lunes, 21 de septiembre de 2020

501. Mi ordenador me mira mal


Llevo seis meses sin escribir. Sí, es verdad que durante todo ese tiempo he mantenido mi compromiso semanal con los lectores del Diari de Tarragona y que he colaborado con alguna revista literaria. Pero ustedes me entienden: escribir es otra cosa. Achaco mi travesía por el desierto al siempre extenuante y farragoso proceso de documentación, previo a la inmersión definitiva en el mar de la escritura. Y en cierta medida es así, aunque a veces se me antoja que estoy alargando todo ese procedimiento preliminar para excusar mi encuentro definitivo con la primera página en blanco. Como el estudiante que acaba la universidad y se pone a hacer másteres por doquier para no pensar que tiene ya una edad y que debería buscarse de una vez por todas un trabajo. Vamos, que ando aterrorizado. Que esta novela me impone y que en el correspondiente pugilato literario me defiendo apocado y timorato. Yo creo que perdí la fuerza cuando cambié de ordenador. Sustituí mi viejo portátil, compañero de tantas campañas literarias en las lides de la palabra, por un nuevo ordenador de sobremesa. Ahora tengo una pantalla de no sé cuántas pulgadas que me impide la visión de la ventana de mi despacho desde donde antes de la llegada del nuevo armatoste perdía la vista en el parque que hay frente a mi casa para buscar la inspiración entre la fronda de las arboledas. También tengo un teclado inalámbrico último modelo a cuyas teclas no se acaban de acostumbrar las yemas de mis dedos. Como si hiciera el amor con una mujer que no conozco y a ambos nos costase acompasar el ritmo al del otro. Mi nuevo ordenador de sobremesa me mira altanero desde la atalaya de su prestigio tecnológico. A él le hubiera gustado ser el compañero de un escritor de prestigio, no de un juntaletras cualquiera. No le culpo. Yo he apartado el monitor hacia la derecha de mi escritorio para que no me impida ver el parque que hay frente a mi casa y, ahora, cuando escribo, debo ladear ligeramente la cabeza hacia la pantalla, con una mirada esquinada que se parece bastante al desdén o al rencor. Ella, la pantalla, hace lo mismo conmigo con un mohín ofendido.

 No se deben cambiar jamás las rutinas de los escritores. Isabel Allende empieza siempre sus novelas un 8 de enero y sus sesiones de escritura duran lo que dura el pabilo de una vela; García Márquez escribía descalzo y acompañado de una flor amarilla; Balzac vestido con hábito monacal; Dumas, con sotana roja y sandalias; Víctor Hugo, desnudo; Capote, tumbado; Fitzgerald, ebrio; Coleridge, drogado; Poe escribía en tiras de papel que luego unía formando rollos interminables; Dickens debía estar perfectamente peinado; Cela escribió Oficio de tinieblas 5 en su mítico escritorio rodeado de un biombo que lo aislaba del exterior; Stendhal hallaba inspiración leyendo antes el código penal napoleónico. Sin esas manías, quizás no habrían escrito sus grandes obras maestras.

A mí solamente me han cambiado el ordenador y ya ven el cataclismo. Entretanto, hago acopio de sesudas notas para mi próxima novela, muchas de las cuales –lo sé– no voy a utilizar, y escribo mi columna del periódico y algunos correos electrónicos en mi nuevo ordenador para darnos tiempo a acostumbrarnos el uno al otro. Es un cortejo lento y silencioso. Sé que en su fuero interno mi ordenador se ríe de mí o se apiada o me menosprecia. Pues mira, chaval, tú y yo nos vamos a tener que entender. Escribo «Capítulo 1». Luego hay una pausa dramática y un suspiro profundo. La tensión se adensa en el ambiente. El cursor se mueve intermitente en la pantalla como los dedos del pistolero que tantea la cartuchera. Pero yo desenfundo antes.


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