lunes, 1 de junio de 2020

488. Epígonos

Ruinas de la Exedra de los Epígonos, en Delfos.

Desde hace años llevo sintiendo que hay algo dentro de mí que no comulga con el mundo en el que vivo. Y aunque es verdad que hace tiempo anidó en mi corazón el pájaro negro de la misantropía, no creo que se trate, en rigor, de ninguna patología social. Es más bien la sensación de pertenecer a un tiempo que no parece ser el mío, de saberme hipócritamente cortejado por estos días que me habitan y que se alojan impertinentes en mi casa como los pretendientes en el palacio de Penélope. Una equivocación cósmica que dio en hacerme nacer cuando no correspondía que yo naciese. Un error de cálculo que algún demiurgo despistado obrase sobre los vórtices del tiempo. Me ocurre en muchos ámbitos de la vida pero, como el que mejor me explica es el de la literatura, su oráculo infalible parece querer confirmar mis barruntos cada vez que leo alguna novedad editorial. Hay un anhelo en mí por encajar. Apuesto por aquellas obras de las que todo el mundo habla –también las pocas personas autorizadas en quien confío– y experimento una ansiedad enojosa cuando paseo la mirada por las primeras páginas, temeroso de no hallar la piedra filosofal de mi época. Y, efectivamente, conforme avanzo en la lectura, otra vez siento ese descorazonador síntoma de la próxima excomunión. Porque, acabado el libro, proferiré mil anatemas contra las supuestas bondades de la obra y el sumo pontífice del mundo moderno, al escucharme, me gritará con desprecio y entre esputos, que yo no puedo formar parte de la comunidad y me expulsará del templo y me confinará en mi cueva de hereje. Otras veces callaré y me guardaré para mí la desazón.
Hay en mis gustos literarios un sabor a tiempo periclitado, una concepción de la literatura abocada a la desaparición, una forma de entender la palabra y su arte y su belleza que sobrevive en estertores entre unos pocos escritores y lectores que se obstinan todavía en defender una forma muy concreta de entender el hecho literario. Una resistencia epigonal.  
La palabra «epígono» tiene su origen en los embarazos con superfetación, es decir, aquellos en los que una mujer puede concebir estando ya embarazada. Al inesperado nacido en estos casos se le llamaba «epígono». Luego pasó a designarse con ese nombre a los sucesores, y más tarde a los hijos de los soldados de Alejandro Magno casados con asiáticas. En la mitología griega también se llamó «epígonos» a los descendientes de Los siete contra Tebas que quisieron vengar la muerte de los héroes diez años después en una segunda guerra tebana. Epígonos fueron también todos aquellos escritores que continuaron la labor de los grandes maestros cuando estos y su influencia ya estaban siendo olvidados y superados por las nuevas corrientes literarias. Sobre los escritores epígonos siempre se ha ejercido un doble desprecio. Son autores desfasados de las modas y, además, recae sobre ellos el estigma de ser considerados escritores de segunda categoría, manidos y mediocres, siempre a la sombra de los grandes autores que dieron forma y esplendor al periodo literario que representaron. Yo no he nacido de una superfetación, ni soy descendiente de aquellos soldados de Alejandro Magno que cruzaron sus genes griegos con los de las mujeres persas. Pero sí tengo algo de epígono tebano que desease vengar la muerte a las murallas de la ciudad egipcia, gobernada esta vez por otros Eteocles de menos alcurnia, de los escritores que ya no pueden estar en el canon de la modernidad como tampoco sus seguidores. También tendré, digo yo, algo de manido y mediocre, pero eso lo llevo a mucha honra porque mi mediocridad legitima aún más la grandeza inalcanzable de mis maestros. Y quizás sea desterrado de la nueva Tebas y hasta se me niegue la sepultura. Pero siempre habrá una Antígona que sepa entenderme.

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