lunes, 17 de septiembre de 2018

415. No puedo con Bolaño (Anatema)



El problema de tener criterio propio en materia literaria es que aquel no siempre coincide con el aceptado por la mayoría, con eso que los cursis llaman el establishment. Una suerte de club en el que todo el mundo quiere entrar aunque para ello se deba aparentar estar muy interesado y muy puesto en los autores que el cenáculo ha consagrado oficialmente para su adoración incondicional. Ocurre entonces que uno ya no sabe si tiene atrofiado el intelecto, si ha perdido toda sensibilidad o si pertenece a otra dimensión del espacio-tiempo pues al atribulado lector le es imposible hallar en aquella idolatría libresca del insigne ateneo de sabios los tesoros que éstos descubren en cada página escrita por su prócer, deificado y venerado en los altares de las columnas periodísticas, de las tertulias literarias, de las librerías outsiders. Y a mí ya me deben de estar seduciendo algo, pues en las pocas líneas que llevo escritas hasta aquí atesoro ya dos anglicismos muy  chupiguays, de esos que uno debe soltar en los corrillos que se producen tras la asistencia a las presentaciones de libros. Pero no, la cursiva delata mi resistencia, del mismo modo que mis silencios en esos corrillos de marras delatan mi perplejidad ante los juicios hiperbólicos sobre autores que no me han dicho nunca nada o que maldita la noticia que tengo de ellos. Y a ver quién es el guapo que se pone contestatario ante estas verdades literarias nunca puestas en duda, cuando todo quisque habla maravillas y los entendidos las ratifican en sus sesudas reseñas. Tiene uno el riesgo de ser excomulgado de inmediato por su santísima autoridad literaria y sacrificado a la pira de los necios incapaces de admirar tamaño magisterio. Me pasa con Roberto Bolaño –¡oh, anatema!– y un  poquito menos con Julio Cortázar –¡oh, herejía!–. Si en nuestro tiempo uno no se considera bolañista convencido es imposible sobrevivir en los nuevos casinos de la palabra. Existe, además, una pléyade de autores que siempre estará en los decálogos de los bolañistas. Es como una constelación necesaria y contingente, un sistema de relaciones literarias inevitable. Hagan la prueba: busquen en Google a Roberto Bolaño y comprobarán atónitos cómo el buscador le responde sugerente: “Otras personas que buscaron a Roberto Bolaño, también buscan…” Y ahí aparece el glorioso listado de autores afines, de los que yo salvaría a escasos cuatro o cinco. Venga, a seis. Mejor no entrar en detalles del donoso escrutinio, no vaya ser que pierda amistades, que no me inviten a presentar libros o que, directamente, me lancen a aquel círculo noveno del infierno donde Dante colocó a los traidores.
Juro que lo intento. Que escudriño cada frase, que me sugestiono hasta creer haber hallado la piedra filosofal en aquel otro párrafo, que invento –hasta creérmelas– sugestivas interpretaciones sobre el argumento para darle la razón a toda esa gente entusiasta que no puede estar equivocada. Pero no puedo. Frustrado, agarro el libro y lo cierro con un gesto, a veces de desolación, a veces de agravio por la tomadura de pelo. Entonces, cuando creo que mi brújula está desnortada sin remedio, me refugio en mis autores favoritos, que aparecen mucho menos en los suplementos culturales y de los que incomprensiblemente casi nunca se habla en los debates literarios, y respiro. Y me reconcilio con la literatura y conmigo mismo. Y pienso –qué caray–, que no. Que mi intelecto y mi sensibilidad parecen estar en buen estado de revista. Y que no soy un bicho raro ni puedo estar tan equivocado. Y la brújula vuelve a señalar el norte.

No hay comentarios: