
La noche de los tiempos es la síntesis de toda la obra de Muñoz Molina: en ella encontramos el tempo lento de corte lírico de El jinete polaco; los personajes desarraigados de Sefarad; las evocaciones literarias de Beatus ille; o la nostalgia de la infancia de El viento de la luna. Es, además, una pintura muy viva del Madrid incierto del inicio de la contienda; se describen con gran crudeza los asesinatos, el ingenuo optimismo de los milicianos, la manipulación propagandística. Resulta curioso, además, leer novelizados a personajes reales que caminan por la novela, e incluso mantienen conversaciones con el protagonista, como Negrín, Moreno Villa, Zenobia Camprubí, Margarita Monmatí, Lorca, Alberti o Bergamín, entre otros.
En cuanto a la aludida desmitificación, apuntada al principio, Muñoz Molina la plantea en términos generales cuando alude a las atrocidades que también cometieron los perdedores. Las derrotas generan siempre ese prurito de la épica con que se adorna falazmente a los vencidos. No es que Muñoz Molina se sitúe al lado de los insurrectos pero, dando tan por sentada su repulsa hacia ellos, muestra también los abusos del bando derrotado. Esta deconstrucción se aplica también en la novela a algunos escritores aureolados más allá de su indiscutible magisterio artístico. Es el caso de García Lorca, de quien se destaca su soberbia y sus ansias de pueril protagonismo; o de Bergamín, parapetado en la sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas y que "no se bajaba del coche oficial"; o del histrionismo republicano de Alberti y su mujer que "viajaban a Rusia costeados por el dinero de la República y al volver se hacían fotos en la cubierta del barco, como si fueran dos artistas de cine en gira por el mundo, los dos levantando el puño cerrado, ella envuelta en pieles, rubia, con los labios muy pintados, como una Jean Harlow soviética con cara de pepona española"; o de Pedro Salinas, bien acomodado en su puesto de profesor universitario en Wellesley College y poeta del amor, pero para su querida. El fenómeno no es nuevo. De García Lorca se sabe que no soportaba la presencia de Miguel Hernández y que, por teléfono, pidió a Aleixandre que le echase de su casa porque quería visitarle; el mismo Alberti y su esposa sentían asco del olor del poeta de Orihuela y lo declararon sin pudor alguno. En cambio, José Luis Ferris en su biografía de Miguel Hernández defiende el protagonismo de José María de Cossío (bien relacionado con el bando vencedor) en los intentos de conmutar la pena de muerte del poeta y hace unos meses, se protestó con indignación ante la prohibición por parte de Josefa Medrano en Sevilla de un homenaje literario a Agustín de Foxá. Y es que, como dice Trapiello, algunos ganaron la guerra pero perdieron los manuales de literatura.
En cuanto a la aludida desmitificación, apuntada al principio, Muñoz Molina la plantea en términos generales cuando alude a las atrocidades que también cometieron los perdedores. Las derrotas generan siempre ese prurito de la épica con que se adorna falazmente a los vencidos. No es que Muñoz Molina se sitúe al lado de los insurrectos pero, dando tan por sentada su repulsa hacia ellos, muestra también los abusos del bando derrotado. Esta deconstrucción se aplica también en la novela a algunos escritores aureolados más allá de su indiscutible magisterio artístico. Es el caso de García Lorca, de quien se destaca su soberbia y sus ansias de pueril protagonismo; o de Bergamín, parapetado en la sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas y que "no se bajaba del coche oficial"; o del histrionismo republicano de Alberti y su mujer que "viajaban a Rusia costeados por el dinero de la República y al volver se hacían fotos en la cubierta del barco, como si fueran dos artistas de cine en gira por el mundo, los dos levantando el puño cerrado, ella envuelta en pieles, rubia, con los labios muy pintados, como una Jean Harlow soviética con cara de pepona española"; o de Pedro Salinas, bien acomodado en su puesto de profesor universitario en Wellesley College y poeta del amor, pero para su querida. El fenómeno no es nuevo. De García Lorca se sabe que no soportaba la presencia de Miguel Hernández y que, por teléfono, pidió a Aleixandre que le echase de su casa porque quería visitarle; el mismo Alberti y su esposa sentían asco del olor del poeta de Orihuela y lo declararon sin pudor alguno. En cambio, José Luis Ferris en su biografía de Miguel Hernández defiende el protagonismo de José María de Cossío (bien relacionado con el bando vencedor) en los intentos de conmutar la pena de muerte del poeta y hace unos meses, se protestó con indignación ante la prohibición por parte de Josefa Medrano en Sevilla de un homenaje literario a Agustín de Foxá. Y es que, como dice Trapiello, algunos ganaron la guerra pero perdieron los manuales de literatura.