lunes, 24 de agosto de 2020

497. Literatura a ojos llenos



Recordarán ustedes que hace unas semanas andaba yo ensombrecido por el páramo de las novedades editoriales. Acabé, como siempre, refugiándome en los clásicos para pasar la cuarentena necesaria que me reconciliase con la literatura. Pues ya estamos de vuelta. Y para no enfermar de nuevo, esta vez he sido cuidadoso con la búsqueda, me he apartado de los cantos de sirena de las recomendaciones aborregadas y me he lanzado yo mismo a la sima de Acantilado donde es difícil no hallar algún tesoro. Y vaya si lo hallé: Manuel Astur ha escrito esa maravilla titulada San, el libro de los milagros y el milagro ha obrado su prodigio en los ojos del lector.

Su protagonista, Marcelino, que padece alguna suerte de deficiencia, es visitado por su hermano para obligarle a firmar un documento por el que traspasa la propiedad heredada de sus padres a un tercero, quedándose, pues, sin nada. En la urgencia violenta del hermano hay un intento desesperado por pagar algún tipo de deuda. A Marcelino, que no sabe lo que ha firmado, se lo revela su hermano antes de marcharse. Marcelino reacciona entonces golpeando a su hermano sin medir sus fuerzas y lo mata. El eje argumental a partir de ese momento es la fuga de Marcelino y la consiguiente persecución policial. Pero pronto nos damos cuenta de que el argumento que vertebra el relato es solamente un pretexto para escribir una bellísima oda a la vida de aldea y al tiempo periclitado del “viejo mundo” que da sus últimos estertores en las remembranzas del propio Marcelino, confundidas con las del narrador. El lirismo de las estampas descriptivas es de una maravillosa delicadeza; alguna vez me recordó a las imágenes de Wenceslao Fernández Flórez en El bosque animado, aquí sublimadas en la probeta de una prosa poética engarzada con el mito, lo arcano y lo telúrico, con un primitivismo a veces brutal y a veces acogedor. En ese sentido, la deficiencia de Marcelino, próxima al infantilismo, ejerce su regresión edénica sobre el relato: cuanto más ignorante e inocente se nos muestra a Marcelino, tanto más el cosmos de la aldea se vuelve primigenio y atemporal, fusionándose ambos, personaje y entorno, en un mismo protagonista casi totémico: la prensa y los jóvenes que se instalan en el pueblo para defender la inocencia de Marcelino se antojan, en ese sentido, una feligresía.

En buena parte de la obra, la armazón argumental del libro, ya de por sí tenue, desaparece hasta hacernos olvidarla, y la novela se detiene en las evocaciones de historias de la aldea en las que no falta lo sobrenatural, lo mitológico y la anécdota circunstancial y costumbrista. Las historias que se suceden parecen querer remitirse al fenómeno del filandón, impresión metaliteraria que confirman expresiones como “tenemos la voz y tenemos el tiempo”, repetido como una letanía durante numerosos pasajes del libro, o el juego de matrioshkas lingüísticas que se van adhiriendo cada cierto tiempo como una metáfora de la creciente madeja narrativa.

En cualquier caso, como se ha apuntado más arriba, lo más llamativo del libro de Astur es su estilo poético, atento, sobre todo, al “cómo” antes que al “qué”; ese extrañamiento del lenguaje del que toda obra literaria que se precie debiera incorporar a sus páginas y que, en el caso de Manuel Astur, es ambrosía inspiradora y literatura a ojos llenos. 

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