lunes, 9 de septiembre de 2024

660. Escribir entre las ruinas

 



Uno de los grandes riesgos de la literatura memorialística es que las vicisitudes o reflexiones que en ella se narren no le importen a nadie. Tal vez despierte el interés, algo morboso, de los allegados del escritor o, si se trata de una figura mediática, el de todos aquellos que se acerquen al libro con la curiosidad malsana del voyeur del papel cuché. Pero todos tenemos una vida, en lo esencial más o menos parecida a la del común de los mortales, hecho que nos hace preguntarnos por qué la existencia ajena merece, más que la nuestra, ser exhibida en la nobleza de la letra de molde. Para que este género albergue algún tipo de provecho, es necesario que el autor sea capaz de trascender el anecdotario personal para que cualquier lector pueda sentirse interpelado por la verdad y la universalidad que se infiere del suceso individual que allí se cuenta, hasta olvidarse incluso de la persona que existe detrás de esas páginas. Creo que Teoría general del abandono, de Miguel Pardeza, cumple honestamente con esa premisa. Y digo «honestamente» porque Pardeza podría haber aprovechado su popularidad como futbolista de élite para obtener un rédito fácil, pero en las escasas 126 páginas de su libro, la alusión al fútbol es extremadamente marginal.

Teoría general del abandono (Newcastle, 2024) consta de 20 píldoras literarias que ponen algo de orden en la septicemia nostálgica del autor, sanándolo de algún modo en el ejercicio de su balance. Pero merced a esa necesidad particular, el lector podrá enriquecerse con el pintoresquismo de una época, mayoritariamente la década de los 70, que nos permite adentrarnos en la vida de las pensiones madrileñas, las noches de Malasaña, el despertar sexual o el servicio militar. De los breves artículos, destacan por su naturaleza redentora, los dedicados a la cultura: las colecciones de álbumes, el deslumbramiento de los cómics, la cámara del tesoro que es siempre la Cuesta de Moyano, la estampa costumbrista y melancólica de los kioscos, la ensoñación del cine y su paulatino desencanto, su amor por las lenguas clásicas, o su pasajera obsesión por los autores de la bohemia española (no olvidemos que Pardeza es autor de tres ediciones antológicas de las colaboraciones en prensa de González Ruano), que le llevó a la compra compulsiva de los títulos de aquellos autores proscritos que con tanto magisterio narrativo evocó Juan Manuel de Prada en La máscara del héroe y que, a riesgo de equivocarme, parece haber sido la espoleta de Pardeza para su rastreo malditista, a tenor de la nómina citada por el escritor onubense. Esta predilección transitoria por los escritores de la bohemia no es baladí, pues entronca con una suerte de filosofía del perdedor con que Pardeza, desde el mismo título, parece emparentar. Sus coqueteos con el existencialismo, aunque con la posterior decepción respecto a los modelos de vida de Simone de Beauvoir y de Sartre, así como sus experiencias con las terapias del psicoanálisis, su relación conflictiva con la bebida y la futilidad de las amistades, conforman una personalidad abocada al descreimiento y a cierta misantropía que le impiden una comunión plena con el mundo en el que vive, cada vez menos suyo, y del que solo le salva su relación con la literatura. La prosa de Pardeza, elegante y a ratos irónica, desprende ese halo de lipemanía, que convierte sus páginas en una amarga asunción del tiempo, de sus renuncias y de sus pérdidas inevitables, y testimonia la vulnerabilidad y fragilidad de las cosas que creíamos sólidas y de lo inane que es a veces este oficio absurdo de vivir.

 

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