Existen libros que
solamente pueden escribirse en una suerte de estado de gracia. La última novela
de Antonio Tocornal es uno de ellos. No es que quiera rescatar ahora el viejo
mito romántico de la escritura en trance al dictado de las musas, no: en la prosa
del autor gaditano hay, ante todo, mucho talento, mucho trabajo y un admirable
ejercicio de orfebrería lingüística. Pero es verdad que, para escribir un libro
como este, el escritor debe vivir en un especial estado de disposición
espiritual.
Árida, publicada
por Ediciones Traspiés y galardonada con el I Premio Internacional de Novela
Corta Francisco Ayala, engrosa la excelsa nómina de títulos premiados con los
que Tocornal viene deleitándonos desde 2018. Alejado de los circuitos
comerciales, Tocornal se ha granjeado una legión de lectores incondicionales
que lo han convertido en figura de culto, sobre todo desde la aparición en 2020
de Bajamares, cuya forma y fondo
entroncan con la novela que hoy nos ocupa.
Tal vez lo menos
importante de Árida sea la trama
argumental. Se trata, más bien, de una novela de atmósfera. Efectivamente, el
destino de sus personajes es desvelado desde la misma contraportada: todos
ellos están muertos y se dirigen a Árida, un territorio a medio camino entre la
vida y la muerte, custodiado por su única habitante, La Guardesa, encargada de
recibir al luctuoso peregrino. Todos ellos, hasta un total de cinco, cargan con
algún tipo de mochila experiencial, que es quizás el único atisbo argumental de
la novela. Durante el camino, como diría Lorca, los peregrinos van
acostumbrándose a su muerte, hasta tomar conciencia de ella, en una transición
plácida y serena. Ninguno de ellos tiene nombre, y el autor nos los da a
conocer a través de la antonomasia. Así, además, de La Guardesa, están El
Caminante del Reloj de Arena, El Arriero, El Soldado, La Niña del Calero y La
Fugitiva, como si fueran figuras de una especie de tarot literario y sus
pensamientos, la cartomancia de un futuro ya decidido. La ausencia de nombres,
por otro lado, constituye un sugestivo trasunto de la pérdida de la
individualidad (mero accidente) ante la universalidad de la muerte.
Árida se incorpora
de este modo a todo ese repertorio clásico de territorios míticos, como
Macondo, Santa María o Yoknapatawpha, aunque la verdadera deuda del libro se
haya contraído con la Comala de Juan Rulfo en Pedro Páramo. Esta ascendencia literaria no es ocultada por el
autor, que reconoce su influencia en las citas iniciales de la novela.
Los primeros
lectores de Árida han intentado
ofrecer algunas interpretaciones sobre este espacio onírico. Concebida primero
como una aldea próspera, acaba por convertirse en un secarral sin vida donde
hasta los pájaros desaparecen. Ello ha dado lugar a exégesis simbólicas que van
desde la alerta sobre el cambio climático, pasando por la denuncia al fenómeno
del caciquismo, hasta llegar al asunto de la despoblación rural. Todas esas
lecturas, aunque legítimas, no estuvieron nunca en la intención de Tocornal,
como se encargó él mismo de recordarnos durante su presentación en Alicante.
El estilo
envolvente de la prosa, sus figuras recurrentes, el ritmo, cercano a la letanía
gracias al frecuente uso del polisíndeton, y ciertas notas de surrealismo
otorgan una solemnidad procesional, muy a propósito para el tono fúnebre del
libro. La precisión léxica, el lirismo cruel, la crudeza naturalista y la
profunda humanidad con que Tocornal aborda la vulnerabilidad de sus personajes,
completan este espejo barroco, tras cuyo azogue nos sentimos interpelados, pues
todos, desde el momento de nacer, emprendimos nuestro inevitable viaje a Árida.
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