lunes, 4 de noviembre de 2024

667. Padre no hay más que dos

 


La compañía teatral Barco Pirata anda de gira por España con la versión para las tablas de La madre, el segundo trabajo de la trilogía familiar creada por Florian Zeller, y que se completa con El padre y El hijo. Para este espectáculo, su director, Juan Carlos Fisher, cuenta en su elenco con la notabilísima actuación de Aitana Sánchez Gijón que, como se sabe, recibirá el Goya de Honor en la edición de estos premios que se fallarán en febrero del año próximo.

El principal problema del que adolece La madre es justamente aquello por lo que Zeller recibió el unánime reconocimiento de público y crítica con El padre, es decir, la asunción por parte del espectador de la experiencia en primera persona de la demencia de su principal protagonista. Efectivamente, en El padre el público hace suyo el desconcierto de un enfermo de alzhéimer y lo vive con la misma desorientación que el propio personaje, lo que permite experimentar en carne propia el terrible trance de la desmemoria. Resulta inolvidable la interpretación de Anthony Hopkins en la oscarizada adaptación cinematográfica de la obra del dramaturgo parisino. Sin embargo, si en aquel montaje resultaba pertinente el asunto de esa devastadora enfermedad mental, no parece que el molde sea igual de eficaz en La madre. En primer lugar, porque abonarse a la misma fórmula que funcionó en su día no deja de ser una acomodaticia sobreexplotación del hallazgo, que impide la sorpresa del espectador, pues hasta el final es el mismo; en segundo lugar, porque la demencia de Ana no responde a un deterioro cognitivo propiciado por la vejez, sino a la frustración personal de su vida abnegada, al servicio siempre del marido y de los hijos y a la sensación de estafa, emociones que, si bien pueden justificar una depresión, no parece que puedan llevar a la locura más absoluta, como es el caso. Bastaba con bucear por el desencanto de esa mujer, entregada a los cuidados familiares que, de repente, sobre todo a partir de la emancipación de su hijo, sufre el síndrome del nido vacío y, con él, la pérdida de su función en el mundo. Dedicada en exclusividad a ese rol de madre tradicional, Ana no ha cultivado ninguna afición, se ha alejado de sus amistades, probablemente ha renunciado a sus estudios o a su trabajo, y todo para qué, para perder demasiado pronto a su hijo independiente, que apenas se acuerda de ella, y para convivir con un marido que ahora se revela como un mero compañero de piso, sobre el que cae, además, la sospecha de adulterio –oh, sorpresa–  con ¡su secretaria! Aunque podamos conceder que existan hoy mujeres en esa tesitura emocional, el de Ana no parece constituir un muestrario demasiado significativo de nuestra sociedad actual respecto a las mujeres que se hallan ahora en su madurez vital. Y aunque la improbable estadística amparase esas situaciones, que ciertamente existen en algunos casos, parecen exagerados sus abismos.

Con todo, la actuación de Aitana Sánchez Gijón es estupenda. Los registros que alternan vulnerabilidad e ira están muy bien compensados, así como la paulatina torpeza de Ana, reflejada, por ejemplo, en los desmañados giros que la actriz realiza para mostrar su vestido rojo de vuelo, en una de las escenas más desoladoras de la obra. También interpreta muy bien los celos respecto a la nuera, vista como usurpadora de su cariño materno, y su inconsolable soledad.

En definitiva, La madre produce el rédito de una buena noche de teatro merced al gran trabajo de su elenco, pero a Zeller, como a sus personajes, habría que ponerle sobre aviso acerca de su propia amnesia creativa. Porque nosotros esto ya lo habíamos visto antes.