lunes, 7 de octubre de 2019

460. Ofendiditos


 Me entero por un artículo del dramaturgo Alberto Conejero de que la compañía cinematográfica Warner Bros se ha visto obligada a emitir una nota explicativa donde deja claro que una de sus última películas, Joker, no constituye un alegato a favor de la violencia. Y yo me pregunto, ¿de verdad alguien en su sano juicio ha pensado realmente que la productora, el director, los actores y toda la larguísima nómina de profesionales que participaron en la cinta se habían confabulado para dar al mundo un ideario programático y sectario del mal a través del cine? Pues seguramente sí, porque de lo contrario, la ya casi centenaria empresa estadounidense no habría tenido que salir a la palestra para desmarcarse de su supuesta connivencia con el Maligno. Está claro, pues, que alguno de los miles de ofendiditos que fiscalizan nuestra moral y nuestra conciencia, arrogándose sin pudor esa autoridad, ha debido de poner el grito en el cielo porque –oh, anatema– el Joker es un sádico criminal y, lo que es peor, el séptimo arte lo legitima. Sin entrar en la infinita lista de cineastas, literatos, cantantes, pintores o escultores que, por esa regla de tres, tendrían también que pedir disculpas o explicar su intención a estos pieles finas de la moral, lo verdaderamente terrible es la cortedad intelectual de quienes mezclan churras con merinas e introducen de manera sonrojante la ética –su ética– en el campo de la pura ficción, territorio que por su propia naturaleza libérrima debe siempre permanecer ajena a ese tipo de juicios. Tener que explicarle a cualquiera de estos adalides del terrorismo moral la diferencia entre personaje, narrador y autor de una obra literaria, por ejemplo, es lo que da verdadero miedo, más aún que las atrocidades ficticias del Joker. Miedo porque demuestra el retroceso intelectual de quienes así se ponen en evidencia y miedo también por el retroceso en la libertad creativa, censurada precisamente por aquellos que creen estar defendiendo una suerte de progreso moral. Pensar que Dostoyevski es Raskolnikov o que Vladimir Nabokov es el depravado Humbert en lugar de pensar que ambos, desde la ficción, están buceando por las oscuridades del ser humano, es para hacérselo mirar. Como si no hubiera, como dice Conejero, escritores abyectos que han escrito novelas hermosísimas y, al revés, maravillosos seres humanos que han creado obras donde la vileza se enseñorea de cada una de sus páginas. ¿Qué tendrá que ver una cosa con la otra? La libertad de expresión artística, siempre que no esté concebida expresamente para hacer daño a particulares o que limite la libertad de otros (cosa esta última difícil porque uno siempre tiene la libertad de no consumir el arte del que no guste) debiera permanecer soberana por encima de cualquier prejuicio. Que el arte tenga que dar explicaciones, o peor aún, pedir disculpas por cuestiones externas al propio debate artístico demuestra hasta qué punto la injerencia de la dictadura moral ha traspasado todos los límites. El arte solo puede responder ante sí mismo, él es su tribunal y también la Historia, que reubica casi siempre con justicia el destino de una obra de creación. Y si nos ponemos morales, más inmoral me parece el caradura que expone en ARCO un calcetín colgado de una percha que todos los crímenes de Raskolnikov, Humbert y Joker juntos.

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