lunes, 20 de enero de 2025

675. La mujer que ama las palabras

 


«Inmortalizar a alguien es siempre un infinito acto de amor», dice Marta Sanz en uno de los capítulos de su nuevo libro. Y efectivamente, quizás Los íntimos sea, ante todo, un precioso homenaje a quienes han nutrido de afectos, complicidades y camaradería la memoria literaria de nuestra autora. También hay cabida para algún ajuste de cuentas, aunque esgrimido con moderada acritud, pues nobleza obliga. Editores, agentes literarios, compañeros de profesión, críticos, dinamizadores culturales, libreros y, en definitiva, toda esa constelación que motea el universo de la literatura desfilan por unas páginas aderezadas de un sabroso anecdotario que revela las tripas del mundillo. Al concluir el libro, creí necesaria la incorporación de un índice onomástico que facilitara la localización de las decenas de nombres que en él aparecen, pero luego pensé que los índices onomásticos parecen estáticos nichos de cementerio y que no le haría justicia a los allí mencionados. Porque los nombres de estas memorias «del pan y las rosas» hablan y ríen y lloran y gastan bromas y aconsejan y ayudan y viajan y aman y viven y no merecen una lista onomástica.

Junto a ese luminoso registro de experiencias compartidas, Marta Sanz reflexiona también, en un valiente y ejemplar ejercicio de honestidad, sobre la relación con su propia escritura. Es la Marta más combativa y, a la vez, las más vulnerable y desencantada. Aquella que defiende su derecho a las metáforas, a la alusión culturalista y al estilo elaborado sin que eso deba entrar en conflicto con cierto clasismo procedente de los paladines de la conciencia de clase, que podrían llamarla «”traidora” por escribir palabras que no todo el mundo entiende» mientras «la población semialfabetizada […] cada vez cuenta con menos herramientas, por cierto, para hacer la revolución». Una escritora que se revuelve contra la sobriedad, porque «menos es menos», y que observa, angustiada, cómo poco a poco va desapareciendo «esa comunidad lectora con la que aún nos podemos entender»: «este libro se escribe para los lectores que aún leen como yo he leído». El libro es, pues, un alegato que llama a la resistencia, a la manera en que Fernando Royuela preserva la literatura de cualquier relación mercantilista. Pero junto a ese ideal, Marta Sanz reivindica también su derecho a poder ganarse la vida con su oficio sin renunciar a la coherencia personal, aunque sea consciente de que ese riesgo puede llevarla a la autodestrucción o a la renuncia de sus «aspiraciones aristocráticas» literarias. La vicisitud comercial, sin embargo, se incrusta a veces en el lenguaje. La autora cuenta, por ejemplo, cómo en La lección de anatomía escamoteó la parte artística de su libro por temor a que la acusaran de elitista. Luego se resarció en Black, black, black, escribiendo una novela negra que trataba, entre otras cosas, de dignificar el género, superando los leit motiv de su adocenamiento.

He aquí otro aspecto a reseñar de Los íntimos: el análisis de la intrahistoria de muchas de las obras de Marta Sanz, que permitirá a los lectores leales de la autora ampliar el prisma de aquellas lecturas.

Los íntimos, además, nos ofrece el retrato de una escritora humana, lejos de las torres de marfil, angustiada por los rechazos editoriales, por el miedo a las reseñas negativas o condescendientes, sensible a la culpabilidad autobiográfica inoculada por el gurú de turno, exultante ante cualquier buena noticia sobre sus libros, como si fuera todavía una escritora novel, resignada a recorrerse media España para agotar sus ediciones de escritora desterrada del bestsellerismo por las mesnadas de lectores cobardes. Y, sin embargo, hasta los autores comerciales consagrados «andan buscando otro tipo de legitimación». Esa de la que Marta sí goza desde hace ya muchos años y que timbra el blasón de la literatura que nunca muere. Como no mueren el pan y las rosas.

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