lunes, 6 de marzo de 2023

600. Escritores que no leen

 


Hace un tiempo, un alumno me confesó que andaba enamorado de su compañera de pupitre. Al principio no entendí bien la naturaleza de aquella confidencia, expresada con una franqueza y una espontaneidad enternecedoras. Ni yo tengo vocación de alcahuete ni atesoro en mi caletre tratados amatorios a la manera de Ovidio. Luego supe que el muchacho quería declararse con un poema de cuya calidad y tino donjuanesco debía yo darle mi parecer. Acepté, claro. Y al día siguiente, antes de que empezara a pasar lista, el aspirante me alargó, sottovoce, el secreto pliego, como en esas escenas del teatro áureo donde el galán confía a un su amigo los tormentos de su atribulado corazón. Tomé el papel; le guiñé, cómplice, el ojo; y guardé a buen recaudo el manuscrito en mi maletín, después de lo cual me dispuse a comenzar la clase. Comoquiera que en la sesión anterior habíamos hablado de Garcilaso de la Vega, ahora tocaba leer juntos una selección de textos que había preparado con ese fin. Conforme recitaba los poemas e iba luego ofreciendo las claves de su interpretación y de su valor artístico, el chico, que ocupa la primera fila en el aula, iba empalideciendo hasta competir en blancura con el rostro de Galatea. Nuestro pretendiente enviaba de forma repetitiva miradas de preocupación dirigidas a mi maletín y, cuando en un momento dado, nuestros ojos se cruzaron, entendí perfectamente la desolación del chaval. Al acabar la clase no tuvimos que decirnos nada. Yo le devolví su poema y él se comprometió a trabajarlo más. Nuestro joven poeta se había acomplejado. En la lectura de los versos de Garcilaso había él calibrado la calidad de los suyos. No hay mayor lección para quien quiera dedicarse a escribir.

Existe entre la fauna literaria, un tipo de escritor preocupado por hallar atajos que lo conduzcan rápidamente a la publicación de sus obras y, si puede ser, claro, al éxito meteórico. Olvidan que escribir es una carrera de fondo, concienzuda y paciente, que no se resuelve con el frenesí de los dedos sobre el teclado ni concatenando páginas y páginas sin parar. En esas mismas prisas se halla también el gran déficit de estos escritores: su escasísimo bagaje lector. Obsesionados por saltarse todos los pasos para llegar cuanto antes a la meta, encuentran inconcebible la inversión de su tiempo en la lectura, que creen tiempo perdido restado a sus importantes y perentorias sesiones de escritorio. Además de la urgencia, hay en esa actitud un punto de narcisismo. Deben pensar que nada debe aportarles el magisterio de los grandes clásicos a su creatividad y dominio de la técnica, y algunos se escudarán en la cínica falacia de la búsqueda de su voz propia, alejada de cualquier tipo de influencia que condicione la crisálida de su originalísima palabra a punto de reventar, y que no es otra cosa que la manera de ocultar su holgazanería para aquello que no ofrece un rédito inmediato a sus aspiraciones farandulescas o que entraña cierta dificultad. El resultado es una escritura burocrática, reducida a su mínima expresión estilística y al empobrecimiento del caudal léxico y sintáctico. Y si cierta conciencia literaria les impeliese a superar ese prosaísmo, producirán frases gastadas y ripios sonrojantes que ellos creerán meritorios porque, como mi alumno, no han podido contrastarlos con el virtuosismo de quienes les han precedido.

Escribir es siempre una derrota en la que tratamos de perder con dignidad ante los modelos que admiramos. Quien se cree campeón de las letras no ha leído lo suficiente como para tomar conciencia de sus propias limitaciones. Mi alumno lo entendió muy bien el otro día. Sobre mi escritorio, reposa ahora su poema de amor. Sus versos son, claro, muy mejorables. Pero hay una caricia de Garcilaso sobre ellos. Yo creo que va a conquistar a su compañera de pupitre.

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