martes, 30 de mayo de 2023

610. Que c'est triste Venise

 


Llevo varios días tarareando esa vieja canción de Charles Aznavour que tanto me gusta, exactamente los mismos días que me ha durado la lectura de La belleza debe morir, el debut como novelista de Mercedes Corbillón. Y, aunque los amantes de esta novela no han estado nunca juntos en Venecia, la autora ha conseguido solapar su historia de amor con el invierno decadente de la ciudad de los canales, como si esa Venecia fría y desolada en mitad de toda su belleza constituyese el trasunto del amor fracasado.

La novela narra la historia de dos amantes, una mujer madura y desprejuiciada, y un hombre casado, y de sus encuentros furtivos y apasionados. La autora nos habla desde el presente, a través de una suerte de memorias que escribe en un cuaderno durante su estancia en Venecia, a donde ha acudido de vacaciones con su madre. El destinatario del cuaderno es el propio amante, transcurridos ya unos meses desde la ruptura. La estructura de la novela se cimenta a través de la alternancia de la experiencia de la protagonista en Venecia y la rememoración propiamente dicha de la historia de amor. Aunque ambos segmentos parezcan a veces diluirse en uno solo, lo cierto es que las estampas venecianas sirven de contrafuertes sobre los que descargar el peso emocional de la parte evocadora. Incluso la autora misma, consciente del peligro de no sujetar la brida de la carga sentimental, introduce numerosos anticlímax, en ocasiones autoparódicos, que tratan de reírse de algunos accesos de sensibilidad exacerbada, lo que otorga frescura al texto y evita la cursilería. Uno de los méritos de la novela, aparte del mencionado, es el especial uso del lenguaje. Hay en el fraseo continuos hallazgos poéticos, algunos de ellos sugestivos y originales que tienen como virtud reciclar materiales de la cotidianidad para ponerlos al servicio de sus emociones íntimas en forma de metáfora. El mismo recurso se lleva a cabo a través de las numerosas referencias culturales que la autora trata de emparentar con sus sentimientos, construyendo así un interesante diálogo entre la cultura literaria, cinematográfica, musical o de otras parcelas del arte, y sus vicisitudes amorosas.

El otro gran acierto de la novela es la caracterización de los personajes, especialmente el de su protagonista. Es fácil sentirse seducido por estar mujer culta, que practica una lascivia elegante y refinada, casi dieciochesca, y que relata de forma absolutamente desacomplejada su colección de amantes, la conciencia de su feminidad y del poder de atracción que como mujer ejerce sobre los hombres, su libertad erótica, abierta y alejada de los convencionalismos, romantizada y visceralmente sexual. Entrañable es el personaje de la madre, con quien la protagonista establece durante su estancia en Venecia una relación que no tiene poco de reparación. Y hasta los personajes más secundarios, adquieren un interés especial, como la esposa del amante, apenas esbozada y, por eso mismo sugestiva en sus elipsis.

 Los espacios tienen también su importancia, incluso aquellos de menos relumbrón que los de Venecia, como el hotel de polígono donde se citan los amantes y cuya habitación, como en la canción de Gino Paoli, puede representar el infinito.

Por lo demás, la novela es todo un tratado de las contradicciones del amor: las ataduras de las convenciones; el conflicto entre placer y compromiso; el vacío y la soledad tras la entrega; las necesidades del cuerpo y las del corazón; la frustración tras la pérdida; los celos; la desubicación; la supuesta y prejuiciosa extemporaneidad del amor maduro y un largo etcétera del que el lector podrá dar buena cuenta si se detiene en las reflexiones que trufan cada pasaje del libro.

Suena Charles Aznavour en la web de Youtube que me acompaña ahora mismo mientras termino esta reseña. La novela de Mercedes reposa ya, concluida su lectura, sobre mi escritorio. Y parece el pecio de una góndola a la deriva en una Venecia sin enamorados.

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