lunes, 13 de noviembre de 2023

628. En las entrañas del maltratador

 


Vaya por delante que Antonio Soler es para mí uno de los escritores más sobresalientes de los que ejercen la literatura en nuestro país. Quedé absolutamente anonadado con la potencia estilística de Sacramento y toda la crítica es unánime al considerar Sur una obra maestra. Por eso, hay que recibir con gozosa expectación cada nueva publicación del autor malagueño. Sin embargo, con Yo que fui un perro, el lector leal de Soler deberá asumir algunas dolorosas renuncias. La primera de ellas es olvidarse de que es un libro escrito por Antonio Soler. Porque esta novela no la escribe él sino el personaje ideado por el autor, un muchacho estudiante de Medicina con serios problemas de sociopatía, que vierte sobre su diario toda la bilis negra que lo envenena. Quien nos habla, pues, es Carlos, y lo hace con su registro parco, repetitivo y poco estimulante desde el punto de vista del lenguaje literario, salvo por algún que otro hallazgo lírico que la desazón del joven inspira. El mérito de Soler está justamente en su capacidad para hacer verosímiles las vicisitudes de Carlos al usar el registro propio de un diario espontáneo escrito por un desquiciado. Esa habilidad camaleónica es también una virtud de los grandes. Pero el lector, acumuladas decenas de páginas con el mismo desalentador tono, acaba fatigado. Las continuas repeticiones podrán plasmar muy bien el carácter obsesivo del personaje, pero el material será muy útil para el psicoanalista, no para el lector de una novela.

Yo que fui un perro narra, en forma de diario, la vida de Carlos, quien mantiene una relación sentimental con su vecina de enfrente, Yolanda. Las páginas de su dietario describen una personalidad oscura, misántropa, controladora, atormentada por los celos, patológicamente voluble. Toda su aspereza creciente configura el perfil del futuro maltratador. Para mí, el gran mérito de la novela es la sensación perturbadora que puede producir en el lector ese asomo de empatía que podemos establecer con el personaje. Desde el primer momento, sabemos que algo no funciona bien en su mente, pero también entendemos su vacío existencial, su depresión, su descreimiento del mundo, su orfandad (la real y la metafísica), su baja autoestima, sus inseguridades, su conmovedora vulnerabilidad. Dan ganas de ponerse a hablar con él, de zarandearlo, abrazarlo y de encauzar su vida. Porque allá, en lo más profundo, atisbamos una brizna de nobleza que muchas veces pugna por imponerse. Sus estudios de Medicina, incorporan a la novela otra interesante perspectiva: la víscera, descrita a veces con crudeza durante sus prácticas forenses, como constatación del nihilismo espiritual del personaje.

No podemos juzgar objetivamente a los otros personajes porque todos están tamizados desde la óptica de Carlos, pero sí llama la atención la actitud de Yolanda, a quien Carlos, según sus propias páginas, trata horriblemente la mayoría del tiempo, y que, sin embargo, acepta los vaivenes emocionales de su relación con relativa laxitud. Yolanda, que parece una chica desinhibida sexualmente parece solo disfrutar de esa vertiente de su relación con Carlos, que en ocasiones, parce utilizado (el perro de la cubierta). Y, aunque la acción se desarrolla en los 90, cualquier chica en sus cabales habría abandonado a Carlos a la primera palabra intempestiva. ¿Alerta, tal vez, la novela de la ceguera de muchas mujeres que no saben ver desde dentro la toxicidad de su relación, o es Carlos, también, una víctima de la propia Yolanda?

La novela, de soslayo, trata también temas como el de la homosexualidad y los prejuicios que aún arrastra el colectivo en esa década (aunque Carlos nunca la desprecia) o el problema de la drogadicción.

Yo que fui un perro abonará el debate en muchos clubes de lectura pero no estoy seguro de que sea una novela memorable. Habrá que esperar a la próxima, cuando Soler escriba como Soler.

lunes, 6 de noviembre de 2023

627. Jordi Coboia gana el premio PIPSI de narrativa

 


El poeta Jordi Coboia ha sido distinguido con el prestigioso Premio PIPSI en su primera incursión como narrador gracias a su obra Proso modo, que publicará la editorial Vianborís en colaboración con Reino de Cordelia. Coboia, que se había presentado al galardón bajo el seudónimo de «Juan Carlos Elijas», se une así a la selecta nómina de escritores capaces de superar la rigurosa criba del exigente jurado. De hecho, ha trascendido que la decisión final tuvo que superar el duro escollo de su presidente, Eudald Setós, contrario a la candidatura, y que éste no tuvo más remedio que claudicar ante la unánime determinación de los vocales, compuestos por los espectros de Josep Pla, Miguel Delibes, Joseph Conrad o Vladimir Nabokov, entre otros. En su nota de prensa, el jurado destaca del libro de Coboia «su frescura y originalidad estructural, que le regala al género narrativo un nuevo hallazgo, el de los llamados prosos, hito comparable al de la nivola unamuniana, así como la creación de un espacio mítico, el del Fuerte del Olivo, que ya une su nombre al de otros famosos lugares literarios como Comala, Región o Yoknapatawpha». Este artefacto literario nace casi por casualidad, cuando el gran editor Quim, de Vianborís, le pide a Coboia una novela sobre la situación política en Cataluña tras el procés y, más tarde, coincidiendo con la pandemia, un testimonio narrativo del confinamiento. A todo se niega Coboia, convencido de su incapacidad para abordar tales empresas y disuadido por lo manido ya de ambos temas, pero, entretanto, y mientras confiesa para su coleto, en forma de diario, todas estas dudas, el libro va creciendo orgánicamente, casi empujado por una gozosa y espontánea improvisación, sin aparente planificación, que es justamente uno de los valores de sus páginas, hasta convertirlo en una suerte de miscelánea que recuerda a la libérrima ejecución del Arcipreste de Hita y donde cabe de todo: la poesía, el dietario, las recetas gastronómicas, las representaciones teatrales con acotaciones valleinclanescas, el cuento oral con guiños al Decamerón, el ensayo metaliterario, la novela negra, la crítica política y social, la crónica histórica local, el humor, el relato onírico o la parodia. Qué duda cabe de que Proso modo es un divertimento de su autor, pero también un inteligentísimo alegato sobre los límites entre la literatura y la realidad, que en el libro se difuminan de tal modo, que permite que, hoy mismo, en este periódico, se anuncie el ganador ficticio de un premio que no existe y que se haga con la convicción de que Coboia es más real que Elijas, que el Premio Pipsi es el más prestigioso de  todos los premios y que este artículo no sabemos ya si se halla entre las páginas del Diari de Tarragona o entre las de Proso modo. Por lo demás, el lector avezado y con un buen bagaje de lecturas gozará con los juegos de palabras intertextuales donde reconocerá a multitud de referencias literarias (una forma de respeto, por cierto, al propio lector); disfrutará con el estilo quirúrgico de su autor, a veces desenfadado, otras profundamente humano; conocerá a personajes inolvidables, como Ferran, el profesor jubilado que clama al cielo, como un estilita, la ruina del sistema educativo; fumará yerbaluisa y se topará, como los demás protagonistas, con el espíritu de Salme, el general francés que murió durante el asedio a Tarragona y cuyo cuerpo, se dice, reposa bajo el acueducto de Tarragona y su corazón en el monumento a Escipión, pero también con los de una selecta pléyade de escritores muertos; se reirá con las veleidades del taller literario de Francina, al que un inseguro pero descreído Coboia seguirá para poder avanzar en su proyecto, aunque haya que incluir muchas descripciones y algún muerto para el éxito comercial del artefacto; y obtendrá un fresco de un momento de nuestra historia que, con el paso de los años, devendrá, por la forma en que está plasmado, en un testimonio vivo e imperecedero.

Coboia, que ha manifestado su incredulidad al conocerse ganador, recogerá el premio PIPSI en un acto solemne que se celebrará qué más da cuándo y en qué lugar.

lunes, 30 de octubre de 2023

626. Los muertos somos nosotros

 


Pasado mañana es el Día de Todos los Santos. Siempre que se acercan estas fechas, recuerdo a Mariano José de Larra y aquel artículo suyo, publicado en El Español, el 2 de noviembre de 1836, en el que zarandeaba las conciencias de los españoles, haciéndonos ver que los muertos no se hallaban en el cementerio, que los muertos, en realidad, éramos nosotros mismos. Escribió su artículo poco después de perder su escaño como diputado por Ávila tras el Motín de la Granja de San Ildefonso, tal vez la última oportunidad de cambiar desde dentro la política de un país desnortado. Tampoco iban bien las cosas en lo personal, tras su enésima discusión con su amante, Dolores Armijo, quien alternó con él momentos de apasionada efusividad con otros de absoluto desdén. En su columna, Larra imaginaba un cementerio dentro de Madrid: los nichos eran los de la Constitución, el del Palacio Real, el del periodismo o el del Ministerio, cuya lápida rezaba: «Aquí yace media España; murió de la otra media». Y denunciaba la pasividad de la ciudadanía ante los desorbitados impuestos, la obligatoriedad del servicio militar, la opresión contra la disidencia o la falta de libertad de imprenta, entre otros males del país. Los muertos, que no estaban sometidos a tales represiones, eran más libres y estaban más vivos que los que ese día iban a ofrecer flores a sus familiares. Poco menos de un año después de escribir su artículo, Larra se descerrajaba en su despacho un tiro en la sien. Descubrió el cadáver su hija Adela, de seis años, cuando se disponía a darle las buenas noches.

Casi dos centurias después, los muertos seguimos siendo nosotros. Tenemos un presidente del gobierno que miente compulsivamente, ya sin pudor ni disimulo, y a quien se le sigue votando a pesar de lo sonrojante que resulta repasar la hemeroteca; tenemos una oposición a la deriva con la capacidad intelectual de un niño del parvulario y un partido extremista, enemigo de la cultura; en la literatura triunfan los escribanos pero no los escritores; mis alumnos se adhieren a una huelga para protestar contra la guerra en Palestina pero solo lo hacen para saltarse las clases de ese día, para arañarle unas horas de sueño más a la almohada o para jugar a los videojuegos. A estos chavales les compensan las muertes diarias en Gaza si con ello duermen un poco más; les compensa el sacrificio de quienes se dejaron la vida para que hoy ellos disfruten de su derecho a huelga, aunque desprecien ese derecho ganduleando en casa. Los sátrapas megalómanos siguen mandando a otros hombres a la guerra por un pedazo más de tierra. Mientras escribo estas líneas, me entero de que ha muerto Armita Garavand, apaleada por la policía de la moral iraní en un metro por no llevar bien puesto el velo; entretanto, aquí, un feminismo mal entendido estigmatiza la cortesía de un hombre confundiéndola puerilmente con un acoso. También leo que un informe del Defensor del Pueblo cifra en más de 400.000 víctimas, los casos de pederastia de la Iglesia española. El sistema educativo coloca a los estudiantes en su cadena de producción del analfabetismo, con la connivencia de los inspectores educativos, para que los gobiernos puedan dormir tranquilos teniendo alienados a los futuros ciudadanos. Pero las gentes –esos muertos vivos– solo saldrán a la calle para manifestar su descontento por la mala gestión de la directiva de su equipo de fútbol. Valores como la amistad se revelan falaces y uno se da cuenta de lo solo que se encuentra en el mundo cuando las cosas van mal: uno descubre que solo tuvo buenos compañeros de ocio para tomar unos vinos, pero no amigos. Las redes sociales son los nuevos paredones para las lapidaciones. Se mira de soslayo la tragedia migratoria. Y así, dadas las circunstancias, se entiende mejor la desazón de aquel Larra abatido cuya sensibilidad e inteligencia no encajaban con el mundo en el que vivía. Quizás es lo que haya que hacer: pegarse uno un balazo y mandarlo todo a la mierda. Anuncio clasificado: ¿alguien vende por ahí alguna pistolita de contrabando?

lunes, 23 de octubre de 2023

625. Escribir a mano en clase

 


Desde 3.º de la ESO, mis alumnos prescinden del libro de texto en las clases. Practico esa modalidad pedagógica ya casi extinta que se dio en llamar «sesiones magistrales». Hoy no puedes decir que impartes clases magistrales porque corres el riesgo de arder en la pira que los buenistas educativos levantan para los heréticos. A mí, además, alguien me ha tildado de engreído porque considera que atribuir a mis clases la cualidad de «magistral» redunda en cierto narcisismo. El que así me reconviene no conoce, claro, que el término no se refiere a la calidad de la lección (otro término desterrado ya del nuevo gay-trinar) sino a su origen etimológico: la clase que imparte el magister. En las clases magistrales, el profesor es el protagonista del proceso de enseñanza-aprendizaje y el alumno, el sujeto que recibe la información y que, cuando conviene, interviene en el debate de ideas, que el propio profesor promueve y gestiona. Esto es así porque el profesor es el que enseña y el alumno el que aprende, una perogrullada que todavía hay que aclararle a algunos. No se crean, yo también aprendo mucho de mis alumnos. Pero creo que ellos aprenden un poquito más de su profesor. El caso es que en las clases magistrales, yo hablo y mis alumnos toman apuntes a mano en sus libretas (¡anatema!). No dicto las clases, claro: explico los contenidos, dando decenas de vueltas sobre lo mismo, y ellos no copian literalmente lo que comento, sino que, una vez que se quedan con la copla, trasladan a sus cuadernos con sus propias palabras lo que han entendido. Y lo que no han entendido, se les repite hasta que lo entiendan. Eso sí es para mí un aprendizaje significativo y no las milongas que otros asocian al concepto pedagógico de marras. Y si se trata de innovar, oigan, tomar apuntes a mano es la puta revolución. Porque nadie lo hace ya. Lo nuevo es lo antiguo. El alumno está hasta las narices de los Power Points y de las peliculitas y del Youtube y de «hagamos más guais las clases creando un Instagram de Góngora». Pues no, oigan: a esta generación, que ya ha nacido y crecido con todo el consabido repertorio digital, lo que le mola de verdad (término viejuno) es llenar papeles a mano. Lo que oyen. La atención en clase es total y se crea un silencio absoluto que beneficia el trabajo intelectual porque saben que de la calidad de sus apuntes, dependerá su éxito en el examen (¡sacrilegio!). Mientras toman sus notas, además, están ya estudiando, porque el vínculo artesanal que se genera entre el bolígrafo, el papel y su propio razonamiento cala en su discernimiento mucho más que el atolondramiento visual de las pantallas. Cuando finaliza la clase, los chavales se muestran los unos a los otros los tres o cuatro folios que han llenado con el orgullo del trabajo bien hecho, y se masajean las muñecas, contentos y risueños, como un aguerrido batallón del conocimiento satisfecho de sí mismo y de su esfuerzo después de la lid. Se identifican con su propia caligrafía, como con una patria, blanden sus hojas como una bandera, sienten que ellos mismos están allí, en esos folios; han entrado en contacto con la paciencia y la lentitud del orfebre en estos tiempos de prisa; se han relajado, han establecido entre la psique y sus cuerpos una trabazón física merced a la escritura; han enriquecido sus conexiones neuronales; los más creativos han colocado títulos coloridos y originales. El día del examen recuerdan (porque lo entienden) lo que se les pregunta, y evocan el rincón exacto de los apuntes donde se hallaba aquel concepto por el que ahora se les requiere. Quizás en aquella esquina donde se manchó de chocolate el papel  durante la merienda o en aquel otro rincón donde la compañera de pupitre accedió intrusamente con su bolígrafo en los apuntes de él para dibujar un corazón.

lunes, 16 de octubre de 2023

624. Lealtades viejunas: el Teletexto

 


Uno de los ejercicios que tienen que desarrollar los estudiantes de Bachillerato en la prueba de Selectividad de Lengua Castellana es la redacción de una opinión personal acerca del texto propuesto «a partir de la cultura del alumno y de su conocimiento del mundo». La idea es que los muchachos demuestren que son hijos de su tiempo, que están informados del mundo en el que viven y que puedan cimentar sus argumentos sobre ese bagaje académico y vital. Como la mayoría de alumnos no ve el telediario ni lee los periódicos, yo les proponía una manera directa y sintética de estar al pie de la calle de lo que ocurre más allá de los Pokémon: echar un vistazo al Teletexto. Y, claro, nadie en la clase sabía lo que era eso del Teletexto. Uno de los indicios que demuestran que los profesores nos hacemos mayores es que ya no nos sirven algunas de las estrategias o de los recursos nemotécnicos que hasta no hace tanto ofrecíamos a nuestros estudiantes. Por ejemplo, cuando les explicaba la filosofía de los estoicos, les proponía que se acordasen de Hristo Stoichkov, el famoso jugador búlgaro del Barcelona. Pero ya nadie en el aula sabe quién es Stoichkov. Otro tanto ocurre con las canciones de Sabina, de Madonna o de Mecano que usaba para explicar la tradición oral de los cantares de gesta, el hibridismo del mozárabe o el «Romance de la luna, luna» de García Lorca. O cuando hablo de Rosalía o de Quevedo y surge, indefectiblemente, el rumorcillo jocoso entre los pupitres.

Viene todo esto a que el Teletexto de TVE cumple ahora 35 años, aunque fue la BBC quien lo introdujo hace ya 5 décadas. A día de hoy, en Europa, solo permanece en España y en Alemania y se estima que un 4% de los españoles aún lo utiliza. Así que resulta que no estaba uno tan solo: el 4% equivale aproximadamente a unos 2 millones de habitantes, que no es poca cosa. Esta lealtad viejuna por algo tan rancio como el Teletexto, con esa interfaz casposa de pajillero de los 90 o de clandestino delincuente cibernético, responde seguramente a una necesidad de conservar los orígenes en un mundo que empezamos a no reconocer y que se nos escapa vertiginosamente de las manos. Pero no se crean, tiene su utilidad. Uno busca el número 102 para las noticias nacionales; el 120 para las internacionales; el 135 para los deportes; y el 185 para los titulares de la prensa escrita, y tiene una panorámica del mundo en pocos minutos en su pantalla del televisor, sin la dispersión de los periódicos digitales y su apremiante clic en los inúmeros enlaces, que tientan como las sirenas a Ulises. Por cierto, que durante un tiempo, el encargado de colocar los titulares de los periódicos en la página 185 y siguientes olvidó lamentablemente sus obligaciones, reduciendo la sección tan solo a los fines de semana, por lo que tuve que elevar, indignadísimo, una queja al defensor del espectador para que se retomara su regularidad semanal. Oye, pues me hicieron caso. De nada, aguerrido ejército del 4% de nostálgicos.

Y así llevo, toda una vida, cumpliendo con el ritual teletextario. Aunque es cierto que he reducido algo las consultas a las otras secciones. Antes leía incluso el horóscopo y el ranking de los libros y discos más vendidos cuando todavía era un ingenuo y creía en algo; y el mapa con el recuento de pólenes; y la agrosfera; y el santoral; y los husos horarios del mundo; y la predicción de la salida y la puesta del sol; y los ciclos de la luna; y el zoco; y todas esas cosas que no sirven para nada a las que accedía por el mero placer de trastear cuando internet todavía era una quimera y la tecnología, aún en ciernes, nos fascinaba.

El viernes volví a intentarlo. Podéis consultar el Teletexto, les he dicho a mis alumnos. Y al sentir clavadas sobre mí sus miradas de extrañeza, me he sentido como un viejo televisor de tubos catódicos.

lunes, 2 de octubre de 2023

623. Con la frente marchita

 



Evocando su juventud, Antonio Muñoz Molina ha dejado escrito en alguno de sus libros el recuerdo de su nula vocación para las tareas agrícolas y cómo aquella desafección por los trabajos del campo, unida a su prematura e insobornable inclinación por la lectura,  engendraron en aquel niño sensible un complejo de inferioridad auspiciado por un contexto familiar en el que el trabajo físico estaba revestido del prestigio de lo viril, mientras que lo contrario era estigmatizado con el humillante epíteto de la «flojera». Aunque con una situación muy distinta, algo de eso hay en el nuevo libro del escritor ubetense, No te veré morir. También su personaje, Gabriel Aristu, recibe la presión de su padre para tomar un camino que no desea pero, al contrario que Muñoz Molina, Aristu sí se presta a los deseos paternos, en parte por su falta de empuje vital, pero también por el sentimiento de culpa que le generaría no corresponder a los esfuerzos de su padre por darle una educación privilegiada. Efectivamente, el padre de Gabriel, de quien se nos narra su sufrimiento como víctima de la Guerra Civil en unas páginas que tanto nos recuerdan a La noche de los tiempos, programa sobre la vida de su hijo un ambicioso plan que Aristu no quiere desbaratar para no infligir sobre aquel un doble sufrimiento. Por eso renuncia a su pasión por el chelo y, sobre todo, a su amor por Adriana Zuber a cambio de una vida de éxito en Estados Unidos.

 En la novela, hallo una relación ambigua entre el autor y su personaje. Por un lado, Muñoz Molina parece compadecerse de Aristu, pero siento también, en la forma en que está construido el personaje, una cierta distancia rayana en el reproche, como si Muñoz Molina proyectase sobre Aristu, rechazándola casi con desprecio, la vida de renuncias a la que el autor mismo podría haber estado sujeto de no porfiar por sus sueños de escritor. Esa sensación la percibo, sobre todo, en un cierto elitismo antipático del personaje, que parece formar parte de su propia desnaturalización. En algún momento, incluso, confiesa que Julio Máiquez, que le ha abierto su corazón para contarle su drama familiar, llega a cansarle con su tristeza. Este último personaje, que parece ser concebido con un rol estructural, el de narrar las vicisitudes de Aristu, acaba tomando corporeidad y se convierte en otro sujeto a le deriva. Hasta en el encuentro 50 años después con Adriana Zuber, el diálogo que Aristu mantiene con ella es apocado, con justificaciones pobres y poco apropiadas para la solemnidad de ese acontecimiento. No sé si hay en todo ello una cierta reprobación del autor hacia su personaje.

Además de la música (tremendamente sugestiva la aparición de Pau Casals en la novela), otros temas alcanzan gran relieve en la narración. Entre ellos, el del limbo identitario de Aristu en Estados Unidos, cuyo origen español no le permite nunca la integración completa y le hace sentir eternamente extranjero. Extranjería que también siente cuando regresa a un Madrid que ya no reconoce. También son interesantes las escenas, casi costumbristas, de la alta sociedad americana, así como el mundo de los sueños y del recuerdo, que trazan su ontología paralela, a veces más real que la vida misma. Y, por supuesto, la importancia de las decisiones y la permanencia del amor en el tiempo.

Respecto al estilo, volvemos a encontrar al Muñoz Molina del fraseo inmersivo y de la subordinada. No entiendo muy bien la relevancia, tan traída por la crítica y lectores, que se le da a las primeras 73 páginas sin puntos. Los que leímos El jinete polaco nos sentimos como en casa, y a esa primera parte, donde la evocación y la acumulación tumultuosa del recuerdo y de los nervios de Aristu ante el reencuentro con su antiguo amor se imponen todo el tiempo, el recurso se antoja muy eficaz.

No te veré morir añade a la oceánica producción del autor, otra gozosa experiencia literaria para los que creemos que la Literatura se debe, por igual, al fondo y a la forma. Regresar a Muñoz Molina es como reencontrarse con Adriana Zuber y reconocerse en el brillo de sus ojos.

lunes, 25 de septiembre de 2023

622. Torba: 40 años soñando

 


Han pasado ya varios meses desde que leí El sueño de Torba, de Rafael Soler, título que este año cumple cuatro décadas. Así que escribo estas líneas de memoria, que es como debieran escribirse a veces las críticas literarias, más como experiencia lectora –el famoso poso que deja una lectura– que como análisis académico. Lo he leído, además, en la vieja edición de Cátedra de 1983, a pesar de que Olé Libros ha reeditado recientemente la novela con un iluminador prólogo. Uno tiene sus fetichismos. El sueño de Torba constituye uno de los grandes hitos de la llamada literatura experimental, cuyo precedente más señero fue Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos. Hoy muchos escritores se lanzan al experimentalismo, aunque solo son acogidos por las editoriales independientes porque los grandes sellos, además de timoratos, desprecian la inteligencia de sus potenciales lectores. Pero, salvo honrosas excepciones, hallo en estos autores experimentalistas un afán innovador que a veces parece responder más a un prurito de distinción elitista y deslumbradora que a una verdadera ontología literaria. En El sueño de Torba, en cambio, el extrañamiento del lenguaje tiene un sentido estructural y argumental, y es inseparable de ambos. Así, el fragmentarismo, las violentas torsiones sintácticas, los neologismos, las magistrales elipsis o los trallazos líricos a bocajarro están al servicio de la terrible tragedia de su personaje principal. Porque Jaime Sarduy es, como la prosa de Soler, un ser disociado, a la deriva. Enfermo de cáncer, tiene una tortuosa relación adúltera con la esposa de su oncólogo pero añora a su amor de juventud, cuya hija aparece repentinamente en su vida removiendo un pasado donde la culpa se erigirá, inopinadamente, como leit motiv de la novela. Y digo inopinadamente porque Jaime se comporta durante todo el libro con un cinismo y un sentido de la ironía que –luego lo sabremos– no son más que la coraza para su conmovedora vulnerabilidad. Coleccionista compulsivo de los objetos más variopintos, guarda en Sarrión, su pueblo de origen, las piezas de un viejo Rolls Royce desmantelado, como lo es también su vida. El regreso al pueblo y su obsesión por reconstruir el coche alcanzan un simbolismo de enorme altura literaria. Los personajes secundarios, aunque satélites de Jaime, están también muy bien construidos. Especialmente importante es el del librero José Radek, quien anota sus conversaciones con Jaime con la intención de escribir una novela que cuente la vida de éste, lo que introduce la fórmula metaliteraria de la novela dentro de la novela. Existe, además, un formidable dominio de los diálogos, de precisión casi magnetofónica. Y no falta la crítica social, como aquella que incide de forma acerada, a la manera de Chirbes, en la uniformidad despersonalizada de las ciudades costeras.

Autor de claras convicciones literarias, alejadas de escuelas, de modas y de imperativos mercantilistas, Rafael Soler, de quien no deja de llamar la atención su silencio narrativo durante la friolera de más de 30 años, puede adscribirse sin duda a eso que se ha dado en llamar autor de culto. Por eso es de agradecer, no solo su vuelta a la novela en 2019, sino también la encomiable labor por parte de determinadas editoriales de recuperar algunas de sus novelas más importantes, como El grito y El corazón de lobo, que ahora publica al alimón la editorial Contrabando. Porque, como Jaime Sarduy, también nosotros necesitamos que al fin Torba se desperece.

lunes, 18 de septiembre de 2023

621. Suicidas literarios

 


La semana pasada conocíamos a través de los datos facilitados por el Instituto Nacional de Estadística el número de suicidios registrado durante el año 2022 en España. La cifra es estremecedora y va al alza: 4.097 personas se quitaron la vida en nuestro país, 84 de las cuales son menores de 20 años. Hay algo chocante entre esa sociedad que exhibe su hedonismo como principio fundamental de la vida y los problemas de salud mental de los que el suicidio es solo la punta del iceberg. Según la OMS, unos 280 millones de personas sufren depresión en el mundo, unos 2 millones en España. Y aunque, obviamente, la casuística individual es muy variada, es como si el actual desprestigio del conocimiento y de su consiguiente sustrato espiritual hubieran socavado las almas de las personas y dejado un vacío que el materialismo y la superficialidad, de naturaleza siempre fungible, no pudieran llenar. No es de extrañar que la Literatura, siempre atenta a las cuestiones de su tiempo, esté abordando esta problemática. Conviene, eso sí, diferenciar la literatura de calidad y necesaria, de aquella otra que apuesta por el oportunismo coyuntural con el único objeto de medrar en el mercado editorial.

Claro que el tema del suicidio no es nuevo en Literatura, empezando por la luctuosa nómina de autores que decidieron acabar con sus vidas y pasando por la no menos triste lista de personajes literarios abocados a la misma fatalidad. Y digo no menos triste, aunque se trate de vidas ficticias, porque para muchos lectores algunos personajes son más reales que su propio autor y porque, en no pocas ocasiones, sus historias fueron trasunto de experiencias reales.

El personaje suicida más célebre de la Literatura ha sido, sin duda, el joven Werther, cuya historia produjo una oleada de suicidios por amor tan preocupante, que muchos países prohibieron la venta del libro de Goethe. Pero hay muchos otros que no caben en este espacio. Así, a vuelapluma, aquí van unos cuantos. Píramo, al ver el velo de Tisbe ensangrentado por el hocico de un león que volvía de cazar, creyó que su amada había sido devorada por el animal; a su suicidio le siguió el de Tisbe, al ver muerto a Píramo. El equívoco le pudo servir a Shakespeare para idear las muertes de Romeo y Julieta, y más tarde, a Hartzenbusch para su intrincada versión de Los amantes de Teruel. Dido no pudo superar el abandono de Eneas en la Eneida y Melibea no sabe vivir sin Calisto. Espectacular es el suicidio de don Álvaro, en el drama del duque de Rivas, con toda su impresionante tramoya romántica. Benito Pérez Galdós creó a dos suicidas memorables: Marianela y, sobre todo, Ramón de Villaamil, que queda cesante a escasos dos meses para jubilarse con los cuatro quintos del sueldo regulador; no recuerdo un final más triste en una novela. También es triste el desenlace de Emma Bovary y de Anna Karenina, víctimas del corsé moral de su tiempo; el suicidio de Anna, arrojándose a las vías del tren (el mismo lugar donde había conocido a su amor Vronsky) no puede ser más simbólico. Augusto Pérez, en Niebla, muere mediante el suicidio inducido por su propio creador, Unamuno. Terrible es también la muerte de Tonet en Cañas y barro que, abrumado por la culpa, se dispara con la escopeta en mitad de la Albufera; su padre, que había dedicado una vida entera a ganarle terreno a la laguna para cultivar arroz, nunca habría imaginado que la tierra conquistada iba a servir de sepultura para su hijo. Andrés Hurtado, el personaje de Pío Baroja en El árbol de la ciencia, lector de Nietzsche y de Schopenhauer, no podrá superar su vacío existencial. Virgilio Delise, el inolvidable personaje de Mario Lacruz en El inocente, nos deja atónitos con su suicidio: «tenía vocación de culpable», dice el narrador. Más recientemente, Aurora, protagonista de Lluvia fina, de Luis Landero, se lanza contra la carretera, cansada de escuchar y mediar en los problemas de los demás y que nadie haya estado atento a su propia desazón.

El lector, seguro, podrá añadir a este catálogo muchos otros ejemplos. Lo importante es que no los siga en su derrota.

lunes, 11 de septiembre de 2023

620. La joven alumna de Minerva

 

María Goyri ante varios espejos. Fotografía de 1914. @Fundación Ramón Menéndez Pidal

Desde siempre he sentido un afecto muy especial por María Goyri. Pero reconozco avergonzado que esa simpatía respondía, sobre todo, a su relación conyugal con mi admirado Ramón Menéndez Pidal. Una esposa que acompaña a su marido durante su luna de miel a recorrer los caminos del Cid y a recoger los viejos romances que sobrevivían en Castilla tiene mucho de mujer ideal para mí. A mi hipotética hija iba a llamarla Jimena solamente porque así se llamaba la hija del matrimonio. Pero desde que vamos eliminando ya el prejuicio patriarcal y María Teresa León es María Teresa León y no “la mujer de Alberti”, María Goyri (que era, por cierto, pariente lejana de aquella), puede ser con propiedad, simplemente María (Goyri).

Y más aún cuando buceamos por su vida y hallamos en su biografía hitos admirables, como el de ser, si no la primera mujer licenciada, sí la primera que cursó presencialmente sus estudios universitarios. Al principio lo hizo sin matrícula, acompañando a su íntima amiga Carmen Gallardo, cuyo padre, Mariano Gallardo, cansado de los obstáculos que la Universidad de Madrid aducía para impedir la matrícula de su hija, decidió él mismo acudir a las clases con ella como oyente. Pero a la muerte de Mariano Gallardo, Carmen perdió su salvoconducto y María Goyri quedó sola y tuvo que luchar denodadamente para ser admitida, pues se requería un informe positivo del Claustro, autorizando la presencia de la joven previa consulta al Ministerio de Instrucción Pública. Finalmente, un Claustro dividido autorizó la matrícula con la condición de que la alumna debía esperar al catedrático en el decanato de la facultad e ir acompañada de este hasta el aula, donde ocuparía la primera fila. Al finalizar la clase, se repetía el protocolo a la inversa. La idea era evitar que María estuviera sola en los pasillos con la idea de no alterar a sus compañeros varones que, por cierto, siempre tuvieron con ella un trato respetuosísimo y exquisito.

El corpus del Romancero que hoy disfrutamos hubiera sido imposible sin el concurso de María Goyri. Durante el viaje de novios, detenidos en Osma para contemplar un eclipse solar, a María se le ocurrió recitar el romance de la Boda estorbada a una lavandera con quien conversaba la pareja. La lavandera dijo conocer el romance y se lanzó a cantar otros entre los cuales Pidal reconoció una versión del romance del Príncipe don Juan, que demostraba que el Romancero seguía vivo entre las gentes de Castilla tras varios siglos. Empezaba así el trabajo recopilatorio de toda una vida. Las imprescindibles fichas que guarda el archivo de la casa de Pidal en el Olivar de Chamartín son cosa de María.

María Goyri fue, además, una de las pioneras del feminismo en España. Afectada por las críticas que había recibido Concepción Arenal tras su ponencia “Educación de la mujer”, María escribió una réplica valiente que obtuvo el cariñoso abrazo de Emilia Pardo Bazán, quien desde entonces apodó a María como la “la joven alumna de Minerva”.

Además del Romancero, María sintió pasión por la personalidad de Lope de Vega, de la que se encargó en varios trabajos. También llevó a cabo una edición crítica (inconclusa) de El conde Lucanor, amén de otros trabajos sobre literatura y pedagogía.

Enrique Súñer, presidente de la Comisión de Cultura y Enseñanza del Gobierno de Burgos, dirigió esta acusación al Servicio de Información Militar, en relación a María Goyri: “Menéndez Pidal, señora de: Persona de gran talento, de gran cultura, de una energía extraordinaria, que ha pervertido a su marido y a sus hijos. Muy persuasiva y de las personas más peligrosas de España. Es sin duda una de las raíces más robustas de la revolución”. Sirva este dislate para engrandecer aún más su figura.

El lector interesado podrá hallar una bonita semblanza de María en el trabajo de Jesús Antonio Cid, editado por la Fundación Ramón Menéndez Pidal, que puede ser una buena manera de celebrar el 150 aniversario de su nacimiento y de descubrir aún más su personalidad. El imbécil de Enrique Súñer no, pero la avala Minerva.

lunes, 4 de septiembre de 2023

619. Besar a una mujer

 


Cuando yo iba al colegio y después al instituto, la mayoría de mis compañeras de clase iban vestidas con feos y holgados chándales ochenteros y enfundadas en blusas que llegaban casi hasta el mentón. Con aquellos atavíos, uno nunca podía hacerse una idea cabal de sus siluetas y contornos femeninos. Por aquel entonces no se veían en las aulas los shorts nalgueros ni los escotes generosos que hoy abundan sin recato por los pasillos de los centros educativos y que no dejan lugar a la imaginación. Si uno se encandilaba de una chica, lo hacía sin más remedio de una mirada hermosa, de unas facciones delicadas, de la grácil lasitud de una melena, de una sonrisa luminosa, del dulce timbre de una voz, del aroma subyugante de un perfume. Vetadas a los ojos las presumibles turgencias de nuestra compañera de pupitre, quedaba neutralizada de antemano cualquier posibilidad de examen concupiscente o libidinoso y uno solo podía enamorarse espiritualmente de una donna angelicata. Quizás por eso, el cuerpo de una mujer ha sido desde siempre para mí un bellísimo misterio. Y aunque después la vida me ha permitido demorarme, ya sin restricciones, en cada milímetro de piel, sigo siendo aquel niño para quien el cuerpo de una mujer era un templo guardado por una vestal y el ingreso en él, un privilegio inmerecido que se ofrece a un hombre, siempre neófito, siempre aprendiz y siempre turbado ante el arcano, sempiternamente inédito, de la intimidad de una mujer. Y si ha habido audacia u osadía en mis lances amorosos, siempre ha sido con la vocación de reintegrar con lo mejor de mí la deuda que debía más que por complacer mi propio deseo.

Si el cuerpo de una mujer es un templo, entonces su boca y la promesa del beso es el primer atrio que conduce a su sagrario. Por eso a mí, que tengo la extravagancia de situarme a menudo en las regiones periféricas de las polémicas, lo que me ha sorprendido del beso de Rubiales no es tanto el beso mismo como la zafiedad con que lo ha pedido. He tenido la oportunidad de besar y ser besado por muchas mujeres (no es jactancia –tampoco es que yo sea precisamente un Adonis– sino agradecida constatación del regalo, seguramente injusto, con que me ha ofrendado la vida) y siempre me ha electrizado el contacto con unos labios y el húmedo vértigo con que, al cerrar los ojos, cae uno en su abismo y su asombro. Ese milagro, que es el beso de una mujer, Rubiales lo ha degradado, incluso semánticamente: «un piquito» lo ha llamado. Y su modo de agarrar la cabeza de Jenni Hermoso y plantarle los morros en la boca tiene para mí algo de profanación que va más allá de todo el debate jurídico y moral que se ha dirimido durante estos días. Lo que quiero decir es que lo que a mí me deja perplejo de verdad es que un hombre, cuya expectativa del beso de una mujer debiera tenerlo temblando, lo tome así, sin más, como quien recoge coles.

No me olvido de que esto es una columna sobre literatura. Ahora voy. Escribe Cortázar en Rayuela: «Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua». Rubiales no ha leído, claro, a Cortázar. Pero tampoco ha leído La Regenta. De haberlo hecho sabría que su beso, tan distinto del de Rayuela, emparenta más bien con el beso de sapo de Celedonio a Ana Ozores.