lunes, 1 de octubre de 2018

417. Descatalogados



Hay repartida por el mundo una legión de libros desahuciados tratando de sobrevivir en la intemperie tras haberles notificado los usureros del tiempo y del olvido que ya forman parte de esa caravana del exilio editorial en la que se arrastra, como una afrenta, el terrible estigma de los libros descatalogados. Los buscamos en las librerías ordinarias y el librero se afana en la pantalla del ordenador para hallar el título en la base de datos. Mientras, el comprador escruta el rostro del empleado y adivina ya, en su expresión contrariada, la noticia fatal. Cuando al fin consigue dar con él, una mueca misericordiosa confirma la defunción. El título en la pantalla del ordenador es ya, tan sólo, un epitafio o un responso.
Entretanto, las fantasmagorías errantes de estos libros deambulan por el limbo de las librerías de viejo o entre los cachivaches de los rastrillos de cualquier plazoleta y humillan los harapos de sus cubiertas fatigadas y los andrajos de sus páginas gastadas a la mirada compasiva o desdeñosa de los cazadores de gangas. Asisten luego, ofendidos, al vejatorio regateo por el precio que los degrada. Otros guardan su reposo en las casas de beneficencia de las bibliotecas y languidecen en los nichos de los anaqueles hasta que alguien decide invocarlos a la vida; algunos, en cambio, yacen inconscientes en los depósitos de los sótanos porque hace años que ya nadie los reclama.
Se estima que en Estados Unidos existen más de seis millones de libros descatalogados. No he logrado averiguar cuántos existen en España, quizás porque nadie se ha querido molestar en hacer el luctuoso cómputo de los muertos. Se habla de la digitalización de todos ellos para ofrecerles, como Dios a los judíos, su tierra prometida de promisión de lectores. Y, sin embargo, esa nación virtual sigue teniendo algo de limbo, como todo lo que se refiere a Internet. Quizás muchos de estos libros deseen antes desaparecer en las empresas de reciclaje. Éstas pagan unos ochenta euros por una tonelada de libros, el equivalente a mil libros, y hacen con ellos pasta de papel o papel para los periódicos. En su reencarnación, estos libros olvidan quiénes fueron y se redimen de su condición mendicante. De otros, da buena cuenta la trituradora.
Y hablando de limbos, ¿en cuáles de ellos se hallan los libros que aún no se han publicado? Los “incatalogados”, si se me permite el neologismo. Los que aguardan su oportunidad en el cajón de un escritorio, embriones que duermen en la placenta de una barata encuadernación de canutillo o en el archivo de un ordenador. Los que se destruyen en los premios literarios que no se ganan o en las editoriales que les denegaron la cédula de existencia. Abortos de libros practicados en el quirófano de los arbitrarios escrutinios de los departamentos de lectura y su comité de sabios mercantilistas. Los libros como aquellas maduras muchachas solteronas de otros tiempos, acicalándose cada día para mantener una belleza ya ajada, marchitándose a la espera del pretendiente que las libere de la autoridad paterna.  Pero, ¿quién sabe? Quizás estos libros “incatalogados” estén mejor instalados en su ingenua y perpetua esperanza de nacimiento, siempre asidos a su brizna de promesas y sueños, antes que vivir una vida efímera y acabar en el cementerio ambulante  de los unavezlibros, de los yanolibros, de los erráticos espectros de los libros descatalogados.

2 comentarios:

Concha D'Olhaberriague dijo...

¡Cuánta belleza melancólica rezuma este artículo! Y qué bien escrito está.

Javier Angosto dijo...

La de patadas que pegué en su día para encontrar determinados libros descatalogados de Azorín. No existía aún internet, con su acceso a Iberlibro y a otras librerías milagrosas. Todavía recuerdo las broncas de mi madre cuando llegaban las facturas telefónicas con la ristra de números de las librerías consultadas por mí para conseguir esos libros del gran Azorín.