Angus White, uno de
los personajes más inolvidables de Minimosca
(Candaya), debe seguir las coordenadas que figuran en un papel en el
interior de su bolsillo para cerrar el círculo de unas de las innumerables
historias que convergen en esta suerte de supranovela con la que Gustavo
Faverón Patriau lleva al límite las posibilidades del género con descomunal
magisterio. En realidad, toda la novela es una gigantesca coordenada literaria
donde el lector –su caminante– debe estar atento a las voces narrativas, a los
géneros discursivos y al perspectivismo de reminiscencias cubistas con las que
el autor peruano va armando su universo. Pero Faverón deja sus migas de pan y
las últimas doscientas páginas del libro resultan apasionantes cuando se van
ensamblando los frentes abiertos, algunos de ellos con sorpresas absolutamente sobrecogedoras.
La estructura es, pues, un personaje más de la novela que trasciende el juego
literario para representar la extrañeza y desorientación de sus protagonistas
ante un mundo hostil donde la violencia se ha enseñoreado de su cotidianidad.
Es aquel «laberinto de errores» del que hablaba Pleberio en su famoso planto en
La Celestina. Del mismo modo, la
asunción natural de los personajes ante hechos insólitos o paranormales que van
motejando la narración redundan en esa visión extrañada de la vida que
entronca, siempre a su manera, con el surrealismo y el realismo mágico. Así,
las moscas con rostros de músicos barrocos; el personaje al que se le aparece
el urinario de Duchamp cuando desea orinar; o los combates de boxeo que gana
Arturo Valladares recitándoles al oído a sus contrincantes versos de Vallejo.
Con todo, el tema
principal de la novela es la violencia, especialmente la violencia de los
padres hacia sus hijos, aunque Faverón traza también una panorámica del mundo
contemporáneo donde se destacan, solo como telón de fondo, algunos de los
conflictos con que ha tenido que lidiar la humanidad durante la última
centuria. Sus personajes principales, provistos de una fragilidad conmovedora,
son seres frágiles y desnortados y, en la búsqueda de sí mismos para la
redención de su angustia o de su dolor heredado adoptan a veces duplicidades
identitarias, otro de los grandes instrumentos recurrentes del libro. En esa
misma línea operan los abundantes apócrifos, de influencia borgiana, que juegan
con las vidas de celebridades como Duchamp, Stephen King o el Che Guevara.
Entre estos apócrifos destaca antonomásicamente Matilde Urbach, personaje
creado por Borges a quien Juan Bonilla dio en su día carta de naturaleza, lo
que demuestra que todo lo que reside en literatura, sea ficción o no, existe
porque existe en la literatura. Son también importantes los personajes
secundarios, muchos de ellos ciegos, que parecen asumir alguna suerte de
función oracular.
Minimosca es,
también, un compendio gozoso de arte, literatura y metaliteratura. Especial
relevancia tienen la presencia de la poesía de Vallejo o el cine de Andonov, no
como meras referencias culturalistas sino como elementos nucleares en la
construcción de la trama.
Finalmente, el
humor ejerce su contrapeso entre las vidas desgraciadas de los personajes y
crean necesarios anticlímax mediante el uso de juegos de palabras, divertidas
situaciones absurdas o críticas aceradas e irónicas.
Es imposible
compendiar el valor de Minimosca en
la escueta columna de un periódico. Su inagotabilidad daría para un estudio
profundo que –estoy seguro– verterá sobre el mundo académico todo un entusiasta
reguero ensayístico. Baste ahora decir que Faverón es ya un clásico de la
literatura en español y que la portentosa Minimosca
constituye una experiencia lectora difícil de olvidar.
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