lunes, 16 de enero de 2023
593. Engañar a los alumnos
lunes, 9 de enero de 2023
592. ¿Cuándo nos robaron las palabras?
Cada noche, antes de cenar, me pego una buena ducha que se lleva por el sumidero las fatigas y lacerias de la jornada. Lo hago acompañado de la lista de canciones que he ido registrando poco a poco en Spotify. Como no pago la versión premium, cada cierto número de canciones irrumpen algunos anuncios publicitarios. Entre ellos, hay uno que vende las bondades de un programa informático con el que poder crear tu propia música. El anuncio dice algo así: «Soundtrap es la forma más fácil de hacer música; agrega unos jaijats sugestivos; crea un ambiente extraño con este bloquespirin quebrado y finalmente bajemos el tono y reverberemos este ladrido de perro». En serio, ¿qué coño significa todo ese galimatías? Y lo más perturbador: ¿por qué un ladrido de perro?
Desde que nos robaron las
palabras, yo ya no me entero de nada. Todo el mundo llama Rosalía a una
cantante que no podría nunca escribir A
las orillas del Sar, y Quevedo a un tipo que canta cosas como «Ese culito me
pide que lo estrelle / no me olvido del perreíto en el muelle». Dante es un
jugador que hasta hace poco jugaba en el Bayern de Munich, y Carvajal no es don
Antonio, sino otro que juega en el Madrid. Las licenciaturas se llaman ahora
grados (¿qué mierda es un grado?) y la Filología Hispánica es, claro, un grado de Estudios Hispánicos o algo así.
Yo creía que la épica estaba en los cantares de gesta y en las epopeyas
homéricas y ahora es una remontada en la Champions, eso que fue la Copa de
Europa de toda la puta vida. La gente perrea ahora de forma distinta a como yo
perreo. Cuando yo perreo me estoy echando una siesta del copón. Los clásicos no
son ya nuestros autores de los Siglos de Oro, sino un Madrid-Barça. Existen
tráileres para los libros, hay runners
vestidos de Robocop que yo pensaba que se llamaban corredores. Las personas
tienen género, en lugar de sexo (en lo de las nuevas desinencias morfológicas
de las palabras ya no entro por miedo a la lapidación). El éxito se mide por likes y existen youtubers, tittokers e instagramers. En un foro de profesores
se pedía el otro día información sobre algún vídeo en Tik-Tok para enseñar
Literatura en clase. Para mí tik-tok
es la onomatopeya que descuenta en el segundero de nuestro mundo cuándo nos
iremos a la mierda como especie. Un jeta dice que está exiliado en Bruselas.
Que le pregunten a Machado lo que significa la palabra «exillio», a un judío
del Holocausto lo que significa ser un «nazi» y a una víctima del gulag, lo que significa el estalinismo. Las
rebajas son ahora el Black Friday o
el Cyber Monday. A Michael Douglas
hay que llamarlo «Daglas» y no «Duglas», no seamos palurdos. No importa que
luego ese mismo cretino pronuncie «habían
muchas personas en el concierto de Quevedo» o diga «motu propio» o «a grosso
modo». Y sí, la ciclogénesis explosiva se llamará así, pero de toda la vida la
hemos llamado «tormentazo de la hostia» y todo el mundo sabía de qué
hablábamos.
Quizás sea todo esto un
arrebato reaccionario de quien nota que su mundo, tal y como lo conocía, se va
acabando. También nuestros padres se quejaban de la terminología ridícula que
adoptaban sus hijos en los 80. (Aunque reconozcan que tiene más encanto, el
«qué pasa tronco», que el «qué pasa bro».¿Bro? ¿En serio?). Habrá que ir
asumiendo las cosas. Por lo pronto, voy a terminar este artículo de esta semana
y me voy a ir a la ducha a seguir desentrañando cómo narices se hace un bloquespirin quebrado con ladrido de
perro.
lunes, 19 de diciembre de 2022
591. 'Céfiro y Nube'
Juan Ramón Torregrosa lleva desde 1975 regalándonos, en palabras de Antonio Carvajal, «poemas intensísimos, de limpia dicción y conmovedora verdad». Prueba de ello es la antología inversa El tiempo y la semilla que acaba de ver la luz a través de Eda Libros y que recoge sus mejores poemas hasta 2013. En lo que Torregrosa sí era inédito era en el terreno de la narrativa, hasta que ha llegado este Céfiro y Nube, que publica Ediciones Frutos del Tiempo en su colección Fif%ty y que constituye una delicadísima evocación nostálgica del mundo infantil del autor durante los últimos años de la década de 1960. La novela narra la breve historia de amor de un niño de 13 años y la inevitable transformación que esa experiencia auroral obra en él, abriéndole las inciertas puertas del mundo adulto. El gran acierto de la primera novela de Torregrosa es justamente esa capacidad evocadora, y no solo por la evocación misma, tan sugestiva, sino por la ternura, deliciosamente ingenua, con que se rememora aquel tiempo ya periclitado. Céfiro y Nube es una novela blanca, amable, un hermoso canto a la inocencia que conmueve porque nos acerca con un cariñosísimo cuidado el candor y la sensibilidad limpios de su atribulado protagonista en las primeras lides del amor. Uno se pasa toda la lectura del libro esbozando una sonrisa casi paternal y acogiendo a ese niño apocado en el corazón. Ese efecto lo logra Torregrosa a través de su magistral dominio de la voz narrativa, cuyo tono es tan difícil de alcanzar en este tipo de novelas pero que el autor sabe modular para imbricar perfectamente al narrador adulto, encargado de hilar los recuerdos, con la voz del niño.
Por otro lado, la
rememoración de aquella época está jalonada de una dosificada alusión a las
costumbres y referentes culturales del momento: la música (Sandie Shaw, Los bravos, Françoise Hardy, The Monkees, The Beatles…); las series de televisión (para los que disponían de
ella) como Bonanza; los tebeos
tendidos de unas pinzas en los quioscos, como El capitán Trueno; los guateques; los juegos infantiles; las
mágicas noches de San Juan; las procesiones; la faena de los pescadores; las
marcas de coches y motocicletas; la percepción de la masculinidad; el
incipiente turismo; los planes de estudio del régimen; la vida en la escuela
con el consabido abusón; los indicios de la modernidad europea a través de
revistas como Paris Match, etcétera.
En la novela se pueden
rastrear también numerosos ecos literarios que Juan Ramón, profesor de
Literatura durante tantos años, no podía, claro, soslayar. Así, el nombre de
los protagonistas, Céfiro y Nube, recoge la tradición garcilasista de las
églogas; el sufridor muchacho evoca los ojos desasidos de la niña amada a la
manera becqueriana de la rima XIV; la escuela a la que mandan a estudiar a
Céfiro se halla en Oleza, topónimo que ya usara Gabriel Miró para referirse a
Orihuela. Por no hablar de los capítulos «Amor cortés» y «Metamorfosis» donde
la literatura se muestra ya explícitamente al servicio de los sentimientos del
joven protagonista, cuyo carácter sensible no acaba de hacerle encajar entre
sus amigos varones. Sobre la suerte de nuestro pequeño Céfiro con su idealizada
Nube juzguen ustedes mismos a través de los nombres elegidos para la pareja
protagonista. Tampoco importa demasiado. A la postre, Céfiro, a quien la
mitología asignó el epíteto «de aliento dulce» fue luego un ligón de órdago. A
nosotros, este otro Céfiro nos ha conquistado también, acariciándonos el
corazón como esa brisa que preludia la primavera que fue.
lunes, 12 de diciembre de 2022
590. 'Malasanta': sin noticias de Chipre.
Descubrí a Antonio Tocornal gracias a Bajamares, ese libro maravilloso que se mece delicadamente entre el onirismo, la feracidad y la lírica de lo primitivo, y desde entonces le declaré amor eterno a este autor gaditano, que se halla entre lo más granado de nuestros narradores actuales. Ahora publica su cuarta novela, Malasanta, editada por la Fundación José Manuel Lara (Planeta) y avalada por el Premio de Novela Felipe Trigo.
Malasanta
narra las terribles vicisitudes de una prostituta a lo largo de toda una vida,
dosificadas en sucesivos capítulos entre los cuales se realizan saltos
temporales de diez años. La novela hunde sus raíces en el Naturalismo del siglo
XIX y recoge de éste, no solo la sordidez explícita de las imágenes, sino
también aquella vieja idea del determinismo biológico y social. Efectivamente,
la prostituta Dámasa la Tuerta, madre de Malasanta, da a luz a su hija en pleno
ejercicio de su profesión y, luego, la niña crece acompañada del consabido
catálogo de obscenidades, a las que asiste, naturalizándolas, primero desde su
canasto de neonata y después detrás de un biombo. Su mismo nombre, impuesto por
doña Expiración, la dueña del burdel, es elegido por esta porque «dentro de
toda alma humana se esconde una contradicción», que en el caso de Malasanta se
resume en sus baldíos intentos de redención. Esta se le ofrece a Malasanta a
través del cuidado de Niño Truncado, un adolescente que nació sin extremidades
(y determinado, pues, biológicamente), con quien mantendrá una relación amorosa
donde descubrirá que «el sexo podía ser limpio y hermoso» (bellísimos los
pasajes eróticos) pero para el que no está preparada, pues, criada en aquel
ambiente despiadado «estaba muy lejos de saber cómo enfrentarse a la belleza y
sobrevivirla». Es por eso que también eludirá, casi como un imperativo de su
destino marcado, una vida estable con el comerciante mercero. En el capítulo
del Niño Truncado, adquiere significado simbólico la isla de Chipre, cuando el
chico, mientras está solo en casa, cae de la silla y, al herirse, su sangre
crea un cerco en el suelo que se asemeja a la isla, que él imagina paradisíaca.
Desde ese momento, Chipre será el símbolo del sueño dorado. No es baladí aquí
recordar que Chipre es la patria de Afrodita.
Las escenas
naturalistas, muy frecuentes en el libro, alcanzan cotas de verdad
estremecedoras. Baste con citar el pasaje en que Malasanta usa los fetos de los
abortos practicados por doña Expiración como juguete infantil. Inolvidable es
también el fragmento de evidente ascendencia celestinesca donde se describen
los procedimientos de doña Expiración para tales apaños.
A veces, el humor
hace acto de presencia como paliativo. Pero se trata de un humor irónico, a
veces negro y otras emparentado con la tradición picaresca. Su bálsamo mitiga
algo la crudeza de algunas escenas para las que hay que tener cierto estómago.
En ese mismo sentido actúa el hermosísimo lirismo de algunas descripciones y
reflexiones. Su belleza es flor del loto en la ciénaga.
Existe, asimismo,
cierta compasión con los puteros: los clientes se vacían «de semen y de
insatisfacciones», y estas últimas parecen obedecer más bien a razones de
tintes existencialistas, como si el sexo fuera el campo de litigio entre Eros y
Tánatos. Por eso el marido de Baltasar necesita mirarse en el ojo de vidrio de
Dámasa mientras fornica con ella. El lector lo comprenderá cuando conozca el
origen de ese ojo de vidrio. Al lector de Bajamares
tampoco le pasará desapercibido el bonito guiño que con él se hace a dicha
novela. Sin embargo, no se es tan condescendiente con el puterío institucional,
cuya descripción cae a veces en un premeditado maniqueísmo quizás para no dejar
duda acerca de su abyecta conducta. Además del cura que asiste al prostíbulo,
el capítulo tercero es una crítica feroz a los abusos de poder, alegorizada en
los personajes de un juez, un banquero, un registrador de la propiedad y un
comisario de policía. Hagan ustedes sus cábalas.
El capítulo final
que culmina la degradación de Malasanta es aterrador y es también un intento de
zarandear las conciencias sobre un problema que solemos soslayar hasta que el
telediario nos sacude con la última atrocidad. En el último escenario de la
novela, una estación abandonada, no se expedían billetes para Chipre.
lunes, 21 de noviembre de 2022
589. Cuatrocientos años de 'El trueque'
Thomas Middleton y William Rowley publicaron The Changeling (El trueque) en 1622, aunque el primer testimonio de su representación data de 1624, año en que la obra fue llevada a las tablas del londinense teatro Whitehall. Existe una notable unanimidad en considerar El trueque no solo como la obra cumbre de Middleton sino también una de las mejores del teatro jacobino (con el permiso, claro está, de William Shakespeare).
A la redonda efeméride que
conmemora las cuatro centurias desde su registro legal, se suma para nosotros
la curiosa circunstancia de que Middleton y Rowley ambientaron la obra en
España, concretamente en la ciudad de Alicante. Los pormenores topográficos
debieron extraerlos ambos dramaturgos de The
Triumph of God’s Revenge, una colección de relatos moralistas del
comerciante y escritor John Reynolds, cuya hipotética visita a la ciudad parece
más que probable. Por otro lado, era una costumbre habitual ambientar las obras
jacobinas en países extranjeros para burlar la censura de la crítica velada que
estas vertían sobre el monarca. El
trueque no es una excepción. Sobre Jacobo I, sucesor de Isabel Tudor e hijo
de María Estuardo, se cernía la sospecha del filocatolicismo. Recordemos la
ascendencia católica de su madre. Por otro lado, el tratado de paz que el rey
Jacobo deseaba firmar con Felipe III, rey de España, que incluía el matrimonio
entre el futuro heredero Carlos y la infanta María de Austria, reforzaba dicho
recelo. El trueque es, entre otras
muchas cosas, una metáfora de esas reticencias del ala protestante: la
sangrienta boda en Alicante entre un forastero y una noble de la ciudad
reflejaría la errónea política de Jacobo I al propiciar un enlace entre la
infanta católica española y el príncipe Juan.
No he hallado traducciones de
la obra al español salvo una espléndida edición llevada a cabo por el doctor en
Filología Inglesa, John D. Sanderson. Tanto la traducción como el estudio
preliminar, ambos publicados por el Instituto Juan Gil Albert, son auténticas
joyas para acercarse con rigor y amenidad al texto.
El pasado jueves, la Compañía
Ferroviaria de Artes Escénicas llevó a cabo el estreno nacional de El trueque justamente en la versión de
Sanderson. Se respetó íntegramente el texto, a excepción de la interpolación
atribuida a Rowley, decisión que parece acertada, pues la historia paralela del
manicomio saca al espectador de la trama principal. La interpretación fue
correcta, aunque para mi gusto algo epidérmica, de una eficiencia casi burocrática.
Beatriz Juana, comprometida
con Alonso de Piraquo, conoce casualmente, al salir de misa, al comerciante
Alsemero. Ambos se enamoran y Beatriz pergeña el asesinato de Piraquo a manos
de su enamorado servidor De Flores. Pero este, terminado el trabajo, desea en
compensación gozar de Beatriz, a quien el criado chantajea. Consumado el
chantaje, Beatriz debe ocultar su sobrevenida pérdida de la virginidad haciendo
que sea su criada y no ella quien yazga en la noche de bodas con Alsemero en la
oscuridad de la cámara nupcial. Después, la criada será también asesinada. La
belleza de Beatriz, emparentada con la idolatría católica de las imágenes (tan
denostada por el protestantismo inglés) se erige en pérfida alegoría del credo
de Roma. A este respecto, la simbología política, como tantas otras, es
evidente. Y aunque las transiciones y la superficialidad en el tratamiento del
remordimiento y la culpa están en el debe de la obra (imposible no acordarse de
la grandeza de Shakespeare al respecto), las bajas pasiones de los personajes
no dejan indiferente al espectador, que admira, además, las triquiñuelas de
Middleton para convertir su obra en un alegato político encubierto.
lunes, 14 de noviembre de 2022
588. Cuando Laurencia poseyó a Ana de Ulloa
La nueva versión de El burlador de Sevilla, llevada a las tablas por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, incorpora interesantes elementos que, a veces para bien y otras para mal, singularizan el montaje convirtiéndolo en objeto de sustanciosos análisis.
Lo primero que
llama la atención es la deliberada contención en la expresividad de algunos
parlamentos. No recuerdo ahora qué actor inglés se quejaba de que los actores
españoles de teatro gritaban mucho sobre el escenario, exacerbando en demasía
la vehemencia de sus intervenciones con sus dicciones violentas y viscerales.
Quizás no le faltara razón. Desde luego, nada de eso hallará el espectador en
este Burlador, cuyos personajes
sujetan la brida de las declamaciones y reducen significativamente el volumen
de la voz. Esta novedad casa muy bien con el Tenorio de Tirso, pues no son
pocos los estudiosos que han vinculado el comportamiento del principal
personaje de la obra con una suerte de ascendencia demoníaca. Al modular la voz
y la expresividad del rostro hasta rayar casi en el hieratismo, don Juan queda
deshumanizado para convertirse prácticamente en una alegoría del mal. Su
hermetismo impide cualquier posibilidad de empatía, lo aleja del espectador,
genera incluso animadversión y, por lo tanto, destierra del imaginario
colectivo esa tradicional condescendencia y simpatía que se siente por sus
barrabasadas, de acuerdo con la nueva sensibilidad de la sociedad del siglo
XXI. Esa misma moderación muestran también el tío y el padre de don Juan, que
se dirigen a este sin la iracundia que despiertan sus actos, sino con un hilo
de voz que acrecienta aún más la decepción que les suscita su comportamiento.
Pero esa sobriedad declamatoria no le va bien, en cambio, a Tisbea, la
pescadora burlada por don Juan, cuyo famoso parlamento («¡Fuego, zagales,
fuego, agua, agua! / ¡Amor, clemencia, que se abrasa el alma!») demandaba otra
intensidad.
Interesante también
es cierta parodia hacia el lenguaje barroco de la época (el texto se ha
respetado prácticamente íntegro), usada sobre todo cuando el tío de don Juan
inventa la fuga de este tras haber burlado en palacio a Isabela. La retórica
barroca, natural en Tirso, es aquí objeto de burla y queda emparentada con los
afeites expresivos que ayudan a la mentira. En ese mismo sentido son muy
divertidas las intervenciones de Catalinón.
Los desnudos del
principio y del final de la obra no resultan gratuitos y dotan al montaje de
una inteligente circularidad. El desnudo de don Juan nada más empezar simboliza
su concupiscencia desmedida; en cambio, el desnudo del final, su desamparo ante
la muerte.
La escenografía,
una gran mesa alargada, resulta también muy sugestiva, pues en todo momento nos
está recordando las dos grandes escenas que han de llegar: la visita del
espectro de don Gonzalo para cenar y el futuro sepulcro de don Juan, atrezos
que visualmente complementan de forma irónica el «tan largo me lo fiáis» que
repite siempre el burlador.
Sin embargo, una
vez más, el alegato feminista da al traste con las meritorios hallazgos de
marras. Doña Ana, otra de las mujeres burladas, que en la obra de Tirso ni
siquiera interviene, irrumpe en escena
con la célebre perorata de Laurencia (personaje de Fuenteovejuna) contra los hombres, simbolizando a todas las mujeres
que no tienen voz. El discurso de Laurencia, que en la obra de Lope tiene todo
el sentido, aquí está de más. Aparte de ofender al público masculino a quien
gratuitamente se le está acusando casi de mantener una connivencia con la
violencia de género, como si todos fuéramos partícipes con nuestro silencio de
tal aberración, al director se le olvida que Tirso, con más dureza que Zorrilla,
ya está condenando a don Juan al infierno y dándole su merecido castigo. Es
decir, que el posicionamiento ético de Tirso (un hombre) ya está claro en la
obra sin necesidad de más adiciones apócrifas. Por cierto que, en el discurso
de Laurencia (este sí, muy vehemente), el personaje creado por Lope insulta a
esos hombres cómplices y timoratos como «maricones» y «amujerados», lo que no
deja de ser una contradicción con el propio alegato feminista y un insulto a la
comunidad gay. A ver si por defender a un colectivo vamos ahora a ofender a
otro. Se trata, una vez más, de esa obsesión oportunista por encajar en los
moldes de la nueva sensibilidad social a toda costa sin reparar en la
coherencia artística.
lunes, 7 de noviembre de 2022
587. Buitres de posguerra
Manuel Moya ganó con su último libro, Buitrera (Pre-Textos), el II Premio de Novela «Ciudad de Estepona» con un jurado formado por Nuria Barrios, Eva Díaz, Manuel Borrás, Antonio Soler, José Antonio Garriga y Guillermo Busutil. Ahí es nada. Uno se detiene en la nómina de marras y siente avalada con creces la decisión de adentrarse por los parajes inhóspitos y ásperos de esta novela donde la naturaleza feraz y los yermos morales se imbrican en una misma cosmogonía literaria.
Buitrera,
ambientada en la provincia de Huelva durante el año 1948, narra el peregrinaje
de un grupo de jornaleros andaluces que se dirige a la frontera portuguesa para
trabajar el carbón. La Guardia Civil los confundirá con unos maquis
capitaneados por la figura casi legendaria de un tal Tamales, que lleva de
cabeza a la Benemérita desde hace años.
Lo primero que llama la
atención de la novela de Moya es su lenguaje, trufado de dialectalismos de la
zona, muchos de cuyos significados se aclaran en el glosario anejo, pero
también de aquellos preciosos vocablos rurales que tanto reivindicaba José
Antonio Muñoz Rojas y que corren el riesgo de extinguirse en nuestra era
digital. En ese sentido, Buitrera
constituye un registro de un idioma periclitado que da sus últimos estertores
en el hospital de la literatura.
Hay también en la novela un
gusto por la prolijidad topográfica que acaba convirtiendo el espacio de la
narración, ya desde la primera página, en un universo casi mitológico, a la
manera en que Caballero Bonald creó su Argónida, Juan Benet su Región o, más
recientemente, Jesús Carrasco su Intemperie.
El parentesco entre paisaje y personajes es evidente. Por el libro desfilan
caracteres duros, recubiertos de la costra de la resignación, donde el
alfabetismo boquea como puede, los espíritus se agostan en los desfiladeros
agrestes de la existencia, las ambiciones alternan entre la humildad del cisco
y un puesto de funcionario en un cuartel cochambroso de la capital, y donde el
amor, atropellado e instintivo, aflora como germinan los arbustos sobre la roca
yerta.
Los personajes, descritos
casi con pinceladas impresionistas, tienen, no obstante, relieves de
autenticidad. Especialmente bien conseguido está Wences, un bala perdida que se
dedica a cazar pájaros y a quien la Guardia Civil, en las figuras del cabo
Esteban y el capitán Llanos, le sonsacan una declaración manipulada que quiere
confirmar la identidad de los maquis en los jornaleros con los que Wences se
había topado casualmente. La declaración, apresurada y sin rigor, que condena a
los campesinos, inocula en el alma de Wences la mordedura de la culpa y, por
primera vez en su vida, tratará de reparar el daño en una lucha denodada por
conseguir su propia redención. El capitán Llanos, por su parte, obsesionado con
Tamales, quiere dar pábulo a las palabras, que casi bajo coacción, ha referido
Wences, y en el momento clave, entrarán en liza, en una escena de enorme
intensidad y dramatismo, el orgullo, la ambición y la moral.
El caciquismo, los abusos de
la autoridad policial y, en general, una atmósfera desoladora que transpira aún
los estragos de la posguerra, completan un cuadro literario que deja en el
lector, al cerrar el libro, una sensación de desolación acrecentada por el
eco de los buitres y su promesa de muerte.
lunes, 31 de octubre de 2022
586. El día que gané el Premio Planeta
![]() |
@Iñaki Cerrajería |
Desde hace ya un par de años, la cena de gala del Premio Planeta se celebra en el imponente edificio del Museu Nacional d’Art de Catalunya. Cerca de la entrada se desliza una alfombra roja por donde desfila el famoseo ante los flashes de los fotógrafos. A los periodistas (o a los infiltrados como yo), que accedemos al edificio por una puerta lateral, una cinta azul nos deja bien claro desde el principio que la alfombra roja no está destinada a nosotros. Luego, ya dentro, en el vestíbulo que precede al improvisado comedor, periodistas (e infiltrados) se mezclan con todas aquellas figuras mediáticas a las que uno solo ha visto antes en la pantalla de un televisor. La operación democratizadora la ejercen, sobre todo, las abnegadas azafatas que pasean las bandejas de canapés entre la concurrencia. La bandeja con los macarons de foie es la misma bandeja que la azafata le ofrece a la ministra y a este mindundi. La ministra y yo somos ahora mismo iguales merced al macaron de foie. A mí el macaron de foie me parece que está de putísima madre, así que me hago el encontradizo con la azafata para rapiñar alguno más. La ministra, en cambio, lo deglute con desinterés, como si comiera macarons de foie todos los días. Así que la manera indolente en que ella se come el macaron de foie y la avidez con que lo hago yo vuelven a dejar patente la lucha de clases. Mecachis, yo que me había hecho la ilusión de ser uno más entre los próceres.
En el mismo vestíbulo, sobre
una mesa engalanada, reposa el trofeo del Premio Planeta que, en un par de
horas, recibirá una escritora cuyo nombre ya se ha filtrado entre los
periodistas para que estos puedan escribir sus crónicas antes del cierre de las
rotativas. Trataremos de creernos el paripé de la deliberación y disimularemos
con algo de sonrojo en nuestras mesas durante la cena. Pero antes, a ver quién
se resiste a posar con el galardón en el photocall.
Y allí que va uno, en plan paleto, a que le hagan su foto de recuerdo con el
premio. Ese acto bochornoso vuelve a desterrarme de la jet set. Ellos no posan con el premio, qué ordinariez. A la legua
se ve que yo no soy famoso porque poso con cara de pánfilo junto al premio y
porque pronuncio como el culo photocall,
jet set y macaron. Luego cuelgo
en redes la foto, recibo cientos de likes
en Facebook (likes lo pronuncio algo
mejor) y coloco una frase supuestamente ingeniosa: «Este es el décimo año que
me invitan al Premio Planeta. Y esta foto es, una vez más, una distopía alojada
en algún lugar del metaverso». Para mi sorpresa, al instante y durante varios
días, recibo decenas de felicitaciones. La peña cree que he ganado el Planeta.
O no han entendido el texto o no lo han leído. Bienintencionado, me inclino por
esto último. La tiranía de la imagen se impone a cualquier otro razonamiento
lógico. Ocurre lo mismo con los titulares de prensa: la gente lee el titular
pero no lee el artículo y luego llegan los malentendidos. Y así con todo. Pero,
oigan, por unos cuantos días me he sentido el famoso que no era en el vestíbulo
del MNAC cuando perseguía a las azafatas para comerme otro macaron. He dado las gracias a las personas que me han felicitado,
sin desmentir nada. Déjenme disfrutarlo. He probado las mieles del éxito. La
gente es incapaz de leer tres líneas que acompañan a una foto. O no las
entienden. Pero qué bien luce, junto a la muñeca de faralaes, la última novela
del Premio Planeta en el mueble del comedor.
lunes, 24 de octubre de 2022
585. Barroco
El Diccionario de la Real
Academia Española aclara que el término «barroco» procede del francés baroque, que es a su vez una mezcla del
vocablo Barocco (una figura de
silogismo usada por los escolásticos) y del portugués barroco, que significa ‘perla irregular’, el «barrueco» que usamos
en español. Hasta no hace tanto, la etimología se reducía solamente al origen
portugués, que es el que a mí me parece más sugestivo. El término adquirió
después un sentido despectivo al relacionarlo con el exceso ornamental,
significado que también recoge el DRAE en su séptima acepción. Pero en los
últimos tiempos esta última definición ha ido utilizándose con tal ligereza que
ha llegado a convertirse en un adjetivo que en literatura se aplica ya a
cualquier texto que entrañe una mínima dificultad. Si un texto literario
incorpora un vocabulario que excede las competencias lingüísticas del lector,
es barroco. Si el autor se vale de determinadas imágenes poéticas nacidas de
una legítima vocación de estilo, entonces el escritor es un escritor barroco. Es
curioso cómo una palabra que remite al período más brillante de la historia de
nuestra literatura ha sido degradada hasta ese punto. Se trata de la misma
desemantización –si se me permite la expresión filológica– que sufren otras
voces como «fascista», «nazi» o «exilio», utilizadas alegremente por quienes
nunca sufrieron un régimen autoritario y por los que nunca se vieron en la
dramática tesitura de tener que exiliarse. Por eso cualquier actitud algo
conservadora se tacha enseguida de «fascista»; a las feministas más vehementes
se las llama «feminazis»; y Puigdemont dice que está «exiliado». No sé si Primo
Levi o Antonio Machado usarían esas palabras para tales nimiedades. Pues con la
literatura pasa igual. He leído algunos de esos libros que determinados
lectores tachan de «barrocos». Pero para quienes hemos disfrutado de Alejo
Carpentier, Juan Benet, José Donoso, Gabriel Miró, Caballero Bonald o, si me
apuran, de Luis de Góngora, esos libros supuestamente «barrocos» no son más que
meritorios sucedáneos.
Es fácil agarrarse al
adjetivo «barroco» para enmascarar las propias deficiencias como lector: los
déficits en la comprensión lectora; la alarmante falta de vocabulario que
convierte un término de uso más o menos extendido en poco menos que en el
enigma de la esfinge; o la incapacidad de interpretar una metáfora o una ironía,
que hasta no hace tanto tiempo podía comprender cualquier escolar. Una vez me
afearon en uno de mis libros la palabra «mocárabe» que yo había utilizado para
referirme a las gotas de lluvia que pendían de las farolas. No es obligatorio
conocer la palabra «mocárabe» pero la ignorancia del vocablo creo que no
legitima a nadie para tachar un texto de «barroco» por la sola causa de que esa
palabra no forme parte de su acervo léxico. Es solo un ejemplo de tantos. Y
podrían entenderse tales reticencias si el escritor usase su repertorio
retórico solamente para el lucimiento personal, pero si éste está al servicio
del conjunto y responde a una vocación estética dosificada con inteligencia y rigor,
los hallazgos poéticos redundarán en el valor literario del texto y evitarán,
como le oí decir una vez a Luis Landero, esa escritura burocrática que se
limita a tramitar el argumento y que convierte la literatura en un acta
notarial. «Se puede ser sencillo y falso, y se puede ser barroco y verdadero.
La sencillez no es garantía de nada», añade el escritor extremeño. Y en
cualquier caso, siempre me parecerá bien que las conchas de los moluscos
alberguen su perla nacarada. Irregular si se quiere: un barrueco. Pero perla,
al cabo.
lunes, 3 de octubre de 2022
584. Papel
Casi al final del primer
canto del Infierno de la Comedia, Dante pone en boca de Virgilio
una especie de profecía en la que el poeta latino augura la llegada de un veltro (un lebrel) destinado a dar
muerte al lobo, que en el poema representa la arrogancia del poder establecido.
Añade Virgilio que ese lebrel nacerá tra
feltro e feltro (entre fieltros). La exégesis moderna interpreta ese
sintagma oscuro de un modo ciertamente sugestivo: los fieltros harían alusión al
tratamiento del papel (la feltratura)
que, desde la segunda mitad del siglo XIII y debido a su bajo coste, se estaba
convirtiendo en el nuevo material de escritura, sustituyendo a los caros
pergaminos. De ese modo, el papel deviene simbólicamente en un alegato en favor
de la humildad frente a la prepotencia representada por el prestigio del
pergamino. O, lo que es lo mismo, Dante parece llamar a la revolución cultural
que utilizará el nuevo soporte para cambiar el mundo. Y todo esto una centuria
antes de la invención de la imprenta.
Desde entonces, el papel
parece haber querido preservar aquel origen humilde –pero poderoso– que le
otorgó Dante y blande hoy su sencillez con más orgullo que nunca, cuando los
soportes digitales amenazan su existencia. Y se atavían con sus mejores galas y
su abigarrada diversidad contra la frialdad uniforme de las pantallas. Véanlos,
si no, desfilar ante nosotros con sus más variopintos ropajes: el papel
atlántico se despliega poderoso como la techumbre de un soportal contra la intemperie;
el papel biblia preserva las palabras sacras; el papel carbón se sacrifica en
la mina de las palabras calcadas; el papel cebolla deja ver su corazón
altruista y generoso; el papel celo no se despega de su amante; el papel de
confeti estalla de alegría; el papel cuché se luce en las alfombras rojas; el
papel de aluminio preserva el bocadillo del escolar; el papel de barba, la luce
venerable; el papel de estraza se ofrece, franco y campechano, para los versos
de Miguel Hernández; el papel de filtro,
criba la felicidad; el papel de fumar arde en las tertulias; el papel de lija
vence las asperezas; el papel de luto llora en las esquelas; el papel de seda
tiene sueños orientales; el papel florete se exhibe en su esgrima con la pluma;
el papel higiénico comparte lecturas privadas; el papel maché y el papel mojado
sueñan con ser papel; el papel moneda se hace valer; el papel pautado es la
institutriz del papel; el papel pinocho nos quiere engañar; el papel secante
socorre a las palabras del terrible borrón; el papel verjurado es un ensayo de
Seurat; el papel vitela es todo un detallista.
Y luego está el papel de
periódico, donde dentro de unas horas figurarán estas torpes palabras mías,
reproducidas cientos de veces por las rotativas, multiplicándome. Y ese papel
tibio, como el pan recién hecho de las tahonas, aguardará en el kiosco a que
alguien deslice sus dedos sobre él, levantando el aroma de la tinta todavía
fresca, y crepitará, cada vez que vuelva una página, el fuego centenario de su
milagro.
Releo ahora los versos de Dante y el papel donde se hallan impresos adquiere de repente una naturaleza oracular. Dante se llamaba en realidad Durante (el que dura). Pero él quiso que lo llamaran Dante (el que da). Al final el Tiempo aunó ambos nombres. Dante perdura en la Historia, después de darnos su mayor regalo. Quizás Dante era, él mismo, papel.