lunes, 20 de junio de 2022

576. 'La muerte y la doncella'

 


Resulta difícil expresar con palabras la sobrecogedora belleza de La muerte y la doncella, la adaptación para la danza del famoso cuarteto para cuerda de Schubert a cargo de la coreógrafa Asun Noales. Y esta impotencia, que procede además de alguien que usa la palabra para su oficio y para su pasión, quizás constituya en último término una revelación, que es a la vez una cura de humildad. Demuestra, entre otras cosas, cuán prescindibles son las palabras cuando la belleza cobra carta de naturaleza sin mimbres materiales que la sustenten; cuando aquella se enseñorea ella sola, usando únicamente la excelsitud de su propia majestad. Se podrá argumentar que en el montaje de Asun Noales son los cuerpos de los bailarines los que corporeizan esa abstracción que llamamos Belleza, pero después de asistir hipnotizado y transido de emoción al espectáculo, estoy seguro de que los bailarines danzaban al dictado de una esencia superior, como los profetas dicen que escribían al dictado de la divinidad. La gracilidad, todo un dechado de técnica y elegancia, de los bailarines, que parecen suspendidos en el espacio, parece contribuir a esta idea.

La pieza de Schubert, como se sabe, está basada en un lied cuyo tema es la inminencia de la muerte de una joven y sus tribulaciones ante el fatal e injusto desenlace. Durante la escena inicial, la muerte aparece con traje oscuro, y sus contorsiones, llenas de bruscas y descoyuntadas sacudidas –la mueca de la muerte hecha movimiento– parecen remitir a algún tipo de ancestral ritual de apareamiento en el que la muerte seduce a la muchacha. He aquí uno de los rasgos más notorios del montaje: esa suerte de voluptuosidad erótica que vincula a la muerte y a la doncella en un baile concupiscente, casi lascivo, donde Eros y Tánatos danzan con la ambigüedad de quienes se sienten opuestos e iguales a la vez,  herencia de la estética decadentista de principios del siglo XX. La escena termina con la muerte arrastrando a la muchacha hacia esa rendija del muro del atrezo detrás de cuyo angosto hueco queda la joven fagocitada. El citado muro, que cumple una función capital en el montaje, es uno de los grandes aciertos. De sus ventanas, a modo de nichos, surgen piernas y brazos, se deslizan sinuosos cuerpos desnudos (siempre se está desnudo ante la muerte) y en esas transiciones moribundas parece cifrarse una lucha desesperada por alcanzar la luz que el muro niega, al igual que la muchacha en su danza, busca con su mano la parte alta del muro. En la siguiente escena, la doncella baila con dos bailarines vestidos de blanco –la vida que trata de rescatarla, infundiéndole el apego a la existencia– pero pronto aparece la muerte, esta vez en forma femenina, que con porte altivo y atuendo aristocrático seduce también a los dos bailarines hasta tornar sus trajes oscuros, merced a un dominio portentoso de la iluminación. Entretanto, una música cercana a la sicodelia, entre la que se oye el sonido de una respiración entrecortada que anticipa los estertores y unos roncos jadeos, contribuye al crescendo de la tragedia, mientras se adivinan algunos acordes, en segundo plano, de la pieza de Schubert. Pronto se desencadena un baile vertiginoso, reformulación de las danzas de la muerte medievales, y la muchacha y la albura de su vestido, parecen por momentos entrar en simbiosis con la oscuridad. Desde lo alto del muro, la misma muchacha desdoblada observa su destino, como aquel don Félix de El estudiante de Salamanca que asistió a su propio entierro. En mitad de la vorágine, los danzantes escriben con tiza en la pared del muro y llenan de palabras metafísicas su superficie, o colocan sus brazos a modo de manecillas del reloj, recordando la fugacidad del tiempo y su compás implacable. Cuando se adivina el clímax, sin embargo, la muerte de la muchacha se produce serena en un baile romántico que no alimenta morbo alguno ni carga las tintas en lo escabroso, y la muerte y la doncella desaparecen lentamente tras el muro, como todos haremos ese día en el que se conjugarán, como en la obra, esa inexplicable y perturbadora danza donde se mezcla lo más terrible y lo más bello de nuestra condición.

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