«Inmortalizar a
alguien es siempre un infinito acto de amor», dice Marta Sanz en uno de los
capítulos de su nuevo libro. Y efectivamente, quizás Los íntimos sea, ante todo, un precioso homenaje a quienes han
nutrido de afectos, complicidades y camaradería la memoria literaria de nuestra
autora. También hay cabida para algún ajuste de cuentas, aunque esgrimido con
moderada acritud, pues nobleza obliga. Editores, agentes literarios, compañeros
de profesión, críticos, dinamizadores culturales, libreros y, en definitiva,
toda esa constelación que motea el universo de la literatura desfilan por unas
páginas aderezadas de un sabroso anecdotario que revela las tripas del
mundillo. Al concluir el libro, creí necesaria la incorporación de un índice
onomástico que facilitara la localización de las decenas de nombres que en él
aparecen, pero luego pensé que los índices onomásticos parecen estáticos nichos
de cementerio y que no le haría justicia a los allí mencionados. Porque los
nombres de estas memorias «del pan y las rosas» hablan y ríen y lloran y gastan
bromas y aconsejan y ayudan y viajan y aman y viven y no merecen una lista
onomástica.
Junto a ese
luminoso registro de experiencias compartidas, Marta Sanz reflexiona también,
en un valiente y ejemplar ejercicio de honestidad, sobre la relación con su
propia escritura. Es la Marta más combativa y, a la vez, las más vulnerable y
desencantada. Aquella que defiende su derecho a las metáforas, a la alusión
culturalista y al estilo elaborado sin que eso deba entrar en conflicto con
cierto clasismo procedente de los paladines de la conciencia de clase, que
podrían llamarla «”traidora” por escribir palabras que no todo el mundo
entiende» mientras «la población semialfabetizada […] cada vez cuenta con menos
herramientas, por cierto, para hacer la revolución». Una escritora que se
revuelve contra la sobriedad, porque «menos es menos», y que observa,
angustiada, cómo poco a poco va desapareciendo «esa comunidad lectora con la
que aún nos podemos entender»: «este libro se escribe para los lectores que aún
leen como yo he leído». El libro es, pues, un alegato que llama a la
resistencia, a la manera en que Fernando Royuela preserva la literatura de
cualquier relación mercantilista. Pero junto a ese ideal, Marta Sanz reivindica
también su derecho a poder ganarse la vida con su oficio sin renunciar a la
coherencia personal, aunque sea consciente de que ese riesgo puede llevarla a
la autodestrucción o a la renuncia de sus «aspiraciones aristocráticas»
literarias. La vicisitud comercial, sin embargo, se incrusta a veces en el
lenguaje. La autora cuenta, por ejemplo, cómo en La lección de anatomía escamoteó la parte artística de su libro por
temor a que la acusaran de elitista. Luego se resarció en Black, black, black, escribiendo una novela negra que trataba,
entre otras cosas, de dignificar el género, superando los leit motiv de su adocenamiento.
He aquí otro
aspecto a reseñar de Los íntimos: el
análisis de la intrahistoria de muchas de las obras de Marta Sanz, que
permitirá a los lectores leales de la autora ampliar el prisma de aquellas
lecturas.
Los íntimos,
además, nos ofrece el retrato de una escritora humana, lejos de las torres de
marfil, angustiada por los rechazos editoriales, por el miedo a las reseñas
negativas o condescendientes, sensible a la culpabilidad autobiográfica
inoculada por el gurú de turno, exultante ante cualquier buena noticia sobre
sus libros, como si fuera todavía una escritora novel, resignada a recorrerse
media España para agotar sus ediciones de escritora desterrada del bestsellerismo por las mesnadas de
lectores cobardes. Y, sin embargo, hasta los autores comerciales consagrados
«andan buscando otro tipo de legitimación». Esa de la que Marta sí goza desde
hace ya muchos años y que timbra el blasón de la literatura que nunca muere.
Como no mueren el pan y las rosas.
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