domingo, 23 de febrero de 2014

240. La belleza de lo sencillo (El baile)




Es ya recurrente la mención a La culta latiniparla de Quevedo como ejemplo de parodia del estilo alambicado y culterano de la “jerigonza” gongorina. En uno de sus numerosos poemas satíricos, Quevedo censura la oscuridad retórica y reivindica la vuelta al equilibro y sencillez renacentistas, cuyo máximo exponente es Garcilaso. Así, cuando Quevedo compra la casa de Góngora, escribe que ésta continúa 

“[...]hediendo a Polifemos estatíos,  
coturnos tenebrosos y sombríos, 
y con tufo tan vil de Soledades, 
que para perfumarla 
y desengongorarla
de vapores tan crasos, 
quemó como pastillas Garcilasos: 
pues era con tu vaho el aposento 
sombra del sol y tósigo del viento”. 

El hermetismo del que se queja Quevedo bien pudiera aplicarse no sólo al estilo literario sino también, en el caso de la narrativa, a la propia trama. Argumentos rebuscados que abren mil frentes abrumando al lector, abundan entre la novelística. Y existe, además, el prurito del novelista de mostrarse poliédrico en la maquinación de la intriga argumental, como jactándose del reto intelectual que propone. Pero a estas alturas yo ya sólo le perdono el exceso de enredo a Lope o a Calderón.

Abro mi artículo de esta semana con este largo preámbulo porque hace pocos días he leído El baile, obra teatral de Édgar Neville, que tuve también la ocasión de ver representada en la versión de Bernardo Sánchez. La obra está de gira por España bajo la dirección de Luis Olmos. Antes de acudir al teatro, leí el libro en una humildísima edición de la Colección de Teatro de la editorial Alfil, del año 1953. El librito me costó 5 euros en una librería anticuaria y todo en él es modesto: el tamaño (apenas 6 centímetros de largo por 4 de ancho); la calidad del papel, enmohecido y delicado; y pocas cosas menos llamativas que su portada, donde sólo figura el titulo y el autor sobre un melancólico fondo rosa; en el reverso sale escrito su precio: 8 pesetas. Esta sencillez externa, casi púdica, pareciera metáfora de lo que luego hallé dentro. Nunca un argumento tan sencillo había llegado a conmoverme tanto como el de El baile. No lo atribuyo a mi lectura desprevenida. Para qué restarle méritos al autor. Digámoslo de una vez: el texto de Neville, con toda su ingenuidad, es una verdadera delicia. La obra de Neville, a quien la historia literaria no ha tratado con justicia, se estrenó en 1952 en el Teatro de la Comedia de Madrid, y obtuvo el Premio Nacional de Teatro a la mejor obra de aquella temporada. El reparto entonces estaba compuesto por Conchita Montes, como gran estrella, junto a Rafael Alonso y Pedro Porcel. En la versión actual, actúan Susana Hernández, Carles Moreu y un espléndido Pepe Viyuela a quien el papel de Julián le viene pintiparado. Julián está enamorado de Adela, la mujer de su mejor amigo, Pedro. Éste consiente las efusividades de Julián con su esposa e incluso le permite convivir en casa porque sabe que Julián jamás se la jugará. Adela piensa lo mismo. Adela tiene, pues, dos maridos: el oficial y Julián. El triángulo es absolutamente entrañable. Cuando Adela muere prematuramente, su recuerdo reforzará aún más la ya de por sí inquebrantable amistad de Pedro y Julián. Cuando aparece Adelita, la nieta, una Adela rediviva, el círculo se cierra: Adelita tiene ahora dos abuelos, como Adela tuvo dos maridos. Nada en el argumento busca sorpresas ni giros inesperados. Es manso como arroyo en un recodo. Pero cala como lluvia fina hasta empapar. Puro en el sentimiento sin llegar a lo ñoño; humor inteligente y elegante sin llegar a la carcajada, que muchas veces es sonrisa amarga; trágico sin llegar al melodrama. Sólo un lunar en la representación: la escena final en la que aparece Adelita vestida con el traje de su abuela requiere más solemnidad. Y una intuición: probablemente el texto de Neville, pensado para el teatro, jamás debiera representarse. Los actores no consiguen llegar al tono. Nada se les puede reprochar. El baile es de los pocos textos teatrales que ganan en la lectura y no sobre las tablas. Es bello y emocionante porque es primorosamente sencillo. No requiere más aditivos, ni siquiera el de ser representado.




2 comentarios:

Tisbe dijo...

Me ha gustado mucho el preámbulo con el que has iniciado esta reseña.
Qué experiencia tan gratificante la de disfrutar leyendo una obra de teatro sin necesidad de verla representada. Aunque la finalidad última sea ésta, la puesta en escena, creo que es un síntoma positivo que dice mucho de su autor y de la fuerza del texto.
¡Enhorabuena!

Píramo dijo...

No hay nada más gratificante que el placer de lo sencillo. Gracias, Tisbe.