lunes, 2 de mayo de 2022

569. Clubes de lectura

 


Siento por las presentaciones de libros una contradicción extraña. Por un lado resultan necesarias para la puesta de largo de una obra, para su saludo entre las sociedad lectora, que acude, como en un ritual, al bautismo de la nueva criatura y acompaña al padre en la celebración. A veces se usan, de forma retórica, esos términos de corte religioso para referirse a este tipo de actos. Así, se dice que tal o cual presentador oficiará la ceremonia; que el poeta salmodió sus versos para la feligresía literaria y que los asistentes, en esos templos de la literatura que son las librerías, comulgaron con la oblea del papel. Y hasta la compra del libro se antoja comprometedora, como cuando el monaguillo pasa el cepillo al terminar la misa. Y así, aquella presentación queda revestida de cierta solemne formalidad que quiere legitimar lo que en realidad es: una transacción comercial. Porque, durante las presentaciones de libros, no puedo dejar de pensar que toda esa puesta en escena no deja de ser un ejercicio mercantilista donde el escritor debe seducir cual mercader bereber al público asistente, ardid del que también participa el presentador, ese hombre que pasaba casualmente por allí y que leyó el libro y que quedó maravillado y extasiado y alguna hipérbole más. Una presentación es, a veces (concedamos que no siempre), la solapilla o la contracubierta o la faja de los libros hechas teatro vivo. Y claro que las editoriales tienen que vivir y las librería que ceden su espacio deben facturar, pero para determinado escritor, para quien la literatura lo es todo excepto un negocio, debe de resultar bastante incómodo formar parte del bazar. Y si accede es, ante todo, porque la literatura es un acto de comunicación y el que escribe aspira siempre a poder comunicarse.

Por supuesto, en esto de las presentaciones hay honrosas excepciones. Pero donde nunca habrá trampa ni cartón es en los clubes de lectura. Allí no hay ya que convencer a nadie para que compre tu libro; todos lo han comprado por voluntad propia y sin más intermediario que el boca-oreja, la curiosidad o, si la carrera del escritor es dilatada, la lealtad de quien apuesta sobre seguro. En los clubes de lectura hablan, sobre todo, los lectores. Allí se permite el agasajo y la impertinencia; el halago y el escarnio público; el pudor y el huroneo morboso. Se puede ser bondadoso o maleducado. Pero se habla de hechos consumados, los recogidos en las páginas del libro del que se debate. Y como cada lector es un mundo, y la inteligencia y la sensibilidad admiten en ese foro muchas y variopintas capas de permeabilidad, aparecen en las interpretaciones hallazgos inesperados, perspectivas nunca imaginadas por el propio escritor, alternativas argumentales inspiradoras, críticas constructivas que ayudan a mejorar y, sobre todo, el cariño y la complicidad de ese conciliábulo de letraheridos que se reconocen en su pasión por la lectura y que convierten esos actos en un ejercicio de camaradería duradera. El escritor ya no se siente en la obligación de convencer ni de defender su proyecto literario sino que participa como uno más de la discusión, casi como si hablara de un libro ajeno, un libro que ha escrito otro (los libros siempre los escribe El Otro) y descubre complacido, cómo su protagonismo mengua, en beneficio de la obra. Allí la única transacción que existe es la de las ideas y la de las palabras y, si se tercia, la de unos vinos que desaten la lengua. Un club de lectura es siempre algo más que un club de lectura. Tiene vocación de hogar.

A Arturo Espinosa gran maestre de la masonería de todos los clubes de lectura.

lunes, 18 de abril de 2022

568. 'Cenotafios'

 


En la primera de las rimas de Bécquer, el poeta romántico ya se lamentaba de la imposibilidad de domeñar «el rebelde, mezquino idioma» y luego han sido muchos otros quienes han reflexionado sobre las limitaciones del lenguaje, como Angélica Lidell, Paul Celan o Antonio Gamoneda, por nombrar solo algunos de los autores con que el poeta Germán García Martorell abre las diferentes secciones de su primer poemario, Cenotafios, Premio Nacional de Poesía Joven Félix Grande en 2020.

 Y es que Cenotafios es, efectivamente, una auténtica ontología del lenguaje explorada desde el propio lenguaje poético, metaliteratura de altos vuelos con vocación trascendente. El poeta es un orgulloso depositario del idioma («Aprendí mi nombre en la lengua de mis padres»), y su padre, el poeta Ramón García Mateos, a quien yo no quería citar en ningún momento de esta reseña, decía lo propio en Triste es el territorio de la ausencia («Yo hice el mundo en mi lengua castellana»), verso recogido a su vez de un soneto de Dámaso Alonso, que es otro padre –quién lo duda–. Sin embargo, García Martorell sabe también que ese mismo idioma que le constituye no es más que un constructo arbitrario con que los «fundadores» pactaron «todos los lugares» sin atender al «estupor de saberse inmerso –[perdido]– entre los nombres»; que no soluciona la angustia metafísica de vivir, pese a la denodada «hemorragia verborraica» de todos aquellos que «susurran / inestables / un no sé quién soy / en un frágil yo de papel». En ese sentido, el poema es solo un despojo donde, a lo sumo, se puede vislumbrar, desde la celosía de su celda claustral, una herida: «cae la letra y es / el desgarro. O el fracaso».  El poeta denuncia el estatismo del lenguaje, su solipsismo, su anquilosamiento, una fosilización que pone en evidencia lo huero de los étimos: «reposo corruptor de la verdad», «aullido apolillado», «huir de la semántica estática», «la orfandad semántica de las palabras», ese legado de «palabras atávicas» que intentan tapar «el hueco de las mentiras cicatrizadas», porque allí donde «el código es [solo] el fin», «tal vez solo existen / cenotafios», una tumba sin cadáver. «Caminamos ante las fallas de los vocablos / en las hendiduras del verso y / la costumbre /en las grietas del acervo». Ante esta tesitura, el poeta se lanza a la búsqueda de un nuevo lenguaje, a su deconstrucción. Los violentos encabalgamientos generan ambigüedad en los enunciados, constatando la debilidad significativa de los mensajes; las cursivas se aferran a la intertextualidad de los versos que se citan como buscando asideros entre el desconcierto (Baudelaire, Avelino Hernández, Gamoneda, García Mateos, etc); de repente desaparecen las mayúsculas negando la solemnidad de lo heredado; se impone la fonética, como en una vuelta al balbuceo auroral; y a los adverbios relativos se les coloca la tilde convirtiéndolos en adverbios interrogativos –«dónde»– tan a propósito para la búsqueda; otras veces se violenta la sintaxis. Se trata de «fundar los términos como / un colapso en el universo del discurso», aunque para ello haya que acercar «el ácido de la orina» a las «altas torres que hemos heredado», que recuerda a las «indelebles guirnaldas de ácido úrico» con que Alberti y compañía decoraron las paredes de la Real Academia. Se insta a la «designificación» y el resultado más satisfactorio parece el de situar el lenguaje en los umbrales o en los puntos, pues «toda palabra se encuentra / en los intersticios» y «hay que avanzar en espacios liminares» y «constatar la desaparición» y el triunfo del silencio resonante. Pero esta preocupación del lenguaje no se basa solamente en el desasosiego del teórico, sino en el compromiso social que el poeta asume para la literatura y que, por eso mismo, hace necesarias las palabras significativas alejadas de los tropos. Si Lorca, en Poeta en Nueva York decía «yo no he venido a ver el cielo», sino «la turbia sangre», Germán, como en un eco, responde: «porque yo / tampoco he venido aquí / para hacer dormir a nadie» y por eso se lamenta de convertirse en «sepulturero del verso» y no «en obrero».

Cenotafios es un libro ensamblado con admirable cohesión, arriesgado pero certero y profundo en su planteamiento ensayísitco-poético, que augura el nacimiento de un poeta singular llamado a engrosar esa otra nómina de autores jóvenes en los que la poesía cifra su futuro.

lunes, 4 de abril de 2022

567. El auténtico Oeste está lejos de mí

 


Montse Tixé dirige actualmente una nueva puesta en escena de True West, una de las obras que forman la “trilogía de la familia” del escritor estadounidense Sam Shepard. La adaptación del texto corre a cargo de Eduardo Mendoza y los actores Tristán Ulloa y Pablo Derqui dan vida a los protagonistas de esta comedia negra, con un trabajo encomiable.

 Shepard sigue la estela de los grandes dramaturgos americanos como Tennessee Williams o Arthur Miller y recrea en sus obras un universo árido en el que la ruralidad adquiere atmósferas asfixiantes hasta la alienación. En este contexto, aparecen los hermanos protagonistas de este drama quienes hace un lustro que no se veían. Austin –un escritor de vida acomodada, casado y con hijos, que intenta acabar un guion para venderlo a la industria del cine– recibe el encargo de cuidar la casa de su madre mientras ella pasa unos días en Alaska. Allí llega también Lee, el hermano díscolo, pícaro y dipsómano, con una existencia disoluta y desordenada, quien pasa ciertas temporadas en el desierto, alejado de una sociedad en la que no encaja. Desde el primer momento, el reencuentro familiar deja entrever la tensa relación que mantienen ambos hermanos, incluso la envidia que parecen tenerse mutuamente pues ambos anhelan la vida del otro. El conflicto se agrava con la aparición de Saúl, un productor de Hollywood, quien les insta a colaborar en la redacción de un guion de un wéstern que podría mejorar considerablemente su situación económica. Este trabajo conjunto es el detonante que hace estallar los conflictos y reproches que durante años han oxidado sus lazos fraternales. Lo que hubiera podido ser una oportunidad para limar asperezas le sirve a Shepard para reflexionar sobre las negativas consecuencias de las relaciones familiares. Austin y Lee son personajes desnortados, con un conflicto identitario, hijos de un padre alcohólico y de una madre que se evade de la realidad y se refugia en el absurdo, tal y como se refleja al final de la representación cuando aparece en escena y tanto su comportamiento como sus diálogos son un sinsentido. Austin y Lee, tan diferentes en apariencia y tan iguales en cuanto a su desarraigo familiar, experimentan una inversión de papeles. Así, Lee muestra su lado más responsable y se afana en terminar el texto mientras que Austin se deja, se rinde, se refugia en la bebida y en el sueño de una vida en el desierto, espacio que mitifica. Todo ello en una atmósfera asfixiante en la que el calor, los grillos, las chicharras y los aullidos de los coyotes parecen augurar un desenlace trágico.

Quizás sea un problema mío, si es que se puede llamar problema a tener criterios y gustos propios. Pero soy incapaz de conectar con esa literatura norteamericana de ambientes sórdidos, personajes burdos, violentos, borrachos y existencialmente desarraigados. Eso que a veces se ha dado en llamar el realismo sucio es para mí solamente una concatenación de diálogos aguardentosos, soporíferos y repetitivos cuya supuesta aspiración al vacío metafísico se limita a cuatro salidas de tono, cinco exabruptos, seis o siete pataleos infantiles y poquísima verdad. Ni empatizo con los personajes, que se me antojan una irritante caterva de inmaduros, ni logro catarsis alguna, ni hay una pizca de emoción. Si lo que se pretende con todo eso es calcar ese vacío en las almas de los espectadores, pueden ahorrarse el esfuerzo. Hay más desarraigo en un parrafito de Sebald que en todas las puerilidades de los niños malcriados de Sephard. Si ese es el verdadero Oeste, déjenme en el Este de mis queridas antípodas literarias.

lunes, 28 de marzo de 2022

566. 'En el descuento' (reseña gamberra)

 


Que la vida es muy puta eso lo sabes tú mejor que nadie, amigo Chúster, que te has chupao cinco años en la trena por no ir con el chivatazo a la guripa y te has comido tú solito todo el marrón de aquel asunto de la prostituta rumana que se cargó el hijo de perra de tu jefe, el tal Cisco. Joder con las lealtades, Chúster. Y luego sales del trullo y el Cisco te mete en otro fregao y tú, que no tienes donde caerte muerto, a ver qué haces si no, pues claro, aceptas el encarguito, que yo lo entiendo, que hay que comer y todo eso, pero no me jodas, Chúster, que parece que no has aprendido nada durante tu lustro en el talego. La verdad es que menuda historia que te han montado el Ledesma y el Mañas ese, qué cabronazos. Que como personaje de ficción deberías rebelarte, igual que hizo aquel Augusto con Unamuno en Niebla, porque, joder, pedazo de embolao en el que te han metido en la novela. Y encima se presentan ambos con la pijada esa de la conjunción, Ledesma & Mañas, hay que joderse, como si fueran un puto bufete de abogados. Que, a ver, algo sí te han defendido, que me da a mí que mientras te creaban, se iban encariñando contigo. Si no, a cuento de qué ese japiending en una novela tan negra negra como ésta. Aunque lo del final dulce se puede debatir, que hay finales dulces que duelen como una puñalada trapera. Pero qué movidas, Chúster. Esta novela es negra como la pez. Aquí la pipa aristocrática del Sherlock es una cajetilla de Marlboro y la peña se fuma sus buenos chinos. Y el bigotito de marica del Poirot aquí es tu mostacho teutón, el único testimonio ya de aquella gloria efímera de cuando jugaste diez minutos en Primera División. Que sí, hombre, que sí, pa ti la perra gorda, fueron once, pero ya me entiendes. Y aquí los funcionarios chupatintas de los bevilacquas son gente del hampa, herederos de Rinconete y Cortadillo, escoria de los fondos más bajos de la sociedad. Y la gente habla como habla la gente de verdad, con sus palabras gruesas y su jerga y su espontaneidad, que para hablar como los poetas ya está la poesía. Aunque también tiene poesía este libro, la poesía de la derrota, de los juguetes rotos, de las vidas como el loto, que pugnan por elevarse por encima de la ciénaga. Y hasta para el Cisco hay frases memorables: «Una carraspera de fumador amplificó sus adentros poniendo al descubierto, más si cabe, toda la lobreguez de su entraña». Chulo, ¿eh? Y, como toda novela negra, también tiene su punto de denuncia social. Que no vamos a desvelarle aquí a la basca que lee el Diari los detalles de tu aventurita frenética por Madrid, Zaragoza y Barcelona, pero en cuanto los lectores se enteren de las malas formas de aquella burguesita catalana, digna heredera de las pijitas de Marsé, y sepan de sus intenciones, comprenderán tu furia, Chúster, comprenderán tu despecho acumulado por años y años de menosprecio, y sabrán que siempre existirá gente que querrá aprovecharse de la necesidad de otra gente, de la gente sin recursos ni horizontes, a quienes usarán a su antojo para satisfacer sus pequeños caprichos de señorones de barrio residencial. Y entenderán tu redención, Chúster, tú que estabas marcado por la tragedia. Así que yo brindo por ti, amigo Chúster, brindo por ti aquí, en esta barra de El Topless o de El Cisne, qué más da, si todas son el mismo locus amoenus de los perdedores –qué putada lo de tu hijo y lo de tu mujer, tío–, brindo por ti y por todos los parias del mundo, y brindo por Ledesma & Mañas, estos árbitros literarios que quisieron que marcaras tu último y mejor gol, aunque fuera en el descuento.

lunes, 21 de marzo de 2022

565. Mártires

 


La noticia es ya muy vieja en este mundo de vorágine informativa donde el titular de ayer queda pronto obsoleto por la novedad de hoy. Tampoco es que sea una noticia especialmente relevante, pero a mí, que tengo la manía de convertir la anécdota más pueril en un tratado de filosofía, sí me pareció significativa. Ahí va: «El presentador Ramón García declara que odia la Navidad». Así, a bocajarro. Y entonces uno repasa mentalmente las imágenes de Ramón García durante las sucesivas emisiones de las campanadas de La 1, con su capa, su jovialidad, sus brindis y sus buenos deseos para el año nuevo, y esa evocación nostálgica se deshace en la retina como se deshacían en las antiguas pantallas de cine las escenas de una película cuando se ponía a arder el celuloide en las cabinas de proyección. «Intento conciliar lo que siento con lo que transmito», añade Ramontxu con su puntito de víctima sacrificial ofrecida en el ara de la Felicidad y su tiranía. En cuanto leí la entrevista, se me vinieron a las mientes los esfuerzos de aquel personaje creado por don Miguel de Unamuno, el párroco Manuel, de San Manuel Bueno, mártir que, extinguida ya su fe, seguía representando su papel ante los feligreses para no arrebatarles la esperanza de la religión, acaso el único consuelo con que las gentes de su parroquia sanaban de la herida de la existencia. Si Manuel hubiera reconocido ante los fieles la pérdida de su fe, quizás habría demolido el asidero al que muchos se agarraban y habría contribuido a su desdicha. Perpetuando el engaño, en cambio, mantenía las almas en alto de sus parroquianos, aunque a él le lacerara por dentro su esforzado y doloroso martirio. Ramón García debiera haber tomado el ejemplo del Manuel de Unamuno: hay cosas que no se deben decir. O hacer. La actriz Meg Ryan destrozó los corazones de los castísimos estadounidenses cuando, rompiendo los moldes de su figura inocente y virginal, decide desnudarse en la película En carne viva, donde desempeñaba el papel de una profesora de escritura creativa obsesionada por un extraño. Ahí se acabó la carrera de Meg. Y aún recuerdo el murmullo desconcertado de la concurrencia cuando, en 1998, coincidiendo con el acto en que se invistió a Noam Chomsky como doctor honoris causa de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, el lingüista declaró ante una sala a rebosar que había dejado de creer en la gramática generativa. Muchos de mis profesores de la facultad habían dedicado una vida entera a enseñar y defender las teorías de Chomsky al respecto. A veces, pues, hace falta hacer un acto de caridad: decir que adoras la Navidad, que crees en Dios Todopoderoso, que sigues siendo la niña inocente de Cuando Harry encontró a Sally o que la gramática generativa continúa siendo el método más eficaz para delimitar el río desbocado de la Sintaxis. Imagínense, si no, qué pasaría si los escritores ramplones y sin estilo declararan algún día que sus obras son pura bazofia destinada a una ralea de analfabetos sin criterio y que solo escriben así de mal porque las editoriales les piden que no se pongan demasiado exquisitos.  ¿Cómo se sentirían entonces todos esos lectores que se creen bendecidos por su ingreso en la alta cultura, legitimados sus gustos indecentes por los grandes críticos literarios y por los prestigiosos suplementos culturales que ensalzan sin pudor la mediocridad? No, por favor. Tamaño agravio no pueden permitírselo estos escritores heroicos que inmolan en la pira de las turbas adocenadas todo su talento para el bien común de la ignorancia. Que son, como el Manuel de Unamuno, mártires de la Literatura.  

lunes, 7 de marzo de 2022

564. La tiranía del espectáculo

 


Hace unas semanas acudimos a un museo para visitar una interesante exposición sobre el mundo etrusco. Nos acompañaba un guía al que apenas podíamos escuchar, pues en cada una de las salas sonaba de fondo, como parte de la musealización, una especie de música épica a un volumen inconcebible que impedía oír los detalles de la explicación con los que el pobre cicerone se desgañitaba en vano. Luego, cuando el guía nos dejó a solas para disfrutar con más calma de las piezas, la banda sonora etrusca, que era algo así como una mezcla entre Piratas del Caribe y Gladiator, continuaba su clamor de trompetas, tambores y platillos, ante cuyo éxtasis sucumbimos, abandonando antes de tiempo el museo. Al director de la peformance musealística debió de parecerle muy apropiada toda aquella barahúnda musical. En la redacción de su proyecto seguramente diría cosas como «experiencia inmersiva», «hacer vivir al visitante su propia película histórica» o «excitar la emoción del espectador mediante la simbiosis de las piezas y la música». Con nosotros, en cambio, lo único que consiguió fue echarnos del museo. Sometido a ese desprestigio del silencio que nos asola, el director de marras no se paró a pensar que quizás era precisamente el silencio el que podría obrar, con más capacidad inmersiva que cualquiera otra parafernalia, el vínculo entre el visitante y las piezas milenarias; que la belleza de los objetos y el vértigo del tiempo que nos separa de ellos se comunican mejor con nosotros en el parentesco común del silencio que son y del silencio que seremos.

Es la tiranía del espectáculo a la que se está sometiendo toda actividad humana y también el arte. Hoy los libros se promocionan mediante esa cosa infame que llaman booktrailers, como si de películas se tratasen; en los yacimientos arqueológicos te reciben unos señores disfrazados para teatralizar la vida de nuestros ancestros; y en los institutos se enseña la Literatura proponiendo a los estudiantes que ideen Góngoras y Quevedos instagramers. Hasta la muerte es ya un espectáculo y el fiambre de turno decide chamuscarse a su gusto en los crematorios mientras suena el My way de Sinatra. Los minutos de silencio ya no se entienden si no van acompañados de alguna pieza instrumental lacrimógena y efectista; y la guerra de Ucrania se televisa también con banda sonora de película bélica en telediarios y magazines, creando en el espectador una suerte de ficción cinematográfica mientras miles de civiles mueren masacrados aquí al lado, apenas a cuatro horas de avión. Durante los días duros de la pandemia, cuando los campos de fútbol estaban vacíos, los canales de televisión introducían el sonido de público enlatado para que el aficionado pudiera crearse la ilusión de los forofos, con sus ánimos, sus cánticos y sus insultos al árbitro. Y hasta en las reivindicaciones más justas y perentorias, la peña sale a la calle de batucada, que es una cosa que debe de imponer mucho miedo a los políticos.

Como creo haberle leído alguna vez a Varga Llosa, “en la civilización del espectáculo, el intelectual sólo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón.”. Y así andamos, perdidos, y pertrechándonos de referentes bufonescos que desvirtúan la esencia de la cultura. Porque, como cantaba Freddie Mercury, aunque sin la grandeza trágica de su canción, el espectáculo debe continuar.

lunes, 28 de febrero de 2022

563. La memoria en barbecho

 


Espoleada quizás por el éxito de Dicen los síntomas, la editorial Tusquets recupera ahora La memoria del alambre, que Bárbara Blasco había publicado con Ediciones Contrabando en 2018. Hay una suerte de justicia poética en la resurrección de estas primeras novelas cuya innegable calidad no había contado en su día con una visibilidad proporcional a su excelencia. Y no por el esfuerzo ímprobo de las editoriales independientes y su heroica apuesta por la literatura de calidad, sino por las lógicas limitaciones que lleva aparejadas la gestión de los sellos humildes. Y, no obstante, no me parece osado afirmar que La memoria del alambre es, incluso, mejor novela que Dicen los síntomas, lo que ya es mucho decir.

La narradora de La memoria del alambre recibe un día un correo electrónico cuya remitente es la madre de Carla, una antigua amiga de la protagonista, conminándola a aclarar si la muerte de su hija en las vías del tren hace 25 años había sido accidental o fruto de un suicidio. La novela se convierte entonces en un barrunto de respuesta a ese tú que la interpela en el correo donde se evoca la adolescencia de las dos amigas en la Valencia de los inicios de la Ruta del Bakalao. Esos recuerdos alternan con los saltos al presente, gracias a los cuales conocemos que la protagonista es ahora una mujer algo desnortada, integrante de una orquesta verbenera de carácter itinerante de cuyo casposo repertorio musical se avergüenza la propia cantante. Las reflexiones, por cierto, sobre la música (o más bien sobre su muerte) no tienen desperdicio.

El magistral dominio de las elipsis narrativas permite retener al lector, atento siempre a los vislumbres argumentales que Bárbara Blasco dosifica con inteligencia. Y entretanto, la alternancia de pasado y presente parece erigirse en una suerte de juego de espejos en el que el ahora ofrece su resistencia al reflejo del ayer, como un bastión desde el que defenderse de los embates de unos recuerdos laboriosamente sepultados por el inconsciente para no recibir la bofetada de la verdad. En ese sentido, el nomadismo de la orquesta, esa vida siempre en movimiento, que pasa por los pueblos fugazmente y que nunca se ancla afectivamente en ninguno, parece ser para la protagonista una huida desesperada hacia adelante que no puede permitirse el lujo de detenerse a riesgo de que el estatismo subsiguiente abone la memoria en barbecho. En esa misma línea actúa el sexo, de naturaleza meramente evasiva, no siempre placentero, llevado a cabo en ocasiones con la inercia del autómata, pero un opiáceo a la postre, tan distinto del sexo rebelde y autocrático de la adolescencia evocada.

Pero la memoria siempre vuelve y su reelaboración artera (preciosa la significativa metáfora que da título al libro) nada puede contra el alambre que recuerda certero su forma inicial. Y con ella llega la culpa pero también la redención en la asunción de la misma y la famosa rendición de cuentas con el pasado. El reordenamiento catártico.

Respecto al estilo literario, se ha hablado de la prosa directa de Bárbara casi como un elogio de su espontaneidad. Y aunque, ciertamente, se trata de un estilo muy refrescante, a veces jubilosamente descarado y provocador, yo aprecio un trabajo muy minucioso con el lenguaje, lleno de hallazgos poéticos sorprendentes, originales e inesperados y de guiños autorreferenciales que demuestran mucho pico y pala en la elaboración de la prosa. Por eso un libro a perdurar. Y es que la Literatura es también alambre, y tiene su memoria.

lunes, 21 de febrero de 2022

562. El silencio que no es silencio

 


Aunque Sergi Bellver ha dejado escrito en alguna ocasión que preferiría que la crítica literaria focalizase más la atención en su obra que en su condición de nómada, mucho me temo que el romanticismo que inspira la vida itinerante del escritor barcelonés todavía dará alimento para alguna página más dedicada a esa faceta. Nada de malo hay en ello si no se pierde de vista que, como él mismo declara, el nomadismo no es un fin en sí mismo sino un medio para seguir escribiendo desde la soberana libertad que su misma naturaleza trashumante lleva abanderada. A la postre, la literatura es también una forma de nomadismo, aunque esa imbricación trascienda en el caso de Sergi el hallazgo metafórico. Y, por otro lado, tras leer su estreno como novelista, me resulta insoslayable solapar ambas dimensiones, la literaria y la viajera. Y no solamente porque Del silencio (Ediciones del Viento) constituya una topografía sentimental descrita con la minuciosidad de la experiencia y la delicadeza de los afectos, sino porque su personaje principal, János, el refugiado húngaro que busca asilo en París tras la «liberación» rusa, comparte con Sergi una forma ética y estética de estar en el mundo y también el desarraigo de quienes entendieron la mezquindad de las banderas y lo absurdo de «todas esas fronteras decididas en algún despacho por personajes que jamás pisan la tierra ni saben lo permeables que llegan ser las cosas fuera de los mapas. Que no conocen la vida real, la que nos mancha y nos mezcla, y a nuestros nombres y acentos con ella, igual que la misma lluvia empapa los campos de todos los vecinos, ya vinieran sus ancestros de una esquina de Europa u otra». Del silencio es un cinerama de los acontecimientos más relevantes de la historia de Europa desde la II Guerra Mundial hasta los años 60 del pasado siglo. Y uso expresamente el sustantivo «cinerama» porque los lances históricos se van sucediendo unos tras otros como un pase de diapositivas, casi impresionista, que van jalonando las vicisitudes del protagonista y determinando su destino sin renunciar nunca a aquel concepto unamuniano de la intrahistoria, que no permite que los grandes hechos eclipsen en la narración la verdad de las vidas individuales y su palmaria cotidianidad. En ese friso se esculpen también muchas de las manifestaciones culturales de esas décadas, sobre todo cinematográficas, literarias y musicales, de las que el autor lleva a cabo inteligentísimas écfrasis, y que conforman refugio y patria para el apátrida político, algo así como lo que suponía la arquitectura para Austerlitz, el personaje de Sebald, con el que János, por cierto, comparte aquella tragedia de olvidar por momentos su lengua materna, que es otra forma de destierro. Hay en la novela una suerte de descreimiento del género humano y de su capacidad redentora, que alterna, sin embargo, con una tímida filantropía retratada en un desfile de personajes frágiles, vulnerables y bondadosos en los que el autor parece cifrar cierta esperanza. Estructural y estilísticamente, me interesan más los remansos reflexivos que los lances meramente argumentales, y el propio autor parece tender a un paulatino sosiego que deja de lado la acción para explorar las emociones y los pensamientos o para recrearse en estampas humanas, a veces costumbristas, y urbanas, que dejan trallazos líricos, como aquella Praga nocturna que parece un cubertería de plata en su cajón. También se notan las tablas y el oficio del escritor en estrategias estructurales que dan unidad y circularidad al libro, como el parentesco entre la diosa manca del museo del Louvre y la pérdida del brazo que János sufrirá tras su retorno a Budapest, casi una metáfora del dios silente e incapaz que ha abandonado a los hombres. Y junto a ese silencio divino, el otro silencio «que no es silencio» porque su elocuencia zarandea las conciencias y quiere hacer tabula rasa de todo el ruido para volver al momento auroral desde donde construir un mundo nuevo.

lunes, 14 de febrero de 2022

561. Las colecciones literarias de Vicens Vives

 

En mitad de la deriva educativa a la que estamos asistiendo, con su sangrante desprestigio del conocimiento y del espíritu de sacrificio, se agradece que resistan todavía propuestas didácticas como las que ofrece el grupo Vicens Vives, casi el único sello entre los grandes que se abastece de capital exclusivamente español, y que constituye uno de los proyectos editoriales más rigurosos y encomiables que se están llevando a cabo en la actualidad en nuestro país. Me refiero, concretamente, a las colecciones literarias que con tanto mimo y vocación de excelencia, mantiene desde hace ya varios años la editorial, y que representan, por su indiscutible calidad y por su afán pedagógico, un exponente de primer orden para la difusión de la cultura literaria española y también de la literatura universal.

Como profesor de Literatura en Secundaria, he manejado varias de esas colecciones, especialmente los libros que se acogen a los marbetes Clásicos Hispánicos y Clásicos Universales, y he hallado en ellos una magnífica herramienta de trabajo, pues entre sus páginas se aúnan el rigor filológico y una inteligente y pulcra selección formativa con la refrescante aspiración de ser, sobre todo, útil, lejos de ese prurito meramente exhibicionista con que otros sellos parecen querer servir solamente al lucimiento personal del encargado de la edición. Las colecciones literarias de Vicens Vives, al contrario, iluminan con sus aparatos de notas y sus sobresalientes introducciones contextuales incluso al entendido en la materia y, a la vez, apuntan al tuétano mismo del producto literario para ofrecer al alumno la información nuclear –pero nunca superficial– que el estudiante necesita dominar. Conozco de primera mano a algunos de los encargados de elaborar las distintas ediciones. Hay entre ellos profesores, escritores, críticos literarios, especialistas monográficos y otros tantos intelectuales, y sé de su enorme preparación académica, de su exquisito criterio y de su inmensa pasión. Y todo eso se nota en el resultado final. No le van a la zaga las otras colecciones de la editorial, como Clásicos adaptados o Cucaña que, manteniendo el espíritu de las obras originales, son capaces de introducir y familiarizar a los alumnos con los grandes títulos de la literatura española y universal, en una franja de edad clave para inocular en ellos el hábito de la lectura. Estas adaptaciones constituyen un primer barrunto para habituar a los pequeños a la experiencia de la calidad artística, estética e imaginativa que de dichas adaptaciones se desprende y cuyos cimientos acabarán sosteniendo, con el tiempo, parte de su educación humanística e integral. Y todo ello con la amenidad y la profesionalidad que exige tan delicada empresa. En ese sentido, no puedo dejar de destacar las preciosas láminas que acompañan a las ediciones, nacidas de la creatividad de los más destacados ilustradores.

Por todo lo antedicho, conviene reconocer, proteger y promocionar iniciativas como esta de Vicens Vives, sobre todo porque las sucesivas leyes educativas, con su defensa de la mediocridad, hacen más necesaria que nunca esta noble obstinación de combatir los embates del adocenamiento y ofrecer a nuestros estudiantes (que, no lo olvidemos, deben ser los futuros garantes de la continuidad de nuestro patrimonio cultural), un material de calidad que respete todas sus capacidades aún por explotar antes de que el gobierno de turno decida por ellos que su horizonte intelectual debe necesariamente limitarse en virtud de no sé qué suerte de sobreprotección contra los traumas de aprender.


lunes, 7 de febrero de 2022

560. Un Tartufo dentro del 'Tartufo'

 


Entre algunas de las actividades culturales que se están llevando a cabo para la conmemoración de los 400 años del nacimiento de Molière, destaca el montaje teatral del Tartufo en la versión de su director, Ernesto Caballero, con Pepe Viyuela como actor principal. Lantia Escénica, que nació el año pasado como productora teatral integrada en el veterano grupo catalán Focus, se estrena con esta adaptación del clásico del padre de la Comédie Française que lleva desde septiembre de gira por las tablas españolas.

Hay en la versión de este Tartufo de Ernesto Caballero una peligrosa ambigüedad en lo concerniente a su puesta en escena en tanto que esta puede suscitar la mayor de las irritaciones o, por el contrario, contribuir al reconocimiento de una apuesta inteligente que legitimaría los numerosas desmanes y licencias que se toma el dramaturgo. En cualquier caso, esta ambigüedad ya debe colocarse en el debe del director, que no llega a ser taxativo en la defensa de su propuesta. Pero como el crítico, tomando las palabras de Cansinos-Assens, debe entrar en la obra ajena «lleno de buena voluntad, venciendo todo desdén y todo silencio, ávido de encontrar belleza y escondidas gracias», prefiero tomar, de entre las dos posibilidades, la interpretación que mejor favorezca el montaje.

El equívoco de la obra reside en la incorporación de escenas arbitrarias que se justificarían solamente por el tan traído prurito de acercar el clásico a nuestro tiempo. Así, aparecen alusiones a las redes sociales como paradigma de la hipocresía, se adapta el lenguaje de la criada Dorina a la ordinariez de una joven arrabalera, se exhiben desnudos gratuitos al amparo oportunista del discurso feminista, se incorporan escenas sexuales más o menos explícitas, se dota a la obra de un tufo pedagogista que parecer pretender explicarnos a los pobres ignorantes del público cuáles son las claves del texto de Molière, se interrumpe el desarrollo de la acción mediante el esqueje del metateatro y otras tantas novedades. Sin embargo, es justamente durante estas interrupciones donde el director parece querer explicar su propósito. Cuando Pepe Viyuela se queja, por ejemplo, de las escenas de sexo o del lenguaje de Dorina, son los propios actores quienes le recuerdan que ha sido él mismo quien ha dado esas instrucciones, y se deja entrever que esas concesiones modernizadoras tienen que ver, sobre todo, con la necesidad de que la obra funcione en los teatros y pueda tener éxito. Pepe Viyuela defiende con impostada solemnidad la versión clásica (quizás hipócritamente, como un Tartufo dentro del Tartufo) pero en el fondo está claudicando a la adaptación moderna porque desea que la obra les reporte el beneficio económico que la compañía necesita. La propia Dorina dice, en algún momento del final, que «todos somos Tartufos», corroborando quizás el guiño de marras. Solo así se podrían aceptar muchas de esas licencias que, justamente por lo exagerado de su profusión, me hicieron sospechar de la verdadera intención del director. Por lo demás, la idea es inteligente, en tanto que la hipocresía se erige victoriosa justamente en una obra como la de Molière, que desea denunciar la falsedad de todos los tartufos de la corte, y constituiría asimismo una crítica velada a la moda de las adaptaciones que, bajo el pretexto didáctico, solo desean, en realidad, el rédito económico. Y si quisiéramos ir más lejos aún, esta versión estaría denunciando el progresivo deterioro del conocimiento, al no hallar las compañías, en medio de un público cada vez menos formado, otro medio de representar sus obras que haciéndolas claras, fáciles y modernas. Haciéndolas tartufas.