lunes, 6 de febrero de 2023

596. La voz de Paco

 


Ahora mismo, en el momento en que escribo estas líneas, yo debería estar en un tanatorio de Barcelona. Pero, a veces, la voluntad de querer estar en otro sitio no basta, al igual que tampoco es suficiente la voluntad de seguir viviendo. Eso lo sabía muy bien el corazón de Paco Robles.

Su voz. Oigo continuamente su voz. Desde que el lunes conocí la noticia, es la voz de Paco el recuerdo que más vivamente se me impone, como aquellos ojos desasidos de la rima de Bécquer. Como si Paco fuera ahora solamente su voz. Quizás en esta sugestión tengan algo que ver las jornadas maratonianas al teléfono, cuando Paco y yo corregíamos las pruebas de imprenta de aquella novela mía (aquella novela suya) por la que apostó. Tan cerca entonces, la voz de Paco desde el auricular. Tan cerca. Él proponía cambios, yo concedía, buscábamos juntos alguna alternativa para aquella cláusula subordinada con las que tanto peco. Y, eureka, allí aparecía la fórmula mejor. Luego, un silencio, y el teclado lejano del ordenador. Es Paco, que maqueta. Al cabo, vuelve su voz al teléfono con otro cambio. No hablaba mucho Paco. En las presentaciones de libros, oficiaba el acto protocolario con timidez. Y, después, al terminar la presentación, echaba un pitillo silencioso en la puerta de la librería. No le gustaba el protagonismo. Hablaba cuando había que hablar. Pero entonces: una receta mágica para aquel pasaje que corregíamos; una palabra de aliento en mitad del ruido de afuera (voz-hogar; voz-padre, Paco); un chascarrillo inopinado; una anécdota jugosa y divertida. En las cenas donde se celebraba la puesta de largo de un libro del catálogo en cualquiera de las ciudades de la ruta, Paco miraba callado a los comensales con satisfacción paternal, algo así como en aquel poema de Gil de Biedma, «Amistad a lo largo» («y yo aunque esté callado doy las gracias, /porque hay paz en los cuerpos y en nosotros»). Y el final de la fiesta lo sellaba luego con un abrazo cálido.

En esas míticas rutas, metía en su coche al autor que la editorial promocionaba y se lo llevaba por media España. Paco conducía y Olga, mientras tanto, trabajaba infatigable y vehemente al teléfono con la prensa de la ciudad que los recibiría. Dos profesores de institutos metidos a mecenas de algunas de las nuevas voces más sobresalientes de la literatura reciente. Y Paco conducía.

Con la pérdida de Paco Robles, se va una de las figuras decisivas de la edición en nuestro país. La Historia, que es sabia, reubicará su figura al lugar destinado a los grandes hombres de nuestra crónica literaria. Será con el tiempo, como ocurre siempre con los mitos. Entretanto, su voz seguirá presente en todos y cada uno de los libros del catálogo de Candaya, porque en los libros que escribimos, nuestra voz está mezclada con la suya. Y otro tanto pasará con los libros futuros que escribiremos. ¿Qué diría Paco de esta subordinada? ¿Y de esta rima interna? Y Paco nos asistirá y escribiremos juntos la novela y oiremos a Paco maquetar.

Yo debería, ahora mismo, en el momento en que escribo estas líneas, estar en un tanatorio de Barcelona. Pero estoy en mi piso de Alicante, velando a Paco de la única forma que sé, ante un escritorio que se ha quedado, como su dueño, más huérfano de referentes. En este panegírico o lo que quiera que sea esto, escrito torpe y atropelladamente desde la ofuscación del dolor, hay un abrazo grande a Olga y a Miqui. Y también a toda la tribu Candaya, especialmente a sus escritores, a los que hoy no les asisten las palabras, porque no las hay. No temáis, las encontraremos. Dejad que macere el desconsuelo, y ya más lúcidos, oiréis, franca y serena, la voz de Paco.

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