Querido Fernando:
Deslumbrado todavía por la hermosura
de tu novela, te pongo estas líneas para darte las gracias por las horas de
felicidad que su lectura me ha dispensado. Me refiero a Las cinco vidas del traductor Miranda, que aún no había leído.
Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto del gozo de leer. Y, al terminar de hacerlo, recordé algo que contó
George Steiner en una entrevista con
Bernard Pivot. Dijo que, desde niño, cada vez que leía un libro, su padre le
obligaba a escribir algo sobre el mismo, con el argumento de que ese gesto
constituía una manera de agradecer el esfuerzo
al autor y de responder a lo que el libro proponía. Agradecimiento y
responsabilidad, pues, en el sentido más noble de ambos vocablos. Y algo
de eso me gustaría dejar en estas palabras.
Varios amigos me habían elogiado tu novela, pero no me
avisaron de la conmoción estética a la que me iba a enfrentar. Comencé a leerla
y, casi al instante, me sentí transportado a aquel momento de la fetua y sus
pavorosas consecuencias, así como seducido por la brillantez con que vas
construyendo a los personajes. Encarnas en ellos magníficamente tus dos
obsesiones: la identidad y la culpa. Y las regulas con precisión: la culpa
difusa de Miranda, la brutal de Salman Rushdie/ Joseph Anton por la desolación y muerte que su libro ocasiona, y la
insinuada al final del terrorista tan sabiamente innominado. Y a la culpa
ostensible del mundo musulmán se opone la matizada del cristiano occidental. Lo
mismo cabe decir de la identidad: la exhibida, pero turbadora, de Miranda; la
sigilosa y atormentada de Joseph Anton, y la martirizada del terrorista
musulmán. La construcción de este
último personaje y el acierto de que sea el único que se expresa en primera
persona me han parecido hallazgos sensacionales. Carece de nombre, con lo que
no es nadie pero puede ser todos.
Y eso lo transforma en una alegoría
del musulmán en Occidente. Está familiarizado
con la atrocidad y eso nos lo aleja; pero esconde una herida tierna que nos
explica (y hasta cierto punto “justifica”) su “ira naranja” y eso nos lo
aproxima. Sin parecerse en nada, me ha recordado en su concepción a un
personaje igualmente incómodo: el Torquemada de Galdós, que nos resulta
miserable en su condición de tenebroso prestamista, pero al mismo tiempo amable
en cuanto ayuda a los demás aunque sea de forma también oscura. Esa duplicidad
lo humaniza. Y eso es lo que también has lograd tú. Un prodigio de
construcción, Fernando.
¡Qué personajes! Salman y Miranda ungidos por su oficio; el
terrorista sacramentado por su pasado y su misión; y Chiasa bendecida por el
amor. Uno no quiere separarse de ellos. Todos están vivos, animados por una
profunda vibración cordial que se advierte en sus palabras y en su
comportamiento, así como en sus relaciones. Pasean su humanidad por las líneas
de la novela con una inocencia y una suerte de pureza que los vuelve
inolvidables. Y en su misma constitución tirita un fondo
de compasión (en el sentido más puro de la palabra), una piedad que sin duda
pones tú, que los hace fraternalmente
nuestros. La verdad es que dan ganas de quedarse a vivir en tu novela.
Todo eso ya es mucho, pero además, cuando detuve la lectura y logré desprenderme de la fascinación, me di cuenta de que había sucumbido al ritmo encantatorio, casi hipnótico, de tu prosa; de que, con tu escritura, podías llevar al lector a donde quisieras. Y que lo hacías con tanta brillantez como solvencia. Me tenías atrapado, rehén ya para siempre de tu inmensa soberanía verbal. No podía soltar el libro. No podía dejar de leer. Toda interrupción me resultaba insoportable. Y hacía tanto tiempo que no me sucedía eso…
Antes -sospecho que te ocurrirá lo mismo- yo vivía en el paraíso de la admiración. Casi cualquier novela me fascinaba o, al menos, me interesaba; y las grandes obras de la literatura universal no suscitaban en mí el resentimiento de la envidia, sino la dicha de la admiración. Hoy todavía reconozco, incluso en las obras más fallidas, el fervor con que el escritor repujó una frase, el esfuerzo que puso en buscar un adjetivo o idear una situación. Pero ya no leo con la alegría de antes y pocas veces me llega el entusiasmo. Pues bien: quiero que sepas que Las cinco vida del traductor Miranda me ha devuelto el entusiasmo y la alegría de la lectura, Fernando. Y eso es de agradecer.
Y el lenguaje. ¡Qué envidia me has
dado, Fernando! ¡Qué capacidad, qué precisión! Me ha asombrado el increíble
acarreo lingüístico de tu novela: la riqueza del léxico, el rescate de palabras
oxidadas por el olvido o desterradas por la negligencia con que a menudo hoy se
escribe. Pero más aún me han sorprendido la adjetivación tan atrevida como
precisa, las maravillosas metáforas y
símiles de que te sirves, y, sobre todo, el perfecto ritmo de la prosa, ese
ritmo hipnótico, encantatorio, del que hablaba antes. Me acordaba de Maupassant y su teoría sobre el alma de las palabras.
Según él, las palabras tienen alma, pero muchos lectores y algunos escritores
solo les piden un sentido. ¿Y cómo se
encuentra el alma de las palabras? Al asociarlas con otras. Entonces encuentran su más profunda
verdad. Y es que siempre
hay un sustantivo preciso para decir algo y un adjetivo exacto para precisarlo y un
verbo justo -solo uno – para animarlo. La tarea del artista es encontrarlos. Y
eso es justamente lo que has hecho, Fernando.
Por último, creo que le ética es
parte fundamental de la experiencia estética, y no me cabe duda de que tu
novela tiene una profunda resonancia política y moral. Indagas en la culpa
personal, política y social. Pero a través ellas insinúas otra culpa que me ha
recordado a Sender. Cuando explicaba la actitud de Mosén Millán y otros
personajes de su célebre Réquiem por un
campesino español, aseguraba que todos ellos eran “culpables de inocencia”.
Creo que todos los lectores de tu novela, en algún momento, nos sentimos
también culpables de inocencia, en el sentido de que, al no actuar ni
denunciar, nos ponemos al servicio del poder y del mal.
Por otra parte, en estos tiempos de descarada censura y
estúpida “cancelación”, tu libro constituye todo un alegato en favor de la
libertad de expresión. Pero, junto a esa evidencia, me gustaría destacar cómo
esa palabra de raigambre moral que alumbra todos tus textos va erigiendo poco a
poco una clara defensa de los dos valores esenciales del humanismo clásico: la
tolerancia y la responsabilidad.
En fin, aunque de manera deslavazada y un tanto caótica, creo haber cumplido con el precepto del padre de Steiner: agradecer la felicidad que me has brindado y responder al enorme esfuerzo que has desplegado con, al menos, unas pocas consideraciones. Tiempo habrá de hablar con más detenimiento.
Muchas gracias, Fernando.
Fernando Villamía (escritor)