jueves, 12 de noviembre de 2015

308. Darwin y la evolución de la especie (lectora)




Como los caminos de las lecturas son inescrutables, este último mes he dado en leer el Mecanoscrit del segon origen, de Manuel de Pedrolo, y Kim, de Rudyard Kipling. Estimulado por la póstuma adaptación cinematográfica de Bigas Luna, me adentré en la atmósfera post-apocalíptica de la novela de Pedrolo y quedé deslumbrado por las posibilidades expresivas de la lengua catalana que el autor ilerdense domeña con insultante magisterio. Pocas veces la maleabilidad del catalán halló tantos registros y tanta riqueza léxica como en la prosa de Pedrolo. Lástima que toda esa exuberancia lingüística quedara humillada a la servidumbre de un mero catálogo práctico de supervivencia cuya monotonía no reparan ni siquiera las sugestivas inferencias filosóficas sobre la reedición edénica de un nuevo mundo.
A Kipling llegué tras conocer la noticia de que la Biblioteca Nacional (de España; con la que está cayendo esta matización no es baladí) acogió hasta el pasado 7 de noviembre una muestra bibliográfica del autor coincidiendo con el 150 aniversario de su nacimiento. Kim es una apoteosis costumbrista de la India y una exultante celebración de la vida. Sus personajes son inolvidables, en especial la noble ingenuidad mística del lama y el carácter picaresco de Kim. Lo de menos es la trama de espionaje. Y, por supuesto, es un interesantísimo conflicto entre las dos identidades de Kim, hindú de sangre británica en la India colonial.

Ambas lecturas, la de Pedrolo y la de Kipling coinciden en ser novelas concebidas en su día para un público juvenil. El Mecanoscrit fue lectura obligatoria en nuestro extinto BUP y un fenómeno editorial entre los más jóvenes. Y Kim era una novela de aventuras devorada por los adolescentes británicos. Proponer hoy día que un alumno de la ESO o del Bachillerato lea cualquiera de estas dos novelas se antoja una empresa quijotesca. Los estudiantes de hoy no tienen ni la formación ni el aguante ni la curiosidad ni la sensibilidad ni la voluntad para enfrentarse a novelas de esta naturaleza. Simplemente no pasarían de las primeras cinco páginas. Pero estas mismas novelas, amén de otras muchas de pareja dificultad, eran las lecturas de los jóvenes de antaño a la misma edad. ¿Qué se ha perdido por el camino entre aquellas generaciones de jóvenes que leían a Dumas, a Salgari, a Verne, a Melville, a Defoe, a Swift, a Dickens o a Blyton, y estas de ahora que no entenderían ni las primeras cinco líneas de estos grandes autores? Aunque tentado como estoy de hacerlo, descartaré por ahora contradecir la evolución darviniana de las especies que, en materia de lectura, desde luego no le da la razón a Darwin, como tampoco se la da en aquello de la selección natural, según la cual los más fuertes, capaces de adaptarse al medio, sobreviven. Pues no es cierto. Los que amamos la literatura de verdad no conseguimos adaptarnos a este ecosistema de lectores mediocres por mucha formación que hayamos recibido o por mucho que hayamos educado nuestro paladar literario; y en cambio proliferan como setas los lectores de vampiros premenstruales. La razón, claro, no es biológica, sino pedagógica. Son esos pedagogos de nuevo cuño que pretenden que los alumnos se estudien los charcos de la acera de su casa en lugar de los ríos de España porque aquéllos son, claro, más cercanos a su entorno inmediato y, por ende, más significativos. Con la lectura igual: hay que fomentar solamente los libros que despierten el interés de los estudiantes y alejarlos de los “difíciles” clásicos porque éstos generan lectores frustrados que nunca más vuelven a la literatura. Y así andan nuestros alumnos, incapaces de entender un texto que exija un mínimo de nivel, y no hablo de Kipling, sino de cualquier artículo periodístico que se proponga para un simple comentario de texto. A aquellos jóvenes lectores de Verne, en cambio, nadie les va a tomar el pelo. Y ya ven qué trauma: también han vuelto a la literatura. Pero no. No nos adaptamos. Somos la especie débil de Darwin. Cada vez más invisible. Hasta la irremediable extinción.

2 comentarios:

Tisbe dijo...

Tienes razón, Píramo, en que hay una diferencia abismal entre las lecturas de los jóvenes de antaño y los de ahora. Qué bueno sería proponer libros con nivel, importantes, sin el temor de pensar que no les van a gustar o que no los van a entender.

PEDRO GOMILA dijo...

El amor a la lectura debe transmitirse a temprana edad, primero, por los padres, luego desde las aulas. Una sociedad que desprecia la literatura, el arte en general, está condenada de antemano al yugo de la ignorancia.