lunes, 28 de octubre de 2024

666. Árida, distrito de Comala



 

Existen libros que solamente pueden escribirse en una suerte de estado de gracia. La última novela de Antonio Tocornal es uno de ellos. No es que quiera rescatar ahora el viejo mito romántico de la escritura en trance al dictado de las musas, no: en la prosa del autor gaditano hay, ante todo, mucho talento, mucho trabajo y un admirable ejercicio de orfebrería lingüística. Pero es verdad que, para escribir un libro como este, el escritor debe vivir en un especial estado de disposición espiritual.

Árida, publicada por Ediciones Traspiés y galardonada con el I Premio Internacional de Novela Corta Francisco Ayala, engrosa la excelsa nómina de títulos premiados con los que Tocornal viene deleitándonos desde 2018. Alejado de los circuitos comerciales, Tocornal se ha granjeado una legión de lectores incondicionales que lo han convertido en figura de culto, sobre todo desde la aparición en 2020 de Bajamares, cuya forma y fondo entroncan con la novela que hoy nos ocupa.

Tal vez lo menos importante de Árida sea la trama argumental. Se trata, más bien, de una novela de atmósfera. Efectivamente, el destino de sus personajes es desvelado desde la misma contraportada: todos ellos están muertos y se dirigen a Árida, un territorio a medio camino entre la vida y la muerte, custodiado por su única habitante, La Guardesa, encargada de recibir al luctuoso peregrino. Todos ellos, hasta un total de cinco, cargan con algún tipo de mochila experiencial, que es quizás el único atisbo argumental de la novela. Durante el camino, como diría Lorca, los peregrinos van acostumbrándose a su muerte, hasta tomar conciencia de ella, en una transición plácida y serena. Ninguno de ellos tiene nombre, y el autor nos los da a conocer a través de la antonomasia. Así, además, de La Guardesa, están El Caminante del Reloj de Arena, El Arriero, El Soldado, La Niña del Calero y La Fugitiva, como si fueran figuras de una especie de tarot literario y sus pensamientos, la cartomancia de un futuro ya decidido. La ausencia de nombres, por otro lado, constituye un sugestivo trasunto de la pérdida de la individualidad (mero accidente) ante la universalidad de la muerte.

Árida se incorpora de este modo a todo ese repertorio clásico de territorios míticos, como Macondo, Santa María o Yoknapatawpha, aunque la verdadera deuda del libro se haya contraído con la Comala de Juan Rulfo en Pedro Páramo. Esta ascendencia literaria no es ocultada por el autor, que reconoce su influencia en las citas iniciales de la novela.

Los primeros lectores de Árida han intentado ofrecer algunas interpretaciones sobre este espacio onírico. Concebida primero como una aldea próspera, acaba por convertirse en un secarral sin vida donde hasta los pájaros desaparecen. Ello ha dado lugar a exégesis simbólicas que van desde la alerta sobre el cambio climático, pasando por la denuncia al fenómeno del caciquismo, hasta llegar al asunto de la despoblación rural. Todas esas lecturas, aunque legítimas, no estuvieron nunca en la intención de Tocornal, como se encargó él mismo de recordarnos durante su presentación en Alicante.

El estilo envolvente de la prosa, sus figuras recurrentes, el ritmo, cercano a la letanía gracias al frecuente uso del polisíndeton, y ciertas notas de surrealismo otorgan una solemnidad procesional, muy a propósito para el tono fúnebre del libro. La precisión léxica, el lirismo cruel, la crudeza naturalista y la profunda humanidad con que Tocornal aborda la vulnerabilidad de sus personajes, completan este espejo barroco, tras cuyo azogue nos sentimos interpelados, pues todos, desde el momento de nacer, emprendimos nuestro inevitable viaje a Árida.

No hay comentarios: