lunes, 9 de diciembre de 2019

467. Más Núria que Federico



A estas alturas no vamos a descubrir la excelencia artística de Núria Espert. A los que, por edad, no tuvimos la oportunidad de verla actuar en aquellas obras que granjearon su mitología viva, no nos hacen falta las palabras emocionadas y enteladas de nostalgia que refieren los que sí tuvieron la suerte de asistir a aquellos hitos inmarcesibles de nuestro teatro. A mí me bastó con verla en 2011 interpretando ella sola los versos shakesperianos de La violación de Lucrecia para saber que estaba ante una irrepetible diosa del escenario. En aquella representación inolvidable, Núria Espert, a sus 76 años, afrontó 75 gloriosos minutos ininterrumpidos en los que desplegó con una intensidad sobrecogedora –peligrosa, diría yo, hasta para su propia salud– toda la raza de ese animal herido de teatro del que hablan los más veteranos.
He vuelto a ver a la Espert tras aquella proeza de las tablas pero ya nunca he logrado sentir esa conmoción de la belleza que viví hace ocho años. Tampoco en su último espectáculo, el homenaje al Romancero gitano de Federico García Lorca, dirigido por Lluís Pasqual, he conseguido vibrar como entonces, lo que no resta un ápice a la encomiable heroicidad que supone representar un monólogo durante aproximadamente una hora a la edad de 84 años con el mismo entusiasmo e ilusión que la de aquella  joven debutante que interpretara a Medea en el Teatre Grec de Barcelona en 1954.
La relación de Núria Espert con García Lorca es ya muy dilatada. Su consagración en el teatro llegó de la mano del poeta granadino al interpretar a Yerma en el Teatro de la Comedia de Madrid en 1971, donde llegó a superar las dos mil representaciones. Más tarde llegarían Doña Rosita la soltera (1980-84) y La casa de Bernarda Alba (1986, ésta primero como directora, dirigiendo a Glenda Jackson, y luego como actriz en una revisión del clásico lorquiano a cargo de Rosa Maria Sardà y, Lluís Pasqual). 
El Romancero gitano que la actriz está llevando actualmente de gira por nuestro país es la culminación de esa relación que Núria Espert ha mantenido con Lorca y que ha marcado su andadura dramatúrgica. A los poemas de este libro, se le añaden durante la representación fragmentos de otras obras lorquianas, como pasajes de Yerma, lo que convierte el homenaje a Lorca en otro homenaje a la propia actriz al repasar hitos fundacionales de su propia trayectoria. Ello lo corroboran algunos parlamentos de la propia Espert en donde rememora desde la nostalgia su vínculo con la literatura del poeta granadino desde bien niña. El montaje también incorpora textos de algunas conferencias de Lorca donde el poeta daba cuenta, glosándolos, de algunos de los poemas que formaban su Romancero gitano.
El problema del Romancero lorquiano es que requiere para la recitación de sus versos una disposición especial que Núria Espert no acaba de conseguir. Para interpretar esos versos hay que ensuciarse la voz, embarrarse en el lodazal de esa pena gitana y estrictamente andaluza de las que nos habla Soledad Montoya en el «Romance de la pena negra». Hace falta un desgarro ancestral, un llanto telúrico que se pierde en la noche de los tiempos, un dolor inconsolable que los jirones artificiales de la Espert durante la recitación no logran alcanzar. Es como si Núria Espert recitase desde las altas almenas de su condición de diva del teatro, como si no quisiera mancharse las galas de su peplo divino; una suerte de recitación aristocratizante que no baja a la arena excepto en la maravillosa interpretación del último poema extraído de Poeta en Nueva York que cierra el espectáculo. Pero claro, Poeta en Nueva York es otra cosa. No es el Romancero gitano.
A Núria Espert le ha faltado en este espectáculo olvidarse un poco de Núria Espert para hacerse gitana en Federico.

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