lunes, 7 de septiembre de 2020

499. Cuando Varsovia es una elegía


Quienes siguen habitualmente mis reseñas literarias sabrán que no frecuento en mis valoraciones el calificativo de «obra maestra» para casi ninguna de las novedades editoriales que llegan a mis manos. Suelo reservarme tamaño epíteto para los clásicos; y no responde ello al prurito del purista exigente y snob que no ve ya mérito en nada de lo que se escriba hoy, sino a la constatación de una verdad que honestamente debemos asumir: es muy difícil alcanzar con un libro la categoría de «obra maestra». Pues bien, David Toscana ha escrito con La ciudad que el diablo se llevó (Candaya), una obra maestra, una novela destinada a perdurar en los anales literarios porque condensa en su ejecución los dos rasgos que considero esenciales para su inmortalidad: el respeto por la tradición literaria y la reformulación de esa misma tradición mediante una voz particularísima que no remeda sino que crea de nuevo cuño. Porque en esta novela, efectivamente, se compendia todo lo mejor de la tradición literaria europea de la primera mitad del siglo XX: el decadentismo modernista en su mórbida relación con la muerte, aunque con matices irreverentes y desnaturalizados; el esperpento valleinclanesco en el comportamiento y diálogos de los personajes, entre el cinismo y el desamparo, títeres de sí mismos y del demiurgo de la desgracia, que maneja –irónica y displicente– los hilos de su existencia. (Cambiemos Madrid por Varsovia y ya tenemos redivivo por las páginas de Toscana el viaje onírico y noctámbulo de Max Estrella en Luces de bohemia). Pero también, trazas del teatro del absurdo en la irracionalidad de las acciones y conversaciones de los personajes, que reflejan el sinsentido de una sociedad en ruinas, la sobreviviente a las atrocidades de la II Guerra Mundial, abocada al nihilismo, único espacio ontológico en el que poder reconocerse tras haber desparecido el hombre como tal, aniquilado en su propio envilecimiento.

Y todo ello con unos protagonistas inolvidables, cuyo desvalimiento y orfandad –indigentes como son de un tiempo periclitado donde los hombres aún ejercían como tales– tanto me han recordado a los personajes inocentes, bonachones y tiernamente cómicos (aunque con sonrisa de acíbar) de Antonio Skármeta.

Feliks, Kazimierz, Eugeniusz y Ludwick, que así se llaman los antihéroes de esta novela, se libran milagrosamente de ser ejecutados por un pelotón nazi en las postrimerías de la II Guerra Mundial, antes de la liberación soviética. Su existencia, sin embargo, a partir de ese momento, será el errático deambular del superviviente desnortado que ha sido despojado de su condición de ser humano. Son, como la ciudad misma, cascotes de un derrumbe general que intentan en sus reuniones alucinadas de borrachera y camaradería, retornar con la imaginación y performances desesperadas a la cotidianidad de antes de la guerra, rasgar la capa mugrienta del presente para hallar, como en los muros de Varsovia, aquella cartelera de teatro oculta tras los sucesivos pasquines propagandísticos de nazis y bolcheviques. Una imaginación que es recreativa en el doble sentido del término: el esparcimiento lúdico que los salva de la terrible realidad, pero también la re-creación, la vocación de refundar el mundo desde los vestigios de un pasado feliz que se antoja remoto.

La atmósfera que crea Toscana es absolutamente inmersiva: uno siente el viento colarse por las oquedades de los edificios derruidos, inhala el polvo en suspensión de la destrucción, escucha crujir los cascotes bajo los pies, y todo es grisura y luna helada de posguerra. Y entre todo ese ambiente, de repente, el bellísimo trallazo poético, esporádico pero luminoso, como otra niña de rojo en La lista de Schindler. Y así, el novelista que ha perdido su novela durante la guerra y que busca desesperadamente entre las tumbas del cementerio por si hallase su epitafio, quizás la haya encontrado al fin.


1 comentario:

Javier Angosto dijo...

¡Ésta caerá! La otra tarde entrevistaron al autor en "El ojo crítico", y era una delicia escucharlo. Sólo falta que ahora vengas tú y la pongas por las nubes. Está claro que caerá.