lunes, 1 de abril de 2019

440. Calados hasta los huesos



Es lo que tiene la lluvia fina, que parece que no moja hasta que descubrimos que estamos empapados de su húmeda melancolía, como aquel inolvidable orballo de Camilo José Cela en Mazurca para dos muertos. Algo así es la escritura de Luis Landero, una lluvia mansa y paciente de palabras que en su último libro acaba por calarnos hasta los huesos en medio de esta intemperie que es, a veces, la vida.
Con el objeto de reunir de nuevo a toda la familia y restañar viejas heridas, Gabriel intenta organizar un reencuentro alrededor del cumpleaños de su madre. Su buena intención pronto halla los primeros obstáculos cuando, ante la perspectiva de coincidir todos juntos, se reabren antiguas tensiones, imperdonados rencores y terribles secretos que habían permanecido hasta entonces en barbecho.
Una de las primeras impresiones que tuve al leer Lluvia fina (Tusquets), fue la de su fácil traslación al género teatral. Y no sólo porque la última novela de Landero sea una de sus obras más dialogadas, sino porque en su estructura se activan con sorprendente naturalidad determinados resortes dramatúrgicos que la hacen perfectamente permeable a su adaptación a las tablas. Es cierto que cuando se establecen esos diálogos, uno está deseando reencontrarse con el Landero narrativo, más reconocible para sus lectores leales, pero las treguas dialógicas no sólo no menoscaban la incuestionable calidad de la novela sino que la enriquecen, al dejar que los personajes configuren ellos mismos sus rasgos personales mediante sus propias intervenciones, matizando con sus respectivas formas de hablar las marcas de su carácter y ayudando a desbrozar las oscuridades que esconde la maleza de la trama. En ese sentido es magnífico el dominio de los registros de los personajes, que consigue individualizarlos y hacerlos creíbles, especialmente, el usado con Andrea, de la que Landero parece reírse a veces, con su cursi y trasnochada grandilocuencia victimista extraída de las letras de heavy metal a la que es aficionada. 
Especialmente relevante es el personaje de Aurora. Si en otras obras de Landero, el protagonismo recae sobre el que cuenta (recordemos, por ejemplo, las historias de la abuela Francisca en El balcón en invierno), aquí cobra importancia capital la figura del escuchante. Aurora atiende, merced a su capacidad para escuchar, las miserias que le explica el resto de personajes, trata de no juzgar, de ser equidistante, de generar una atmósfera conciliadora, de comprenderlos. A Aurora, en cambio, nadie le pregunta cómo está.
Dos ideas jalonan continuamente la trama de Lluvia fina: que las historias no son nunca inocentes; y que el pasado es, casi siempre, una reelaboración más o menos artificiosa e interesada de la memoria. Efectivamente, despojadas de su naturaleza adánica, las palabras sustituyen sus dientes de leche por los colmillos maliciosos que buscan su carnaza. Y respecto al pasado, éste entronca con el concepto de la verdad, tan voluble y sospechoso, y con la siempre importante en Landero noción de oralidad, cuya idealización en obras anteriores, al calor de las consejas y de las maravillosas fábulas, se degrada aquí ante la incertidumbre tendenciosa de las diferentes versiones que dan los personajes de sus historias y que convierte un fenómeno literario hermoso –el de la misma oralidad, con su vida en variantes, siempre enriquecedoras– en una perversión de ese mismo acervo. Y así, la lluvia fina de las palabras es aguacero inmisericorde que se vierte desde los nubarrones del corazón.

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