domingo, 10 de abril de 2016

319. Convalecientes


"Leyendo al abuelo", Abert Anker, 1893.

Toda convalecencia conlleva necesariamente un despojamiento. Nuestra entidad como seres sociales, con sus roles y sus imposturas, se diluye; las obligaciones diarias, que siempre nos parecen tan apremiantes, de pronto se relativizan bajo el peso de la enfermedad y pierden su falaz condición perentoria; la medida del tiempo se dilata y el vértigo de los minutos se convierte en una morosa contemplación de la vida. Desprendido de todo ese atavío mundano, el convaleciente indaga entonces en su yo más oculto y, sin pretenderlo, lo halla virgen, envuelto aún en la crisálida que ha ido tejiendo sobre él la quiescencia de una voluntad fagocitada por la inercia anestesiante de los días. Y al ser descubierto así, en su confortable quietud, el yo se despereza, extiende sus alas y vuela. Al fin.
Quizás por ello, las grandes vocaciones literarias se han gestado durante las largas convalecencias. Al ejercicio de la escritura y al autoconocimiento –¿acaso no son lo mismo? –, les estorban las prisas, el ruido del mundo y los quehaceres que nos impone la vida en sociedad. En Monte Sinaí, libro compuesto, por cierto, durante una convalecencia, José Luis Sampedro sublima ese desasimiento del mundo y hasta de uno mismo, que es origen de la más excelsa libertad: “Yo no tenía nada que hacer y la expresión «tener que hacer» me resulta la más odiosamente esclavizante que cabe imaginar. Excluirla de mi mente era nada menos que sentirme libre y feliz por no «tener que» ejercer mi voluntad. No más ansiedad por algo que espere mi actuación, nada de ser responsable. Era la gran libertad de la sumisión, de la aceptación”. Y luego: “No tener voluntad, no decidir, no querer nada más: ésos son los arroyos creadores del ancho río de la libertad [….]. Libertad máxima no es tanto la que nos pone a salvo de órdenes ajenas, sino las que nos desesclaviza de uno mismo, ese a quien no podemos engañar como a los otros”. Y, sin embargo, es en esa libertad de la no acción de donde surge su libro y de donde han surgido tantos otros. Porque la literatura nace del desprendimiento de quienes somos, cuando descubrimos quiénes somos de verdad.
Pero no sólo la convalecencia es útil para quien escribe, sino también para quien lee. Reducirse uno a existir como ente lector, activar el piloto automático del razocinio, que es la luz de emergencia de nuestro ser cuando el cuerpo, en su provisional standby, no quiere colaborar. Y dejarse llevar, como Sampedro, hasta que las palabras del libro, cómplice y amigo, alcancen el tuétano de lo que realmente somos, derramen su calor, derritan el glacial y, en el deshielo, nos descubramos como descubre el entomólogo el precioso insecto en su tesoro ambarino. Conviene, eso sí, que no sea el último libro del juntaletras de turno.

Y hay, aún, un tercer tipo de convalecencia. La que sobreviene tras la lectura de un libro subyugador. Y de esta convalecencia pueden ser víctimas sanos y enfermos. Es la que se siente cuando somos incapaces de escapar del hechizo de un libro una vez terminada su lectura. Entonces ningún otro nuevo libro nos libera. Uno sigue cautivo de su embrujo y no hay lectura que luzca o que rompa el sortilegio hasta que se topa con otro bebedizo literario que se le asemeje. Todavía recuerdo cuánto me costó resucitarme yo otro muerto más, de Pedro Páramo. He escrito antes que esta convalecencia afecta tanto a sanos como a enfermos. Me retracto. Porque sólo afecta a los enfermos. Los que el diagnóstico literario llama letraheridos.

8 comentarios:

Tisbe dijo...

Los libros nos hacen mucha compañía a los que, por desgracia, estamos convalecientes. Nos ayudan a olvidar y nos dan consuelo.

PEDRO GOMILA dijo...

La convalecencia supone un tiempo que se demora en su curso, suspendido en el cauce de las horas, cuando el cuerpo, todavía herido por la enfermedad, se agazapa en si mismo,vulnerable. Es entonces cuando la lectura, lo que el libro ofrece generosamente, se convierte en bálsamo para el alma, en descubrimiento inesperado, que acaso hubiera pasado inadvertido si no hubiéramos hallado refugio paradójicamente gracias al embate que nos ha postrado en la intimidad de nuestro propio ser.

Juan Ramón Torregrosa dijo...

Hermoso y profundamente sentido. Ay, qué difícil es vivir esa sensación de libertad que evocas!

Pilar Blanco dijo...

Algunos jubilados felices pueden alcanzar algo parecido...

Montse Sanjuan dijo...

Comparto totalmente el último párrafo. Esa sensación que te deja un buen libro que no permite durante un tiempo empezar otra historia. Felicidades por el post!!!

Eva María Borderas dijo...

Precisamente hoy he decidido rescatar de mi biblioteca Pedro Páramo para releerlo. Después de leer tu artículo, con mayor ilusión, si cabe.

José Antonio Santano dijo...

Oportunas convalecencias tras tanta impostura y mediocridad literarias. Gracias, Fernando. Abfrazos. Salud.

Agustín Pérez Leal dijo...

Espléndido. Tanto como ese verbo, convalecer, tan lleno de optimismo.