lunes, 5 de abril de 2021

525. Bernarda, cara de leoparda

 


Con esta frase se rebela María Josefa, la madre de Bernarda Alba, contra el encierro en que su hija la tiene y, por extensión, contra el encierro de sus cinco nietas, en edades casaderas, tras decretar Bernarda los ocho años de luto tras la muerte de su segundo marido. Pero nunca tuvo tan fácil María Josefa su insubordinación como en la última versión de la obra de Lorca, dirigida por José Carlos Plaza, y cuyo estreno nacional se produjo hace apenas una semana. Porque nunca antes tampoco se había encontrado María Josefa con una Bernarda tan floja y desvaída como esta que representa Consuelo Trujillo. Señora María Josefa, así no tiene mérito; así nos atrevemos todos: Bernarda, cara de moscarda; Bernarda, cara de avutarda. ¿Lo ve? Y nos quedamos tan panchos, sin miedo a la reacción autoritaria del inolvidable personaje lorquiano. Y es que la Bernarda Alba de este último montaje es un mero sucedáneo del que imaginase Federico. Ni el timbre de su voz se enseñorea tiránico entre las paredes de la casa; ni su presencia, casi frágil, acogota la voluntad de sus hijas; ni el bastón resulta amenazante entre sus manos dubitativas. Hay, además, una suerte de exhibicionismo de la autoridad que resulta impostado, sobre todo cuando la actriz, tras su enésima demostración de despotismo, dibuja una sonrisa sardónica más propia de los risibles y maniqueos villanos de los dibujos animados que de quien se siente depositario de una jerarquía familiar que se pierde en el tiempo. La autoridad no se exhibe: simplemente se tiene. El culmen del despropósito es esa escena final en la que Bernarda pide silencio a sus hijas tras el suicidio de Adela y que Consuelo Trujillo emite en un hilo de voz con la pretensión simbólica, imaginamos, de hacer presente el silencio en una secuencia declinante supuestamente efectista que ignora los signos de exclamación que Lorca dejó bien claros en su manuscrito, justamente porque el poeta granadino quiso colocar el clímax en el remate de todo ese crescendo insostenible y desbordante con que se ha ido preparando la tragedia final.

El resto del montaje no le va a la zaga. Poncia, representada por Rosario Pardo, es quizás el personaje más inspirado, aunque hay momentos rayanos en lo histriónico. Tampoco Adela (Marina Salas) acaba de hacer estallar sobre las tablas la pulpa de su juventud ansiosa de vida, y solo hacia al final, cuando le arrebata a Bernarda su bastón, parece reivindicar algo de nervio interpretativo. El resto del reparto se acomoda a la insulsez general a excepción de María Josefa (Luisa Gavasa) cuyo papel maneja con acierto.

A la obra le falta también algo de ritmo. Hay silencios que no acaban de llenar el escenario. El silencio debe ser un personaje más, debe hacer notar su losa; en lugar de eso, los silencios parecen vacíos interpretativos, desconexiones que desconciertan al espectador o lo exasperan. Otras escenas, en cambio, se exceden en su propósito, como el momento en que se oye, extramuros, las canciones de los segadores, y las hijas, excitadas por las voces de los hombres y por la intención erótica de sus romances, comienzan a masturbarse. No es mojigatería ni incomodidad: es que resulta ridícula la ultrainterpretación del motivo lorquiano.

Tampoco la escenografía acierta. Si en las acotaciones, Lorca dejó muy clara su voluntad de que las paredes fueran «blanquísimas» como símbolo de la virginidad que allí se protege y como contraste cromático con los vestidos enlutados, aquí los muros semejan una suerte de frescos pompeyanos decolorados no sé con qué finalidad. Debieran también las actrices levantar algo la voz. Si a mí, en la fila 7, ya me costaba oírlas bien, no quiero pensar qué oirían en la fila 15 o en el anfiteatro. No ayudaba tampoco, el solapamiento de registros sonoros pregrabados, como en la escena del linchamiento de la hija de la Librada, donde no se puede oír la defensa, tan importante en la obra, que hace Adela de la libertad de la malaventurada. Hubo también errores en algunos parlamentos y olvidos muy evidentes.

Así pues, no hubo catarsis lorquiana. Porque si Bernarda tiene cara de leoparda, ésta ni muerde ni espanta los corazones.

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