Siempre he sentido cierta fascinación por aquellas
figuras literarias cuyas vidas podrían enmarcarse en eso que algunos han dado
en llamar la épica del perdedor. Semblanzas que se pierden entre los recovecos
de las hemerotecas y de los archivos provinciales, y que, durante el tiempo que
les tocó vivir, encarnaron a seres humanos que albergaron la esperanza –siempre
frustrada– de descollar entre las virutas que dejó la máquina de la Historia, esa que tritura las ilusiones y las aspiraciones de la mayoría de artistas. Quizás por
ello me cautivara tanto en su día la maravillosa lectura de Las máscaras del héroe, de Juan Manuel
de Prada.
Como ando metido este año en los homenajes a Maria
Beneyto, me he topado casualmente con una de esas siluetas emborronadas por el
tiempo: la sombra de Vicente Beneyto, el padre de la escritora valenciana. Y su
evocación no puede ser más desoladora. Por lo que cuenta Maria en sus novelas,
especialmente en Antigua patria,
Vicente Beneyto se trasladó con toda su familia a Madrid con el fin de medrar
como dramaturgo en la capital. La posibilidad del estreno, siempre en el
horizonte con su promesa auroral, nunca llegó a materializarse, algunas veces
por pura mala suerte y otras por la desidia o la falta de compromiso de los
productores. Vicente, que aspiraba a conquistar las tablas madrileñas, igual
que había hecho Carlos Arniches, le reprochaba al autor alicantino la impostura
de sus tipos matritenses, que en nada se parecían a los que él mismo había conocido
entre la penuria de su vida en la capital. En Regreso a la ciudad del mar, Maria Beneyto rescata los títulos de
las obras de su padre que nunca vieron la luz. Enumerarlas ahora, aquí, entre
la tinta de un papel de periódico y a la luz pública, no deja de causarme el
vértigo que suele producir todo acto de justicia poética: La piara, Una mujer de Provenza,
El desertor, Mujeres de Roma.
Para esta última, una divertida opereta, llegó a componer la música el
alicantino Rafael
Rodríguez Albert, Premio Nacional de Música en 1952 y 1961 por su Cuarteto
en Re Mayor y por su obra sinfónica Fantasía en tríptico sobre un
drama de Lope, respectivamente. Ciego desde los ocho años y gran amigo de
Gabriel Miró, Rafael Rodríguez escribió otras obras basadas en las novelas de
su paisano, y, en 1976 fue Premio Nacional con La Antequeruela,
para música de cámara. No sé si mucha gente recuerda ya a Rafael Rodríguez
Albert. ¿Otra sombra del tiempo? El caso es que tampoco la opereta de Beneyto,
que contaba con el concurso de tan gran maestro musical, pudo ver la luz. Ni
siquiera disponemos de los textos de estas obras, dadas al fuego, con toda la
documentación de Vicente, por considerarse comprometedoras al final de la
Guerra Civil. No olvidemos que Vicente Beneyto le escribía los discursos a Molina
Conejero, el sindicalista valenciano fusilado en Paterna y que era, además,
autor de la traducción al valenciano del himno de La Internacional y de un poema dedicado al fundador del PSOE, Pablo
Iglesias, que llegó a recitar la actriz María Guerrero en el Teatro Alkázar de
Madrid el 8 de diciembre de 1929, con motivo del cuarto aniversario de la
muerte del político. El periódico El
Socialista publicó el poema en sus páginas dos días después y hoy lo
traemos aquí.
De todos modos, la gran obra de Vicente Beneyto fue su
hija. Educada por este en la sensibilidad literaria y en los principios más
limpios del socialismo, el mérito de la escritora es también el mérito de su
padre. A la postre, tal vez, no haya sido ni tan pobre ni tan anónimo su
legado. Vive Vicente en el apellido de su hija.

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