lunes, 22 de marzo de 2021

523. 'Yo escribo la noche'


 

Defender que el último libro de Pilar Blanco constituye su obra más personal es una afirmación rayana en la perogrullada, más aún si hablamos de poesía. Quién puede negar a estas alturas que el género poético es el cauce por donde mejor circula el caudal de todas las turbulencias individuales. Pero con ser cierto eso, también lo es que en Yo escribo la noche (Chamán), la poeta de Bembibre parece ceñirse con mayor explicitud a unas circunstancias vitales, cuya concreción aleja a este libro de algunas de sus obras precedentes donde temas como el anhelo de trascendencia, la vocación de altura y la nostalgia de absolutos otorgaban a aquellos libros un carácter más universalista. Efectivamente, Yo escribo la noche es el relato real de un amor luminoso, de su posterior pérdida y su consecuente devastación y, finalmente, del intento de reconstrucción desde los añicos, la cicatriz y la esperanza.

El libro se divide en tres secciones. La primera se titula «Ello», que es una deturpación deliberada del pronombre «Él», trasunto del amor fallido, y cuya transformación en pronombre neutro parece castigar al referente desposeyéndolo de su carta de naturaleza. En esta primera sección, el amor correspondido ilumina los versos hasta hacerlos arder, no escatimando un glorioso erotismo cuando hace falta. El amor es entonces ese «ser en el otro» que con resabios a Pedro Salinas aparece en el poema «El don de la mirada», o el refugio ante la intemperie y el desvalimiento de la vida: «Ato a ti mi orfandad y protejo la tuya». En definitiva, un desensimismamiento «para ser otro, para dejar de ser», en la alteridad. En este amor jubiloso cobra especial importancia el lenguaje como ontología amatoria: «así el amor: / dos lenguas que construyen un lenguaje». Cuando llegue el desamor, la poeta tendrá que «ir[se] a vivir a otro lenguaje / que infilitrar[se] en
la piel de otro alfabeto». Un desamor que ya se anuncia mediada la sección, con la luctuosa enumeración de despojos en el poema «De donde huyó la luz» o con la vida al ralentí, solamente sujeta por la inercia de los días en una cotidianidad cuyos automatismos evitan el suicidio (léase el impresionante «Todo mirando»).

El segundo bloque se titula «–S–», solitario morfema residual de un «Ellos» calcinado. La noche, que en la primera sección había sido un espacio propiciatorio, a la manera de San Juan de la Cruz («entramos en la noche como en el cuerpo amado»), se torna ahora el tiempo del insomnio y las tribulaciones sin fin: «Noche abierta de perros que no ofrece salidas» y que «aguarda el martilleo de los pájaros / para cernirse en luz». Los versos se llenan de nostalgia, «corazón de ámbar sobre una mano huida», una búsqueda de físuras donde «no hay un hueco que abrace», y los amantes son seres abisales de «membranas y branquias, viscosidad y fango», tan lejos de los «seres alados que [antaño] se henchían de oxígeno y altura». Hay en toda la sección una lucha entre la desazón y la asunción de la pena: la poeta sostiene el candil de su noche, aplaza el suicido cuando el amanecer la unge de vida y amputa «el rincón del cerebro donde hincan su garra los sentimientos», y lo hace sola, rechazando la conmiseración, «pues nadie se calienta en la intemperie ajena», o con la ayuda de la poesía, que es, no obstante, un dios ciego a quien la poeta ora en el último poema de la sección.

La última parte, supone un intento de autoafirmación. El título, en ese sentido, no puede ser más significativo: «Ella». Así, el poema de reminiscencias cortazarianas, «Siempre la Maga» o el precioso homenaje a las mujeres poetas. La poesía también llega en su auxilio, con dos poemas que son dos hermosas poéticas sobre la defensa de la belleza o sobre el carácter supurante de los versos. Y aunque el pugilato entre la tristeza y la esperanza jalonan parte de la sección, es esta última la que parece imponerse: «la cicuta de esperanza» cuando llega la primavera; o el amanecer retenido en el cuenco de las manos que la vivifica: «lenguaje de mis venas, no te has ido». El poema «Porque es ceniza y arde» constituye un balance vital que transita desde la primera inocencia donde el mundo está por estrenar, pasando por las frustraciones y los adioses para acabar regresando a la luz: «El viaje cumplido en su raigal misterio». Y el consuelo final: «Muere solo lo que ha vivido».

A Mari Carmen Díaz, que ya escribe la noche.

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