lunes, 2 de mayo de 2022

569. Clubes de lectura

 


Siento por las presentaciones de libros una contradicción extraña. Por un lado resultan necesarias para la puesta de largo de una obra, para su saludo entre las sociedad lectora, que acude, como en un ritual, al bautismo de la nueva criatura y acompaña al padre en la celebración. A veces se usan, de forma retórica, esos términos de corte religioso para referirse a este tipo de actos. Así, se dice que tal o cual presentador oficiará la ceremonia; que el poeta salmodió sus versos para la feligresía literaria y que los asistentes, en esos templos de la literatura que son las librerías, comulgaron con la oblea del papel. Y hasta la compra del libro se antoja comprometedora, como cuando el monaguillo pasa el cepillo al terminar la misa. Y así, aquella presentación queda revestida de cierta solemne formalidad que quiere legitimar lo que en realidad es: una transacción comercial. Porque, durante las presentaciones de libros, no puedo dejar de pensar que toda esa puesta en escena no deja de ser un ejercicio mercantilista donde el escritor debe seducir cual mercader bereber al público asistente, ardid del que también participa el presentador, ese hombre que pasaba casualmente por allí y que leyó el libro y que quedó maravillado y extasiado y alguna hipérbole más. Una presentación es, a veces (concedamos que no siempre), la solapilla o la contracubierta o la faja de los libros hechas teatro vivo. Y claro que las editoriales tienen que vivir y las librería que ceden su espacio deben facturar, pero para determinado escritor, para quien la literatura lo es todo excepto un negocio, debe de resultar bastante incómodo formar parte del bazar. Y si accede es, ante todo, porque la literatura es un acto de comunicación y el que escribe aspira siempre a poder comunicarse.

Por supuesto, en esto de las presentaciones hay honrosas excepciones. Pero donde nunca habrá trampa ni cartón es en los clubes de lectura. Allí no hay ya que convencer a nadie para que compre tu libro; todos lo han comprado por voluntad propia y sin más intermediario que el boca-oreja, la curiosidad o, si la carrera del escritor es dilatada, la lealtad de quien apuesta sobre seguro. En los clubes de lectura hablan, sobre todo, los lectores. Allí se permite el agasajo y la impertinencia; el halago y el escarnio público; el pudor y el huroneo morboso. Se puede ser bondadoso o maleducado. Pero se habla de hechos consumados, los recogidos en las páginas del libro del que se debate. Y como cada lector es un mundo, y la inteligencia y la sensibilidad admiten en ese foro muchas y variopintas capas de permeabilidad, aparecen en las interpretaciones hallazgos inesperados, perspectivas nunca imaginadas por el propio escritor, alternativas argumentales inspiradoras, críticas constructivas que ayudan a mejorar y, sobre todo, el cariño y la complicidad de ese conciliábulo de letraheridos que se reconocen en su pasión por la lectura y que convierten esos actos en un ejercicio de camaradería duradera. El escritor ya no se siente en la obligación de convencer ni de defender su proyecto literario sino que participa como uno más de la discusión, casi como si hablara de un libro ajeno, un libro que ha escrito otro (los libros siempre los escribe El Otro) y descubre complacido, cómo su protagonismo mengua, en beneficio de la obra. Allí la única transacción que existe es la de las ideas y la de las palabras y, si se tercia, la de unos vinos que desaten la lengua. Un club de lectura es siempre algo más que un club de lectura. Tiene vocación de hogar.

A Arturo Espinosa gran maestre de la masonería de todos los clubes de lectura.

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