lunes, 24 de abril de 2023

605. Es el futuro

 


Uno de los aspectos que más admiro de la literatura de Marta Sanz es su radical e insobornable independencia respecto a los temas y propuestas estilísticas. Marta Sanz levanta barricadas contra la ramplonería literaria y lo hace sin complejos ni autocensuras apelando, cómplice, al bagaje cultural de sus lectores, que es una de las formas más respetuosas con que cuenta un escritor para dirigirse a ellos. Su última novela, Persianas metálicas bajan de golpe, es un claro ejemplo de lo que decimos. Cada pocas líneas, el lector se topa con un guiño literario, musical, cinematográfico o de otro orden resuelto con humor o ironía o simbólica pertinencia o por el simple gusto del homenaje; y cada pocos renglones, hallamos también el trallazo estilístico, la sorpresa auspiciada por el lenguaje mismo. Nada hay de prurito pedantesco en esta profusión de referencias culturales, pues en ese espacio distópico llamado Land in Blue que la autora ha creado en su novela, la acumulación de alusiones más o menos veladas a la cultura parecen querer contribuir a la confusión de voces espectrales en un mundo en descomposición donde esos referentes se nos presentan como pecios a la deriva en mitad del piélago tecnológico.

El nuevo libro de Marta Sanz, que se inicia con el tópico del manuscrito encontrado, nos sitúa en un mundo regido tiránicamente por el «ingeniero jefe», compuesto socialmente por una suerte de gerontocracia donde los niños, casi extinguidos desde la victoria de los antivacunas, son especímenes en peligro y donde los jóvenes colman los asilos. En Land in Blue no hay bibliotecas o los autores clásicos han sido atrozmente reformulados; han triunfado los terraplanistas, y los horóscopos tienen más trascendencia que la biología o la física. Los jardines están poblados de flores violetas letárgicas, cuyos estambres anestesian la memoria de los ciudadanos. Estos viven asistidos por drones, que controlan incluso los pensamientos y que, solo a veces, les permiten «conservar un pequeño margen de triste autonomía». La ciudadanía recibe consignas repetitivas en eslóganes de burbujas y aquella se siente cómoda «con las repeticiones y los runrunes. Con el ruido de fondo de los generadores, los medios de comunicación y los aparatos de aire acondicionado». O con el opiáceo de las series de televisión. Porque «olvidar y repetir son acciones básicas para la supervivencia». El Subestrato lo habita, sin embargo, la aristocracia, que dispone de cascos protectores de pensamiento, y donde se hallan los Siete Jorobados (genial, el guiño a la novela de Emilio Carrere). Y en mitad de este mundo deshumanizado, se narra la historia de una tragedia familiar, de cuyos detalles se nos va dando cuenta con inteligente dosificación a lo largo del libro.

Toda la novela está imbuida de una tristeza aséptica, de luz de tanatorio, hostil, perturbadora. La mezcla de tradición y vanguardia contribuye a crear un artefacto verdaderamente representativo de la novela moderna. Con unos pocos mimbres, a veces deliberadamente vagos, la autora consigue que habitemos esa ciudad donde parece que la humanidad haya quedado reducida a los accesos de piedad de los drones. Y lo más desasosegante: que con el pasar de las páginas vayamos reconociendo los pormenores de esa distopía en nuestro propio tiempo. Como si Marta Sanz, a la manera de Valle-Inclán, hubiera querido colocar ante los espejos cóncavos del Callejón del Gato el mundo en que vivimos y que la distorsión grotesca resultante se nos antojase mucho más real que la supuesta distopía. Las persianas metálicas bajan de golpe. Es el futuro.

No hay comentarios: