El nuevo libro de Ramón
García Mateos empieza con el hallazgo de un cadáver junto al río en las
inmediaciones de Cerralbo, un municipio de la provincia de Salamanca. Sin
embargo, la promesa del thriller se
desvanece conforme vamos descubriendo que el muerto de esta novela es otro, que
el muerto es, en realidad, un tiempo periclitado del que el autor desea
escribir su emocionado epitafio. Efectivamente, Cuando el mundo se llamaba Cerralbo (Ediciones Valnera) es una
novela donde se respira con el anhélito de una forma de vivir y de entender el
mundo ya casi extinguidos. Autor y narrador coinciden en esta crónica de tintes
autobiográficos que, no obstante, trasciende la mera anécdota personal para
situar al lector en el territorio universal de la memoria y en el costumbrismo
de un pueblo castellano allá por la segunda mitad de la década de los 60,
cuando el escritor salmantino atravesaba su infancia. La aproximación
cronológica nos la brindan las alusiones a figuras de la cultura popular, como
la mención de los futbolistas Rifé y Gárate en los cromos; o la de El Viti, el
famoso torero de Vitigudino, partido judicial al que pertenece el propio
Cerralbo; o la evocación de El Lute y del diario El Caso, entre otras referencias de la época. En ocasiones, el
autor quiere remontarse algo más lejos en el tiempo para rememorar y homenajear
a sus antepasados, y entonces aparecen la guerra de Cuba o el drama de la
emigración a las Américas. Pero, sobre todo, la novela es un fresco nostálgico
de una forma de vida, idealizada por la memoria, que «deforma los recuerdos y,
a veces, también miente», y tamizada por la visión infantil del narrador, que
es capaz de ensamblar con un gran inteligencia literaria las remembranzas del autor
adulto con la percepción inocente del niño protagonista. Un mundo, el de aquel
Cerralbo, que era el mundo de muchos pueblos españoles, aquellos donde aún se
paría en casa, donde faltaba el agua corriente, donde se veía el fútbol en la
única televisión instalada en el bar, donde se creía en basiliscos y brujas,
donde cada vecino tenía su mote o donde los rumores alcanzaban categoría de
verdad y alimentaban la novedad de una vida rutinaria, pero apacible y
auténtica. Por el libro desfilan los tipos humanos reconocibles en todo pueblo:
el vagabundo que, en el calendario eterno y difuso de la niñez, marcaba con su
llegada el paso objetivo del tiempo; el mozo viejo, con su soltería a cuestas
como un estigma; el hombre solitario y adusto. Pero también las fiestas
populares, las coplas, la gastronomía (con especial protagonismo del hornazo);
las tardes interminables de fútbol; la admiración hacia el héroe tauromáquico
con el que se fantaseaba en los lances de la imaginación; el descubrimiento del
sexo; el hermoso milagro de la amistad y la irrupción demasiado prematura de la
enfermedad y de la muerte. Y, claro, los cuentos, al calor de la lumbre, y al
arrullo de la voz de la señora Balbina evocada en la cubierta del libro, que
entronca con el amor de García Mateos por la literatura popular. Y entre
capítulo y capítulo (y habríamos querido que el autor se prodigara más en esa
alternancia estructural), una evocación, a modo de estampa y con la belleza
lírica a que nos tiene acostumbrados la veta poética de García Mateos, de un
retazo de aquel ayer. Los lectores asiduos del autor se toparán, además, con
alguna sorpresa, como la aparición de Puñales, el aspirante a torero que ya
apareciera en la imprescindible Verdades
y fingimientos como traficante en la raya de Portugal. Con esta novela,
García Mateos, además, completa la estela de su topografía sentimental en la
que en su día incluyera también a Barco de Valdeorras. Pueblos de lindes
pequeñas, pero donde cabe el universo entero.
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