lunes, 16 de septiembre de 2024

661. Los inicios del Padre Brown



 

Se cumplen en este 2024 los 150 años del nacimiento de Gilbert Keith Chesterton. Como la efeméride es natalicia, repararemos también en los inicios de uno de los personajes más emblemáticos del escritor, filósofo y periodista británico: su entrañable Padre Brown. 

La primera vez que el famoso detective aparece en la obra de Chesterton es en su libro de relatos The Innocence of Father Brown, editado en 1911 por Miss D. E. Collins, y traducido en España, creo que acertadamente dada su posible ambigüedad semántica, como El candor del Padre Brown. En efecto, los doce relatos que conforman el libro los protagoniza este párroco rechoncho y aparentemente insignificante, «casi ridículo de puro candoroso», al decir de la contraportada de la edición de Anaya que hemos manejado, y que, sin embargo, es capaz de calar con precisión de escalpelo, las debilidades y contradicciones de la naturaleza humana.

 Inspirado en su amigo, el Padre John O’Connor, nuestro personaje se estrena en el relato «La cruz azul», ayudando casi accidentalmente al ilustre inspector de la policía parisina, Valentin, obsesionado por capturar a uno de los ladrones más escurridizos del continente, de nombre Flambeau, hecho que no llega a producirse. A partir de este momento, el lector cree ya configurado el típico binomio detectivesco, a la manera de Holmes y Watson. Nada más lejos de la realidad, pues en «El jardín secreto», es el propio Padre Brown quien desenmascara al asesino del relato en cuestión que, sorprendentemente no es otro que el propio Valentin. Más tarde, veremos a un redimido Flambeau acompañando al Padre Brown en sus vicisitudes. Quizás de forma algo maniquea, Chesterton, convertido al catolicismo y férreo defensor de las bondades de su fe, elimina a Valentin de la ecuación, pues este, desde un cientifismo radical, abomina de la religión por considerarla oscurantista.

De los relatos de Chesterton, sorprenden los vericuetos impredecibles de los razonamientos del Padre Brown para desvelar los misteriosos crímenes, que apelan a un impecable sentido de la lógica pero también a la intuición que nace de quien conoce bien las miserias y demonios del alma. En algunos relatos, como «El martillo de Dios», uno de mis favoritos, la trama casi es lo de menos al lado de la lección humana, tan edificante, que allí se dilucida. Otros relatos incluyen atmósferas románticas y casi místicas como en «La honradez de Israel Gow», ambientada en la telúrica Escocia.

El rasgo más característico del Padre Brown es su función redentora o encauzadora de los delincuentes a los que descubre. En varias ocasiones, los deja marchar después de mantener con ellos una charla confidencial cuyo contenido es vetado incluso al propio lector. Es así como enderezó la vida de Flambeau.

Por lo demás, destaca el estilo del narrador, tras el que se esconde, sin complejos, el propio Chesterton. Su mirada afilada, irónica, sutilísima, con un humor fino e inteligente, siempre del lado del débil, y muy crítica con las clases pudientes, destila la realidad moral y social de su época para conformar un corpus ético muy definido donde sobresalen triunfantes virtudes como la bondad o la indulgencia del error que no permiten al autor juzgar o condenar a las personas. Una lección que conviene no olvidar en este tiempo nuestro de inquisidores prestos siempre a la lapidación.




lunes, 9 de septiembre de 2024

660. Escribir entre las ruinas

 



Uno de los grandes riesgos de la literatura memorialística es que las vicisitudes o reflexiones que en ella se narren no le importen a nadie. Tal vez despierte el interés, algo morboso, de los allegados del escritor o, si se trata de una figura mediática, el de todos aquellos que se acerquen al libro con la curiosidad malsana del voyeur del papel cuché. Pero todos tenemos una vida, en lo esencial más o menos parecida a la del común de los mortales, hecho que nos hace preguntarnos por qué la existencia ajena merece, más que la nuestra, ser exhibida en la nobleza de la letra de molde. Para que este género albergue algún tipo de provecho, es necesario que el autor sea capaz de trascender el anecdotario personal para que cualquier lector pueda sentirse interpelado por la verdad y la universalidad que se infiere del suceso individual que allí se cuenta, hasta olvidarse incluso de la persona que existe detrás de esas páginas. Creo que Teoría general del abandono, de Miguel Pardeza, cumple honestamente con esa premisa. Y digo «honestamente» porque Pardeza podría haber aprovechado su popularidad como futbolista de élite para obtener un rédito fácil, pero en las escasas 126 páginas de su libro, la alusión al fútbol es extremadamente marginal.

Teoría general del abandono (Newcastle, 2024) consta de 20 píldoras literarias que ponen algo de orden en la septicemia nostálgica del autor, sanándolo de algún modo en el ejercicio de su balance. Pero merced a esa necesidad particular, el lector podrá enriquecerse con el pintoresquismo de una época, mayoritariamente la década de los 70, que nos permite adentrarnos en la vida de las pensiones madrileñas, las noches de Malasaña, el despertar sexual o el servicio militar. De los breves artículos, destacan por su naturaleza redentora, los dedicados a la cultura: las colecciones de álbumes, el deslumbramiento de los cómics, la cámara del tesoro que es siempre la Cuesta de Moyano, la estampa costumbrista y melancólica de los kioscos, la ensoñación del cine y su paulatino desencanto, su amor por las lenguas clásicas, o su pasajera obsesión por los autores de la bohemia española (no olvidemos que Pardeza es autor de tres ediciones antológicas de las colaboraciones en prensa de González Ruano), que le llevó a la compra compulsiva de los títulos de aquellos autores proscritos que con tanto magisterio narrativo evocó Juan Manuel de Prada en La máscara del héroe y que, a riesgo de equivocarme, parece haber sido la espoleta de Pardeza para su rastreo malditista, a tenor de la nómina citada por el escritor onubense. Esta predilección transitoria por los escritores de la bohemia no es baladí, pues entronca con una suerte de filosofía del perdedor con que Pardeza, desde el mismo título, parece emparentar. Sus coqueteos con el existencialismo, aunque con la posterior decepción respecto a los modelos de vida de Simone de Beauvoir y de Sartre, así como sus experiencias con las terapias del psicoanálisis, su relación conflictiva con la bebida y la futilidad de las amistades, conforman una personalidad abocada al descreimiento y a cierta misantropía que le impiden una comunión plena con el mundo en el que vive, cada vez menos suyo, y del que solo le salva su relación con la literatura. La prosa de Pardeza, elegante y a ratos irónica, desprende ese halo de lipemanía, que convierte sus páginas en una amarga asunción del tiempo, de sus renuncias y de sus pérdidas inevitables, y testimonia la vulnerabilidad y fragilidad de las cosas que creíamos sólidas y de lo inane que es a veces este oficio absurdo de vivir.