lunes, 16 de enero de 2023

593. Engañar a los alumnos





Los que nos dedicamos a la enseñanza de forma vocacional ejercemos de profesores durante todo el tiempo. También en vacaciones. Los últimos días del año los pasé en Soria, y no hubo día en que mi mente no anduviera maquinando las posibles actividades didácticas que ofrecía cada rincón de la ciudad. Qué bonito sería –decía para mis adentros– conseguir el Pasaporte de las Ciudades Machadianas que expide la oficina de turismo y recorrer con los estudiantes las huellas de don Antonio: la casa de huéspedes donde se alojó cuando visitó en verano la ciudad antes de incorporarse a su puesto de profesor; la pensión donde conoció a Leonor; la iglesia de Nuestra Señora de la Mayor donde se casó con ella; el aula del instituto donde enseñaba Francés; la campana del reloj de la Audiencia… Y qué hermoso sería –continuaba efervescente mi cabeza– recitar sus poemas a la ribera del río, «por donde traza el Duero su curva de ballesta en torno a Soria», grabar en los álamos nuestros nombres de enamorados de la Literatura, subir hasta la Laguna Negra… O recitar los versos de Gerardo Diego inspirados en Soria, en Calatañazor, en San Baudelio; leer, tendidos en el césped del claustro de San Juan de Duero, una leyenda de Bécquer con el monte de las Ánimas a nuestras espaldas; visitar la Casa de los Poetas del antiguo casino; pasear por la Numancia en ruinas; estudiar el románico ante la preciosa fachada de la iglesia de Santo Domingo… Total, que en un santiamén tenía yo ya proyectado un viaje de estudios de lo más atractivo. Hasta que llegamos al cementerio de El Espino donde descansa la malograda Leonor y donde, casi a cuyas puertas, se halla también el famoso olmo seco del poema de Machado. Solo que ese olmo no es el olmo que vio don Antonio, que moriría, como todos los demás olmos, por la grafiosis. El olmo que contemplamos en la actualidad es un sucedáneo de aquel otro, al que el ayuntamiento ha colocado, junto al tronco, el poema de marras. Y allí, ante aquel olmo que no es nuestro olmo literario, llegaron mis dudas. ¿Qué les diría yo a mis alumnos si estuvieran ahora mismo aquí conmigo? Después de haber leído el poema en clase; después de narrar toda la trágica historia que lo inspiró; después de haber depositado, tal vez, unas flores sobre la lápida de nuestra Leonor, ¿les diré que ese olmo que tienen ante sí, no es el mismo olmo del poema con el que siempre se me quiebra la voz? ¿Les diré que es un árbol apócrifo? ¿Tengo derecho, como aquel San Manuel Bueno Mártir, a contarles la verdad a estos jóvenes feligreses de la Literatura? ¿De romper el hechizo? Pues miren, no. Los huesos del Cid están bajo la lápida de la catedral de Burgos y no esparcidos por media Europa; el tintero que exponen en Villanueva de los Infantes es el de Quevedo y no una réplica; el piano de Chopin de la celda de la Cartuja de Valldemossa es el piano de Chopin y no uno falso; Lorca está enterrado en el barranco de Víznar; Cervantes y Shakespeare murieron ambos, como en un sortilegio, el 23 de abril; a la muerte de Bécquer, se produjo un eclipse de sol; en el Toboso está la casa de Dulcinea y en la acrópolis de Micenas se descubrió la máscara de Agamenón. Cuando James McPherson se inventó, dándolo por cierto, el mito de Ossian, el crédulo de Goethe llegó a decir en boca de su Werther que Ossian había sustituido a Homero en su corazón. ¡Qué felices Goethe y Werther en su ingenuidad! Así que, ahora mismo, en mi imaginación, estoy junto a mis alumnos frente a este olmo centenario y hendido por el rayo, y les miento y les digo que este es el olmo de Machado, y se me antoja que se hará un silencio, unos pocos segundos tal vez, durante los cuales la literatura se habrá hecho cierta en ese olmo de la rama verdecida.

lunes, 9 de enero de 2023

592. ¿Cuándo nos robaron las palabras?

 


Cada noche, antes de cenar, me pego una buena ducha que se lleva por el sumidero las fatigas y lacerias de la jornada. Lo hago acompañado de la lista de canciones que he ido registrando poco a poco en Spotify. Como no pago la versión premium, cada cierto número de canciones irrumpen algunos anuncios publicitarios. Entre ellos, hay uno que vende las bondades de un programa informático con el que poder crear tu propia música. El anuncio dice algo así: «Soundtrap es la forma más fácil de hacer música; agrega unos jaijats sugestivos; crea un ambiente extraño con este bloquespirin quebrado y finalmente bajemos el tono y reverberemos este ladrido de perro». En serio, ¿qué coño significa todo ese galimatías? Y lo más perturbador: ¿por qué un ladrido de perro?

Desde que nos robaron las palabras, yo ya no me entero de nada. Todo el mundo llama Rosalía a una cantante que no podría nunca escribir A las orillas del Sar, y Quevedo a un tipo que canta cosas como «Ese culito me pide que lo estrelle / no me olvido del perreíto en el muelle». Dante es un jugador que hasta hace poco jugaba en el Bayern de Munich, y Carvajal no es don Antonio, sino otro que juega en el Madrid. Las licenciaturas se llaman ahora grados (¿qué mierda es un grado?) y la Filología Hispánica es, claro, un grado de Estudios Hispánicos o algo así. Yo creía que la épica estaba en los cantares de gesta y en las epopeyas homéricas y ahora es una remontada en la Champions, eso que fue la Copa de Europa de toda la puta vida. La gente perrea ahora de forma distinta a como yo perreo. Cuando yo perreo me estoy echando una siesta del copón. Los clásicos no son ya nuestros autores de los Siglos de Oro, sino un Madrid-Barça. Existen tráileres para los libros, hay runners vestidos de Robocop que yo pensaba que se llamaban corredores. Las personas tienen género, en lugar de sexo (en lo de las nuevas desinencias morfológicas de las palabras ya no entro por miedo a la lapidación). El éxito se mide por likes y existen youtubers, tittokers e instagramers. En un foro de profesores se pedía el otro día información sobre algún vídeo en Tik-Tok para enseñar Literatura en clase. Para mí tik-tok es la onomatopeya que descuenta en el segundero de nuestro mundo cuándo nos iremos a la mierda como especie. Un jeta dice que está exiliado en Bruselas. Que le pregunten a Machado lo que significa la palabra «exillio», a un judío del Holocausto lo que significa ser un «nazi» y a una víctima del gulag, lo que significa el estalinismo. Las rebajas son ahora el Black Friday o el Cyber Monday. A Michael Douglas hay que llamarlo «Daglas» y no «Duglas», no seamos palurdos. No importa que luego ese mismo cretino pronuncie «habían muchas personas en el concierto de Quevedo» o diga «motu propio» o «a grosso modo». Y sí, la ciclogénesis explosiva se llamará así, pero de toda la vida la hemos llamado «tormentazo de la hostia» y todo el mundo sabía de qué hablábamos.

Quizás sea todo esto un arrebato reaccionario de quien nota que su mundo, tal y como lo conocía, se va acabando. También nuestros padres se quejaban de la terminología ridícula que adoptaban sus hijos en los 80. (Aunque reconozcan que tiene más encanto, el «qué pasa tronco», que el «qué pasa bro».¿Bro? ¿En serio?). Habrá que ir asumiendo las cosas. Por lo pronto, voy a terminar este artículo de esta semana y me voy a ir a la ducha a seguir desentrañando cómo narices se hace un bloquespirin quebrado con ladrido de perro. 

lunes, 19 de diciembre de 2022

591. 'Céfiro y Nube'

 



Juan Ramón Torregrosa lleva desde 1975 regalándonos, en palabras de Antonio Carvajal, «poemas intensísimos, de limpia dicción y conmovedora verdad». Prueba de ello es la antología inversa El tiempo y la semilla que acaba de ver la luz a través de Eda Libros y que recoge sus mejores poemas hasta 2013. En lo que Torregrosa sí era inédito era en el terreno de la narrativa, hasta que ha llegado este Céfiro y Nube, que publica Ediciones Frutos del Tiempo en su colección Fif%ty y que constituye una delicadísima evocación nostálgica del mundo infantil del autor durante los últimos años de la década de 1960. La novela narra la breve historia de amor de un niño de 13 años y la inevitable transformación que esa experiencia auroral obra en él, abriéndole las inciertas puertas del mundo adulto. El gran acierto de la primera novela de Torregrosa es justamente esa capacidad evocadora, y no solo por la evocación misma, tan sugestiva, sino por la ternura, deliciosamente ingenua, con que se rememora aquel tiempo ya periclitado. Céfiro y Nube es una novela blanca, amable, un hermoso canto a la inocencia que conmueve porque nos acerca con un cariñosísimo cuidado el candor y la sensibilidad limpios de su atribulado protagonista en las primeras lides del amor. Uno se pasa toda la lectura del libro esbozando una sonrisa casi paternal y acogiendo a ese niño apocado en el corazón. Ese efecto lo logra Torregrosa a través de su magistral dominio de la voz narrativa, cuyo tono es tan difícil de alcanzar en este tipo de novelas pero que el autor sabe modular para imbricar perfectamente al narrador adulto, encargado de hilar los recuerdos, con la voz del niño.

Por otro lado, la rememoración de aquella época está jalonada de una dosificada alusión a las costumbres y referentes culturales del momento: la música (Sandie Shaw, Los bravos, Françoise Hardy, The Monkees, The Beatles…); las series de televisión (para los que disponían de ella) como Bonanza; los tebeos tendidos de unas pinzas en los quioscos, como El capitán Trueno; los guateques; los juegos infantiles; las mágicas noches de San Juan; las procesiones; la faena de los pescadores; las marcas de coches y motocicletas; la percepción de la masculinidad; el incipiente turismo; los planes de estudio del régimen; la vida en la escuela con el consabido abusón; los indicios de la modernidad europea a través de revistas como Paris Match, etcétera.

En la novela se pueden rastrear también numerosos ecos literarios que Juan Ramón, profesor de Literatura durante tantos años, no podía, claro, soslayar. Así, el nombre de los protagonistas, Céfiro y Nube, recoge la tradición garcilasista de las églogas; el sufridor muchacho evoca los ojos desasidos de la niña amada a la manera becqueriana de la rima XIV; la escuela a la que mandan a estudiar a Céfiro se halla en Oleza, topónimo que ya usara Gabriel Miró para referirse a Orihuela. Por no hablar de los capítulos «Amor cortés» y «Metamorfosis» donde la literatura se muestra ya explícitamente al servicio de los sentimientos del joven protagonista, cuyo carácter sensible no acaba de hacerle encajar entre sus amigos varones. Sobre la suerte de nuestro pequeño Céfiro con su idealizada Nube juzguen ustedes mismos a través de los nombres elegidos para la pareja protagonista. Tampoco importa demasiado. A la postre, Céfiro, a quien la mitología asignó el epíteto «de aliento dulce» fue luego un ligón de órdago. A nosotros, este otro Céfiro nos ha conquistado también, acariciándonos el corazón como esa brisa que preludia la primavera que fue.

lunes, 12 de diciembre de 2022

590. 'Malasanta': sin noticias de Chipre.



 Descubrí a Antonio Tocornal gracias a Bajamares, ese libro maravilloso que se mece delicadamente entre el onirismo, la feracidad y la lírica de lo primitivo, y desde entonces le declaré amor eterno a este autor gaditano, que se halla entre lo más granado de nuestros narradores actuales. Ahora publica su cuarta novela, Malasanta, editada por la Fundación José Manuel Lara (Planeta) y avalada por el Premio de Novela Felipe Trigo.

Malasanta narra las terribles vicisitudes de una prostituta a lo largo de toda una vida, dosificadas en sucesivos capítulos entre los cuales se realizan saltos temporales de diez años. La novela hunde sus raíces en el Naturalismo del siglo XIX y recoge de éste, no solo la sordidez explícita de las imágenes, sino también aquella vieja idea del determinismo biológico y social. Efectivamente, la prostituta Dámasa la Tuerta, madre de Malasanta, da a luz a su hija en pleno ejercicio de su profesión y, luego, la niña crece acompañada del consabido catálogo de obscenidades, a las que asiste, naturalizándolas, primero desde su canasto de neonata y después detrás de un biombo. Su mismo nombre, impuesto por doña Expiración, la dueña del burdel, es elegido por esta porque «dentro de toda alma humana se esconde una contradicción», que en el caso de Malasanta se resume en sus baldíos intentos de redención. Esta se le ofrece a Malasanta a través del cuidado de Niño Truncado, un adolescente que nació sin extremidades (y determinado, pues, biológicamente), con quien mantendrá una relación amorosa donde descubrirá que «el sexo podía ser limpio y hermoso» (bellísimos los pasajes eróticos) pero para el que no está preparada, pues, criada en aquel ambiente despiadado «estaba muy lejos de saber cómo enfrentarse a la belleza y sobrevivirla». Es por eso que también eludirá, casi como un imperativo de su destino marcado, una vida estable con el comerciante mercero. En el capítulo del Niño Truncado, adquiere significado simbólico la isla de Chipre, cuando el chico, mientras está solo en casa, cae de la silla y, al herirse, su sangre crea un cerco en el suelo que se asemeja a la isla, que él imagina paradisíaca. Desde ese momento, Chipre será el símbolo del sueño dorado. No es baladí aquí recordar que Chipre es la patria de Afrodita.

Las escenas naturalistas, muy frecuentes en el libro, alcanzan cotas de verdad estremecedoras. Baste con citar el pasaje en que Malasanta usa los fetos de los abortos practicados por doña Expiración como juguete infantil. Inolvidable es también el fragmento de evidente ascendencia celestinesca donde se describen los procedimientos de doña Expiración para tales apaños.

A veces, el humor hace acto de presencia como paliativo. Pero se trata de un humor irónico, a veces negro y otras emparentado con la tradición picaresca. Su bálsamo mitiga algo la crudeza de algunas escenas para las que hay que tener cierto estómago. En ese mismo sentido actúa el hermosísimo lirismo de algunas descripciones y reflexiones. Su belleza es flor del loto en la ciénaga.

Existe, asimismo, cierta compasión con los puteros: los clientes se vacían «de semen y de insatisfacciones», y estas últimas parecen obedecer más bien a razones de tintes existencialistas, como si el sexo fuera el campo de litigio entre Eros y Tánatos. Por eso el marido de Baltasar necesita mirarse en el ojo de vidrio de Dámasa mientras fornica con ella. El lector lo comprenderá cuando conozca el origen de ese ojo de vidrio. Al lector de Bajamares tampoco le pasará desapercibido el bonito guiño que con él se hace a dicha novela. Sin embargo, no se es tan condescendiente con el puterío institucional, cuya descripción cae a veces en un premeditado maniqueísmo quizás para no dejar duda acerca de su abyecta conducta. Además del cura que asiste al prostíbulo, el capítulo tercero es una crítica feroz a los abusos de poder, alegorizada en los personajes de un juez, un banquero, un registrador de la propiedad y un comisario de policía. Hagan ustedes sus cábalas.

El capítulo final que culmina la degradación de Malasanta es aterrador y es también un intento de zarandear las conciencias sobre un problema que solemos soslayar hasta que el telediario nos sacude con la última atrocidad. En el último escenario de la novela, una estación abandonada, no se expedían billetes para Chipre. 

lunes, 21 de noviembre de 2022

589. Cuatrocientos años de 'El trueque'



 Thomas Middleton y William Rowley publicaron The Changeling (El trueque) en 1622, aunque el primer testimonio de su representación data de 1624, año en que la obra fue llevada a las tablas del londinense teatro Whitehall. Existe una notable unanimidad en considerar El trueque no solo como la obra cumbre de Middleton sino también una de las mejores del teatro jacobino (con el permiso, claro está, de William Shakespeare).

A la redonda efeméride que conmemora las cuatro centurias desde su registro legal, se suma para nosotros la curiosa circunstancia de que Middleton y Rowley ambientaron la obra en España, concretamente en la ciudad de Alicante. Los pormenores topográficos debieron extraerlos ambos dramaturgos de The Triumph of God’s Revenge, una colección de relatos moralistas del comerciante y escritor John Reynolds, cuya hipotética visita a la ciudad parece más que probable. Por otro lado, era una costumbre habitual ambientar las obras jacobinas en países extranjeros para burlar la censura de la crítica velada que estas vertían sobre el monarca. El trueque no es una excepción. Sobre Jacobo I, sucesor de Isabel Tudor e hijo de María Estuardo, se cernía la sospecha del filocatolicismo. Recordemos la ascendencia católica de su madre. Por otro lado, el tratado de paz que el rey Jacobo deseaba firmar con Felipe III, rey de España, que incluía el matrimonio entre el futuro heredero Carlos y la infanta María de Austria, reforzaba dicho recelo. El trueque es, entre otras muchas cosas, una metáfora de esas reticencias del ala protestante: la sangrienta boda en Alicante entre un forastero y una noble de la ciudad reflejaría la errónea política de Jacobo I al propiciar un enlace entre la infanta católica española y el príncipe Juan.

No he hallado traducciones de la obra al español salvo una espléndida edición llevada a cabo por el doctor en Filología Inglesa, John D. Sanderson. Tanto la traducción como el estudio preliminar, ambos publicados por el Instituto Juan Gil Albert, son auténticas joyas para acercarse con rigor y amenidad al texto.

El pasado jueves, la Compañía Ferroviaria de Artes Escénicas llevó a cabo el estreno nacional de El trueque justamente en la versión de Sanderson. Se respetó íntegramente el texto, a excepción de la interpolación atribuida a Rowley, decisión que parece acertada, pues la historia paralela del manicomio saca al espectador de la trama principal. La interpretación fue correcta, aunque para mi gusto algo epidérmica, de una eficiencia casi burocrática.
Beatriz Juana, comprometida con Alonso de Piraquo, conoce casualmente, al salir de misa, al comerciante Alsemero. Ambos se enamoran y Beatriz pergeña el asesinato de Piraquo a manos de su enamorado servidor De Flores. Pero este, terminado el trabajo, desea en compensación gozar de Beatriz, a quien el criado chantajea. Consumado el chantaje, Beatriz debe ocultar su sobrevenida pérdida de la virginidad haciendo que sea su criada y no ella quien yazga en la noche de bodas con Alsemero en la oscuridad de la cámara nupcial. Después, la criada será también asesinada. La belleza de Beatriz, emparentada con la idolatría católica de las imágenes (tan denostada por el protestantismo inglés) se erige en pérfida alegoría del credo de Roma. A este respecto, la simbología política, como tantas otras, es evidente. Y aunque las transiciones y la superficialidad en el tratamiento del remordimiento y la culpa están en el debe de la obra (imposible no acordarse de la grandeza de Shakespeare al respecto), las bajas pasiones de los personajes no dejan indiferente al espectador, que admira, además, las triquiñuelas de Middleton para convertir su obra en un alegato político encubierto.

lunes, 14 de noviembre de 2022

588. Cuando Laurencia poseyó a Ana de Ulloa



 La nueva versión de El burlador de Sevilla, llevada a las tablas por la Compañía Nacional de Teatro Clásico, incorpora interesantes elementos que, a veces para bien y otras para mal, singularizan el montaje convirtiéndolo en objeto de sustanciosos análisis.

Lo primero que llama la atención es la deliberada contención en la expresividad de algunos parlamentos. No recuerdo ahora qué actor inglés se quejaba de que los actores españoles de teatro gritaban mucho sobre el escenario, exacerbando en demasía la vehemencia de sus intervenciones con sus dicciones violentas y viscerales. Quizás no le faltara razón. Desde luego, nada de eso hallará el espectador en este Burlador, cuyos personajes sujetan la brida de las declamaciones y reducen significativamente el volumen de la voz. Esta novedad casa muy bien con el Tenorio de Tirso, pues no son pocos los estudiosos que han vinculado el comportamiento del principal personaje de la obra con una suerte de ascendencia demoníaca. Al modular la voz y la expresividad del rostro hasta rayar casi en el hieratismo, don Juan queda deshumanizado para convertirse prácticamente en una alegoría del mal. Su hermetismo impide cualquier posibilidad de empatía, lo aleja del espectador, genera incluso animadversión y, por lo tanto, destierra del imaginario colectivo esa tradicional condescendencia y simpatía que se siente por sus barrabasadas, de acuerdo con la nueva sensibilidad de la sociedad del siglo XXI. Esa misma moderación muestran también el tío y el padre de don Juan, que se dirigen a este sin la iracundia que despiertan sus actos, sino con un hilo de voz que acrecienta aún más la decepción que les suscita su comportamiento. Pero esa sobriedad declamatoria no le va bien, en cambio, a Tisbea, la pescadora burlada por don Juan, cuyo famoso parlamento («¡Fuego, zagales, fuego, agua, agua! / ¡Amor, clemencia, que se abrasa el alma!») demandaba otra intensidad.

Interesante también es cierta parodia hacia el lenguaje barroco de la época (el texto se ha respetado prácticamente íntegro), usada sobre todo cuando el tío de don Juan inventa la fuga de este tras haber burlado en palacio a Isabela. La retórica barroca, natural en Tirso, es aquí objeto de burla y queda emparentada con los afeites expresivos que ayudan a la mentira. En ese mismo sentido son muy divertidas las intervenciones de Catalinón.

Los desnudos del principio y del final de la obra no resultan gratuitos y dotan al montaje de una inteligente circularidad. El desnudo de don Juan nada más empezar simboliza su concupiscencia desmedida; en cambio, el desnudo del final, su desamparo ante la muerte.

La escenografía, una gran mesa alargada, resulta también muy sugestiva, pues en todo momento nos está recordando las dos grandes escenas que han de llegar: la visita del espectro de don Gonzalo para cenar y el futuro sepulcro de don Juan, atrezos que visualmente complementan de forma irónica el «tan largo me lo fiáis» que repite siempre el burlador.

Sin embargo, una vez más, el alegato feminista da al traste con las meritorios hallazgos de marras. Doña Ana, otra de las mujeres burladas, que en la obra de Tirso ni siquiera interviene, irrumpe en  escena con la célebre perorata de Laurencia (personaje de Fuenteovejuna) contra los hombres, simbolizando a todas las mujeres que no tienen voz. El discurso de Laurencia, que en la obra de Lope tiene todo el sentido, aquí está de más. Aparte de ofender al público masculino a quien gratuitamente se le está acusando casi de mantener una connivencia con la violencia de género, como si todos fuéramos partícipes con nuestro silencio de tal aberración, al director se le olvida que Tirso, con más dureza que Zorrilla, ya está condenando a don Juan al infierno y dándole su merecido castigo. Es decir, que el posicionamiento ético de Tirso (un hombre) ya está claro en la obra sin necesidad de más adiciones apócrifas. Por cierto que, en el discurso de Laurencia (este sí, muy vehemente), el personaje creado por Lope insulta a esos hombres cómplices y timoratos como «maricones» y «amujerados», lo que no deja de ser una contradicción con el propio alegato feminista y un insulto a la comunidad gay. A ver si por defender a un colectivo vamos ahora a ofender a otro. Se trata, una vez más, de esa obsesión oportunista por encajar en los moldes de la nueva sensibilidad social a toda costa sin reparar en la coherencia artística. 

lunes, 7 de noviembre de 2022

587. Buitres de posguerra



 

Manuel Moya ganó con su último libro, Buitrera (Pre-Textos), el II Premio de Novela «Ciudad de Estepona» con un jurado formado por Nuria Barrios, Eva Díaz, Manuel Borrás, Antonio Soler, José Antonio Garriga y Guillermo Busutil. Ahí es nada. Uno se detiene en la nómina de marras y siente avalada con creces la decisión de adentrarse por los parajes inhóspitos y ásperos de esta novela donde la naturaleza feraz y los yermos morales se imbrican en una misma cosmogonía literaria.

Buitrera, ambientada en la provincia de Huelva durante el año 1948, narra el peregrinaje de un grupo de jornaleros andaluces que se dirige a la frontera portuguesa para trabajar el carbón. La Guardia Civil los confundirá con unos maquis capitaneados por la figura casi legendaria de un tal Tamales, que lleva de cabeza a la Benemérita desde hace años.

Lo primero que llama la atención de la novela de Moya es su lenguaje, trufado de dialectalismos de la zona, muchos de cuyos significados se aclaran en el glosario anejo, pero también de aquellos preciosos vocablos rurales que tanto reivindicaba José Antonio Muñoz Rojas y que corren el riesgo de extinguirse en nuestra era digital. En ese sentido, Buitrera constituye un registro de un idioma periclitado que da sus últimos estertores en el hospital de la literatura.

Hay también en la novela un gusto por la prolijidad topográfica que acaba convirtiendo el espacio de la narración, ya desde la primera página, en un universo casi mitológico, a la manera en que Caballero Bonald creó su Argónida, Juan Benet su Región o, más recientemente, Jesús Carrasco su Intemperie. El parentesco entre paisaje y personajes es evidente. Por el libro desfilan caracteres duros, recubiertos de la costra de la resignación, donde el alfabetismo boquea como puede, los espíritus se agostan en los desfiladeros agrestes de la existencia, las ambiciones alternan entre la humildad del cisco y un puesto de funcionario en un cuartel cochambroso de la capital, y donde el amor, atropellado e instintivo, aflora como germinan los arbustos sobre la roca yerta.

Los personajes, descritos casi con pinceladas impresionistas, tienen, no obstante, relieves de autenticidad. Especialmente bien conseguido está Wences, un bala perdida que se dedica a cazar pájaros y a quien la Guardia Civil, en las figuras del cabo Esteban y el capitán Llanos, le sonsacan una declaración manipulada que quiere confirmar la identidad de los maquis en los jornaleros con los que Wences se había topado casualmente. La declaración, apresurada y sin rigor, que condena a los campesinos, inocula en el alma de Wences la mordedura de la culpa y, por primera vez en su vida, tratará de reparar el daño en una lucha denodada por conseguir su propia redención. El capitán Llanos, por su parte, obsesionado con Tamales, quiere dar pábulo a las palabras, que casi bajo coacción, ha referido Wences, y en el momento clave, entrarán en liza, en una escena de enorme intensidad y dramatismo, el orgullo, la ambición y la moral.

El caciquismo, los abusos de la autoridad policial y, en general, una atmósfera desoladora que transpira aún los estragos de la posguerra, completan un cuadro literario que deja en el lector, al cerrar el libro, una sensación de desolación acrecentada por el eco de los buitres y su promesa de muerte.

lunes, 31 de octubre de 2022

586. El día que gané el Premio Planeta

 

                                  @Iñaki Cerrajería


Desde hace ya un par de años, la cena de gala del Premio Planeta se celebra en el imponente edificio del Museu Nacional d’Art de Catalunya. Cerca de la entrada se desliza una alfombra roja por donde desfila el famoseo ante los flashes de los fotógrafos. A los periodistas (o a los infiltrados como yo), que accedemos al edificio por una puerta lateral, una cinta azul nos deja bien claro desde el principio que la alfombra roja no está destinada a nosotros. Luego, ya dentro, en el vestíbulo que precede al improvisado comedor, periodistas (e infiltrados) se mezclan con todas aquellas figuras mediáticas a las que uno solo ha visto antes en la pantalla de un televisor. La operación democratizadora la ejercen, sobre todo, las abnegadas azafatas que pasean las bandejas de canapés entre la concurrencia. La bandeja con los macarons de foie es la misma bandeja que la azafata le ofrece a la ministra y a este mindundi. La ministra y yo somos ahora mismo iguales merced al macaron de foie. A mí el macaron de foie me parece que está de putísima madre, así que me hago el encontradizo con la azafata para rapiñar alguno más. La ministra, en cambio, lo deglute con desinterés, como si comiera macarons de foie todos los días. Así que la manera indolente en que ella se come el macaron de foie y la avidez con que lo hago yo vuelven a dejar patente la lucha de clases. Mecachis, yo que me había hecho la ilusión de ser uno más entre los próceres.

En el mismo vestíbulo, sobre una mesa engalanada, reposa el trofeo del Premio Planeta que, en un par de horas, recibirá una escritora cuyo nombre ya se ha filtrado entre los periodistas para que estos puedan escribir sus crónicas antes del cierre de las rotativas. Trataremos de creernos el paripé de la deliberación y disimularemos con algo de sonrojo en nuestras mesas durante la cena. Pero antes, a ver quién se resiste a posar con el galardón en el photocall. Y allí que va uno, en plan paleto, a que le hagan su foto de recuerdo con el premio. Ese acto bochornoso vuelve a desterrarme de la jet set. Ellos no posan con el premio, qué ordinariez. A la legua se ve que yo no soy famoso porque poso con cara de pánfilo junto al premio y porque pronuncio como el culo photocall, jet set y macaron. Luego cuelgo en redes la foto, recibo cientos de likes en Facebook (likes lo pronuncio algo mejor) y coloco una frase supuestamente ingeniosa: «Este es el décimo año que me invitan al Premio Planeta. Y esta foto es, una vez más, una distopía alojada en algún lugar del metaverso». Para mi sorpresa, al instante y durante varios días, recibo decenas de felicitaciones. La peña cree que he ganado el Planeta. O no han entendido el texto o no lo han leído. Bienintencionado, me inclino por esto último. La tiranía de la imagen se impone a cualquier otro razonamiento lógico. Ocurre lo mismo con los titulares de prensa: la gente lee el titular pero no lee el artículo y luego llegan los malentendidos. Y así con todo. Pero, oigan, por unos cuantos días me he sentido el famoso que no era en el vestíbulo del MNAC cuando perseguía a las azafatas para comerme otro macaron. He dado las gracias a las personas que me han felicitado, sin desmentir nada. Déjenme disfrutarlo. He probado las mieles del éxito. La gente es incapaz de leer tres líneas que acompañan a una foto. O no las entienden. Pero qué bien luce, junto a la muñeca de faralaes, la última novela del Premio Planeta en el mueble del comedor.  




lunes, 24 de octubre de 2022

585. Barroco

 


El Diccionario de la Real Academia Española aclara que el término «barroco» procede del francés baroque, que es a su vez una mezcla del vocablo Barocco (una figura de silogismo usada por los escolásticos) y del portugués barroco, que significa ‘perla irregular’, el «barrueco» que usamos en español. Hasta no hace tanto, la etimología se reducía solamente al origen portugués, que es el que a mí me parece más sugestivo. El término adquirió después un sentido despectivo al relacionarlo con el exceso ornamental, significado que también recoge el DRAE en su séptima acepción. Pero en los últimos tiempos esta última definición ha ido utilizándose con tal ligereza que ha llegado a convertirse en un adjetivo que en literatura se aplica ya a cualquier texto que entrañe una mínima dificultad. Si un texto literario incorpora un vocabulario que excede las competencias lingüísticas del lector, es barroco. Si el autor se vale de determinadas imágenes poéticas nacidas de una legítima vocación de estilo, entonces el escritor es un escritor barroco. Es curioso cómo una palabra que remite al período más brillante de la historia de nuestra literatura ha sido degradada hasta ese punto. Se trata de la misma desemantización –si se me permite la expresión filológica– que sufren otras voces como «fascista», «nazi» o «exilio», utilizadas alegremente por quienes nunca sufrieron un régimen autoritario y por los que nunca se vieron en la dramática tesitura de tener que exiliarse. Por eso cualquier actitud algo conservadora se tacha enseguida de «fascista»; a las feministas más vehementes se las llama «feminazis»; y Puigdemont dice que está «exiliado». No sé si Primo Levi o Antonio Machado usarían esas palabras para tales nimiedades. Pues con la literatura pasa igual. He leído algunos de esos libros que determinados lectores tachan de «barrocos». Pero para quienes hemos disfrutado de Alejo Carpentier, Juan Benet, José Donoso, Gabriel Miró, Caballero Bonald o, si me apuran, de Luis de Góngora, esos libros supuestamente «barrocos» no son más que meritorios sucedáneos.

Es fácil agarrarse al adjetivo «barroco» para enmascarar las propias deficiencias como lector: los déficits en la comprensión lectora; la alarmante falta de vocabulario que convierte un término de uso más o menos extendido en poco menos que en el enigma de la esfinge; o la incapacidad de interpretar una metáfora o una ironía, que hasta no hace tanto tiempo podía comprender cualquier escolar. Una vez me afearon en uno de mis libros la palabra «mocárabe» que yo había utilizado para referirme a las gotas de lluvia que pendían de las farolas. No es obligatorio conocer la palabra «mocárabe» pero la ignorancia del vocablo creo que no legitima a nadie para tachar un texto de «barroco» por la sola causa de que esa palabra no forme parte de su acervo léxico. Es solo un ejemplo de tantos. Y podrían entenderse tales reticencias si el escritor usase su repertorio retórico solamente para el lucimiento personal, pero si éste está al servicio del conjunto y responde a una vocación estética dosificada con inteligencia y rigor, los hallazgos poéticos redundarán en el valor literario del texto y evitarán, como le oí decir una vez a Luis Landero, esa escritura burocrática que se limita a tramitar el argumento y que convierte la literatura en un acta notarial. «Se puede ser sencillo y falso, y se puede ser barroco y verdadero. La sencillez no es garantía de nada», añade el escritor extremeño. Y en cualquier caso, siempre me parecerá bien que las conchas de los moluscos alberguen su perla nacarada. Irregular si se quiere: un barrueco. Pero perla, al cabo.

lunes, 3 de octubre de 2022

584. Papel

 


Casi al final del primer canto del Infierno de la Comedia, Dante pone en boca de Virgilio una especie de profecía en la que el poeta latino augura la llegada de un veltro (un lebrel) destinado a dar muerte al lobo, que en el poema representa la arrogancia del poder establecido. Añade Virgilio que ese lebrel nacerá tra feltro e feltro (entre fieltros). La exégesis moderna interpreta ese sintagma oscuro de un modo ciertamente sugestivo: los fieltros harían alusión al tratamiento del papel (la feltratura) que, desde la segunda mitad del siglo XIII y debido a su bajo coste, se estaba convirtiendo en el nuevo material de escritura, sustituyendo a los caros pergaminos. De ese modo, el papel deviene simbólicamente en un alegato en favor de la humildad frente a la prepotencia representada por el prestigio del pergamino. O, lo que es lo mismo, Dante parece llamar a la revolución cultural que utilizará el nuevo soporte para cambiar el mundo. Y todo esto una centuria antes de la invención de la imprenta.

Desde entonces, el papel parece haber querido preservar aquel origen humilde –pero poderoso– que le otorgó Dante y blande hoy su sencillez con más orgullo que nunca, cuando los soportes digitales amenazan su existencia. Y se atavían con sus mejores galas y su abigarrada diversidad contra la frialdad uniforme de las pantallas. Véanlos, si no, desfilar ante nosotros con sus más variopintos ropajes: el papel atlántico se despliega poderoso como la techumbre de un soportal contra la intemperie; el papel biblia preserva las palabras sacras; el papel carbón se sacrifica en la mina de las palabras calcadas; el papel cebolla deja ver su corazón altruista y generoso; el papel celo no se despega de su amante; el papel de confeti estalla de alegría; el papel cuché se luce en las alfombras rojas; el papel de aluminio preserva el bocadillo del escolar; el papel de barba, la luce venerable; el papel de estraza se ofrece, franco y campechano, para los versos de Miguel Hernández;  el papel de filtro, criba la felicidad; el papel de fumar arde en las tertulias; el papel de lija vence las asperezas; el papel de luto llora en las esquelas; el papel de seda tiene sueños orientales; el papel florete se exhibe en su esgrima con la pluma; el papel higiénico comparte lecturas privadas; el papel maché y el papel mojado sueñan con ser papel; el papel moneda se hace valer; el papel pautado es la institutriz del papel; el papel pinocho nos quiere engañar; el papel secante socorre a las palabras del terrible borrón; el papel verjurado es un ensayo de Seurat; el papel vitela es todo un detallista.

Y luego está el papel de periódico, donde dentro de unas horas figurarán estas torpes palabras mías, reproducidas cientos de veces por las rotativas, multiplicándome. Y ese papel tibio, como el pan recién hecho de las tahonas, aguardará en el kiosco a que alguien deslice sus dedos sobre él, levantando el aroma de la tinta todavía fresca, y crepitará, cada vez que vuelva una página, el fuego centenario de su milagro. 

Releo ahora los versos de Dante y el papel donde se hallan impresos adquiere de repente una naturaleza oracular. Dante se llamaba en realidad Durante (el que dura). Pero él quiso que lo llamaran Dante (el que da). Al final el Tiempo aunó ambos nombres. Dante perdura en la Historia, después de darnos su mayor regalo. Quizás Dante era, él mismo, papel.