues ambos anhelan la vida del otro. El conflicto se agrava con la aparición de Saúl, un productor de Hollywood, quien les insta a colaborar en la redacción de un guion de un wéstern que podría mejorar considerablemente su situación económica. Este trabajo conjunto es el detonante que hace estallar los conflictos y reproches que durante años han oxidado sus lazos fraternales. Lo que hubiera podido ser una oportunidad para limar asperezas le sirve a Shepard para reflexionar sobre las negativas consecuencias de las relaciones familiares. Austin y Lee son personajes desnortados, con un conflicto identitario, hijos de un padre alcohólico y de una madre que se evade de la realidad y se refugia en el absurdo, tal y como se refleja al final de la representación cuando aparece en escena y tanto su comportamiento como sus diálogos son un sinsentido. Austin y Lee, tan diferentes en apariencia y tan iguales en cuanto a su desarraigo familiar, experimentan una inversión de papeles. Así, Lee muestra su lado más responsable y se afana en terminar el texto mientras que Austin se deja, se rinde, se refugia en la bebida y en el sueño de una vida en el desierto, espacio que mitifica. Todo ello en una atmósfera asfixiante en la que el calor, los grillos, las chicharras y los aullidos de los coyotes parecen augurar un desenlace trágico.

Quizás sea un problema mío, si es que se puede llamar problema a tener criterios y gustos propios. Pero soy incapaz de conectar con esa literatura norteamericana de ambientes sórdidos, personajes burdos, violentos, borrachos y existencialmente desarraigados. Eso que a veces se ha dado en llamar el realismo sucio es para mí solamente una concatenación de diálogos aguardentosos, soporíferos y repetitivos cuya supuesta aspiración al vacío metafísico se limita a cuatro salidas de tono, cinco exabruptos, seis o siete pataleos infantiles y poquísima verdad. Ni empatizo con los personajes, que se me antojan una irritante caterva de inmaduros, ni logro catarsis alguna, ni hay una pizca de emoción. Si lo que se pretende con todo eso es calcar ese vacío en las almas de los espectadores, pueden ahorrarse el esfuerzo. Hay más desarraigo en un parrafito de Sebald que en todas las puerilidades de los niños malcriados de Sephard. Si ese es el verdadero Oeste, déjenme en el Este de mis queridas antípodas literarias.

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