lunes, 5 de agosto de 2019

456. 'Un vaso de agua'



Ando enamorado de la poesía de Lola Mascarell. Afirmar eso es tanto como decir que anda uno enamorado de la vida. Pero no es cierto. Yo no ando enamorado de la vida, salvo cuando leo a Lola Mascarell. Así que la poesía de la poeta valenciana es para mí una suerte de tregua con el mundo, una especie de reconciliación con la existencia y, en último término, una purga de sus miserias –las reales y, sobre todo, las que nosotros mismos inventamos para lastrarla– que permite mostrarnos el universo en su prístina esencialidad, despojado de todo accidente accesorio, puro y sustancialmente nuestro si logramos tamizarlo en el cedazo de la mera sencillez, que es su verdadero tesoro, el más difícil, no obstante, de apreciar porque es el más evidente. Ahí la mirada reveladora de la poeta para hacernos caer en la cuenta de que la verdad de las cosas se halla a un palmo de nuestras limitadas narices de hombres ocupados.
Un vaso de agua (Pre-Textos) es una apología de la sencillez en su sentido más luminoso. El poema “Sencillez” ocupa el número 22 de los 44 poemas que integran el libro, justo significándose en el centro del poemario: “quiero escribir agua / borboteando en el cazo, / boniatos en el horno / o lámpara de luz en la mesilla […]. Escribir por ejemplo / que el día se termina, / y que no pasa nada”. Es la vida que fluye lejos de lo estentóreo, pequeños cosmos de vida silente en plenitud que otras veces es descrita mediante la observación extática de la naturaleza invisible. Hay en esa contemplación una inercia natural a confundirse jubilosamente con el todo: en el poema “Abrazo”, Mascarell nos invita a alejarnos “del límite impalpable / que separa las cosas, de ese surco / que dibuja ante ti / su contorno y su nombre” y nos conmina a ser nosotros “corteza también y también centro”. Otras veces esa fusión se produce por mor de la propia naturaleza, como en el poema “Unión” o más explícitamente en “Disolución” donde la lluvia une al “todo con lo uno y con lo mismo, / y me voy deshaciendo”. Otros poemas matizan esa profundidad trascendente, rebajándola a una bellísima y deliciosa desidia, a una gloriosa pereza de dejarse llevar por la inercia de los días hasta conseguir la ataraxia de la inacción, que es otra forma de disolución: una jornada en la playa, una mañana de domingo, dejarse fagocitar por la luz de agosto o ceder a la muelle aventura de la cotidianidad, sin hacerse preguntas: “¿por qué nos obstinamos en contar / el caudal de las horas? / Nada sabe la gota en la ventana / de cuántas ni de cómo / habrá de ser su frágil duración. / Sólo brilla un momento en su ignorancia”.
Pero la poeta no puede soslayar la punzada metafísica. El paso del tiempo, que es en muchos poemas un dejarse mecer por las horas, ofrece también su inevitable desazón: una quema de rastrojos, una casa abandonada que otrora albergara una vida, el instante de una fotografía en la que el clic ya nos hace difuntos, los objetos que nos sobreviven y quedan mientras nosotros pasamos, son algunas de las imágenes donde los poemas vierten su preocupación existencial. Especialmente dolorosa es la constatación de que el mundo y su milagro seguirán indiferentes a nuestra muerte; así el poema “Sol en la cama”: “que no puedo dejar de imaginarme / ese día futuro en que la luz / no encuentre esta pared / esta colcha, este armario, estos zapatos / y avance por el suelo / aterido de plantas y maleza / y llegue hasta este punto / donde ahora estoy yo / igual que lo hace ahora: indiferente”. El ansia de trascendencia frustrada se representa en una especie de nostalgia por un arcano, un origen que nos construye, simbolizado en la montaña como alegoría. La redención se halla entonces en la infancia y en la eternidad del amor.
Ando enamorado de los versos delicados y quebradizos, a veces desamparados, de Lola Mascarell. Y es alivio para la sed del alma, la ablución de este vaso de agua.

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