sábado, 6 de abril de 2013

200. QWERTY


 
 
El próximo mes de mayo se cumplen 140 años desde que Remington empezara a comercializar el primer modelo industrial de máquina de escribir, tras haberle comprado la patente a Christopher Sholes, el inventor del teclado QWERTY, así llamado, como se sabe, por ser ésas las primeras 6 letras de la fila superior de sus teclas y que usamos todavía hoy.

Que el mundo tecnológico avanza vertiginosamente lo demuestra, entre otras cosas, que una persona joven como quien redacta estas líneas, pueda hablar de las máquinas de escribir como si remontara su memoria al Pleistoceno, por lo menos. Y no es así. Tengo sólo 34 años y, sin embargo, cuando les cuento a mis alumnos que yo trabajaba con máquinas de escribir, me siento el viejecillo decrépito de los romances que narra pretéritas historias imposibles entre el crepitar de la lumbre.

Yo aprendí a usar la máquina de escribir en mi barrio de Bonavista, en la ya desaparecida Academia Meca-Nova. Mi madre me apuntó siguiendo el consejo de mi maestra de EGB, que afirmaba que mis dedos eran torpes y que suspendía siempre la Plástica debido a mi antológica impericia manual. Así pues, nuestra motivación inicial era más terapéutica que propiamente mecanográfica. Por cierto que, los chavales de entonces no decíamos que íbamos “a mecanografía”, sino simplemente “a máquina”.  La sala de la academia la formaba un pasillo central flanqueado a ambos lados por numerosas hileras de largas mesas, preñadas de máquinas de escribir. La mayoría eran de la marca Olivetti Studio 46, con su inconfundible color azul, pero yo, si no estaba ocupada, me apropiaba de la Olivetti Linea 98 por su venerable y elegante porte y porque las varillas que golpeaban el papel no se solapaban de dos en dos ni se pegaban cuando uno escribía muy rápido. Una vez que se aprendía a utilizar cada dedo en sus teclas correspondientes, los ejercicios consistían en copiar sin errores unos modelos de textos administrativos en un tiempo fijado que la profesora controlaba desde su mesa con unos cronómetros. Si uno excedía el tiempo o cometía errores debía comenzar de nuevo. Y entonces allí era de ver la algarabía frenética de las varillas golpeando el papel, el alborozo de los timbres cuando el carro llegaba a su margen, cual cómitre que avisara al esforzado galeote de las letras para tirar de la palanca del carro y hacer girar el rodillo hasta la siguiente línea. Y, mientras, entre el frenesí de los dedos, a más de 300 pulsaciones por minuto, el olor mojado de la tinta fresca lo inundaba todo.

Más tarde llegaron los ordenadores y los nuevos alumnos ocuparon una sala aneja a la nuestra. Poco a poco, las máquinas de escribir fueron quedándose solitarias. Con ese triste desamparo que se apropia de las cosas viejas, el viento del olvido parecía silbar entre las oquedades de sus pesados armazones de hierro. Los nuevos nos miraban a los epígonos con aire superior, como si fuéramos bichos raros. Pero nosotros siempre nos sentimos mejores que ellos, veteranos de dedos meñiques heridos de padrastros, que eran nuestros galones artesanos, cuando sin querer no atinaban en la tecla y se hundían entre los huecos. Y blandíamos nuestros folios en cuyo dorso se podían acariciar las cicatrices, todavía calientes, del papel en su batalla con las picas tipográficas. Y despreciábamos el silencio blanduzco y tibio de los nuevos teclados porque los nuestros eran, como decía Pedro Salinas, “destinos de trueno y rayo”, “fantasías de metal / valses duros / al dictado”.


8 comentarios:

Javier Angosto dijo...

Cómo he disfrutado leyendo tu artículo de esta semana, Píramo. Y cuántos recuerdos. Empezando por la Academia Meca-Nova. Allí iban muchos de mis compañeros del instituto de Campo Claro. Yo aprendí a escribir a máquina en mis veranos en Teruel. Bueno, en realidad, nunca pasé de las 250 pulsaciones (y eso con el viento a favor).
El otro día iba por una calle de Castellón y entré en una tienda de antigüedades. Allí pude ver una Underwood (¿se escribe así?) como la que empleaba Azorín y que está en la actualidad en su Casa-Museo de Monóvar.
Y qué curioso. Lo que en principio era un invento de "vanguardia" (y como tal aparece, efectivamente, en el poema de Salinas), ha acabado siendo un artículo de anticuario y lleno de romanticismo. Cómo cambian los tiempos...

Tisbe dijo...

Me uno a las palabras de Javier. He disfrutado mucho con la lectura de este artículo. Empleas metáforas y comparaciones muy acertadas que embellecen tu texto. Yo nunca fui a clases de mecanografía (pese a la insistencia de mi madre), pero recuerdo las tardes que pasaba con una vieja máquina de escribir que tenía mi padre. ¡Cómo dolían los dedos cuando no pulsaba bien una tecla y se colaban en los huecos que había en el teclado!

Sandy Sarate dijo...

Qué bien se siente empezar el día con un buen pedazo de literatura, y muchas gracias por compartir. De verdad me encanta la manera en que logras plasmar esa nostalgia. El poder transformar una actividad que fue tan común en su momento, en una descripción tan linda es algo digno de admiración

David Jiménez dijo...

Qué bonita columna Píramo Tisbe, y donde conocí a Manuel Torres y a ti Fernando, y aún con el tiempo, seguimos con nuestra gran amistad, un abrazo.

Pepa Naranjo dijo...

Me encanta!!! Invasión de nostalgia!!!

Mila Estirado dijo...

Ja, ja, ja... Yo realicé mi curso de MECANOGRAFÍA en la Academia de Enseñanza E.C.C. de Pueblonuevo del Guadiana (Badajoz), durante el curso 93-94, pero, por un momento, he sentido que la que describías era aquella aula, ¿serían todas iguales?

Antoni Coll dijo...

El artículo de ayer de Fernando Parra ha despertado en mí la nostalgia de las máquinas de escribir. La última que sonó en la redacción del Diari estaba en mi despacho. Fui el último en incorporarme a la silenciosa revolución del ordenador, que convirtió las redacciones de fábricas en bibliotecas.
Quienes han nacido bajo el siglo de Apple o de Microsoft, no saben la potencia de una Underwood o la elegancia italiana de una Olivetti. Menos aún conocen la terminología del carro, el timbre, el papel carbón y todo esto. Misteriosamente queda, como señalaba nuestro colaborador, el orden de las letras de la fila alta: q,w,e,r,t,y, que ya estaba en la máquina que aporreábamos.
Cuando al escribir nos equivocábamos, teníamos un sistema artesanal que borraba la letra errónea y podía escribirse encima. Actualmente los errores que se producen al escribir son conceptuales, pero la imagen es tan perfecta…

(Publicado el martes 9 de abril en "La plumilla", del Diari de Tarragona).

Píramo dijo...

Javier, es que entonces la Academia Meca-Nova, era un referente. 250 pulsaciones tampoco está tan mal, hombre. Respecto a lo que dices sobre el cambio de percepción que se produce en los nuevos inventos conforme pasa el tiempo, el fenómeno siempre ha sido así. Por eso, hoy los antiguos disquetes del ordenador nos parecen unas reliquias y, por eso también, quién sabe, lo que hoy rechazamos por su excesiva novedad (léase libros electrónicos) con el tiempo tengan una aceptación masiva y natural. Para desgracia. Claro que, esta reticencia la formula un hombre de hoy. Tengo derecho. Los del futuro ya se apañarán.

Gracias, Tisbe. A ver si me enseñas esa entrañable máquina de escribir.

Gracias, Sandy. Eres muy amable. Gracias a ti por tus palabras y tu sensibilidad. Con lectoras como tú da gusto escribir.

David, y los años que nos quedan.

Gracias, Pepa.

Mila, celebro que el artículo te haya transportado a la nostalgia de aquellos tiempos. Pues yo imagino que sí, que las aulas de estas academias debían de ser todas muy parecidas. Pero lo más importante es que las sensaciones también lo eran.

Antoni, agradezco tu cita y deseo que hayas disfrutado del artículo tanto como yo he disfrutado de tu "Plumilla". Por cierto, qué buena apostilla final.