lunes, 24 de junio de 2019

450. Poética del alcanfor



Agustín Márquez podría ser uno de esos superhéroes de los años 80 con visión de rayos X que es capaz de traspasar las fachadas de los edificios y escudriñar tras las persianas las vidas y los corazones de sus inquilinos. O quizás podría ser también un remedador del gran Ibáñez y dibujar con su prosa los divertidos entresijos de una 13, Rue del Percebe sin frontispicio cualquiera, aunque ésta se llame, con menos lustre, el bloque número 22, ese que existe en todos los barrios de la periferia, porque el bloque número 22 de una barriada es la alegoría de una arquitectura urbana universal de geranios, barandas oxidadas y ropa tendida. Pero en la época de los superhéroes y de los tebeos en la que Agustín Márquez ubica su novela, los únicos héroes posibles son los humildes habitantes del extrarradio, “personas que no cambiarán la historia, que no descubrirán la cura contra la guerra, que el único cambio que provocarán en la humanidad será escribirla sin h, que se automedicarán contra la miseria”. No, no hay superhéroes en el barrio de Chico A, a no ser que la supervivencia, cuyos horizontes se limitan a las lindes del descampado, sea también una forma de heroísmo sin capa ni superpoderes. Y no, no hay risas de tebeo en el barrio de Chico C, salvo el humor de acíbar, apenas una mueca amarga que aspira a sonrisa, que Agustín Márquez dosifica durante toda la novela como un gotero en la cama de un mundo que agoniza, enfermo de progreso.
La última vez que fue ayer (editorial Candaya) es la primera novela de Agustín Márquez Díaz y se suma a esa suerte de evocación nostálgica de los años 80 que prolifera entre los escritores que hoy rondan la cuarentena y que revindican, trascendiendo la banalidad del revival ochentero y sus tópicos, el recuerdo de una época en la que se forjaron, al amparo de la patria chica del barrio de periferia, infancias, sueños, descubrimientos y pérdidas de la inocencia. Márquez desmitifica la construcción idealizada de aquella década, la década del sida y de las drogas, de los yonquis y camellos, pero también reivindica su autenticidad sin paliativos. El resultado es una novela evocadora pero displicente, sin concesiones a la ñoña condescendencia de la memoria; una novela lírica, donde la poesía estriba en la ternura humana que transmiten muchos de esos personajes abocados a la derrota pero tercos aún con el timón de sus vidas a la deriva; una novela de asfalto, quioscos, egebés, solares, descampados, revistas pornográficas, perros callejeros, cintas de VHS y protoinformática. Una novela oreada con el olor humilde del alcanfor que neutraliza el hedor de los hipócritas, de los advenedizos, de los nuevos ricos, de las corruptelas del poder, de la muerte tapizando el alquitrán de las carreteras. Alcanfor para no morir asfixiado en la pestilencia de las alcantarillas del vivir. Una novela herida de barrio, porque el barrio acoge y es madre nutricia pero el barrio, a la vez, hiere y te convierte en su simbionte, también nosotros barrio en los suburbios de la identidad, barrio que anula los nombres –Chico A, Chico C– para hacernos sangre anónima y suya. Nada más importa “pero el barrio… Lo que importa es el barrio”, dice Agustín Márquez en un pasaje del libro. Y así, su arañazo es blasón que exhibimos con  orgullo de clase y revisitamos el barrio que un día tal vez abandonamos, que el progreso ha desvirtuado ya, pero que guarda su esencia en las aceras cuyo cemento mudo, pero cómplice, nos convoca a volver, de nuevo, a la última vez que fue ayer.

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