domingo, 27 de julio de 2014

260. Sefarad



El Gobierno ha aprobado un decreto según el cual concederá la nacionalidad española a todos aquellos sefardíes que así lo deseen. Aunque esta decisión tenga, probablemente, más de simbólico que de práctico, no deja de ser una reparación del agravio histórico que España arrastra con la comunidad judía desde 1492 cuando los judíos españoles fueron expulsados de su amada Sefarad, bajo el reinado de los Reyes Católicos.
El vínculo de los judíos sefarditas con España es uno de esos casos asombrosos de arraigo y lealtad hacia una tierra. Pese a la injusticia recibida, muchos de los descendientes de aquellos judíos conservan, después de más de 500 años, la llave que abría las puertas de las casas de sus antepasados en España, heredada de generación en generación, y mantienen en lo más profundo de su ser un sentimiento de pertenencia que parece inconcebible para alguien que, en muchos casos, ni siquiera ha pisado España en su vida. Cuenta el escritor Manuel Vicent que llegó a conocer en un bazar de Estambul a un sefardita comerciante de ámbar que, tras una ardua búsqueda, logró encajar su llave en la cerradura de la casa de sus antepasados en Toledo. La cerradura se encontraba entre los cachivaches de una almoneda regentada por un gitano de Plasencia.
Por otro lado, el judeoespañol, esa lengua anclada en el tiempo que todavía conserva los rasgos fonéticos y léxicos del castellano del siglo XV, se sigue hablando, sobre todo en Israel y en Turquía, amén de otros lugares del mundo; en total, se calcula que lo usan cerca de 150.000 hablantes y hasta se editan revistas en ladino.
La expulsión de los judíos españoles fue uno de tantos desatinos de los que está plagada nuestra historia patria. Evoco con vergüenza las conversiones forzadas, siempre bajo sospecha; los contrabandos de cédulas para conseguir apellidos asturianos que le emparentasen a uno con aquellos cristianos viejos de la Reconquista; las delaciones… Y, sin embargo, lo más granado de nuestra literatura, los autores de los que nos sentimos más orgullosos, fueron probablemente judíos conversos o descendientes de éstos: el autor anónimo del Lazarillo, Fernando de Rojas, Cervantes, Quevedo, Góngora, entre tantos otros. De Cervantes el historiador José Enrique Ruiz-Domènec cuenta las macabras pullas que recibió el escritor el día de su enterramiento, un sábado, por parte de quienes le querían mal, pues, Cervantes, que había defendido su ascendencia de cristiano viejo durante toda su vida, demostraba su origen judío al cumplir escrupulosamente con la religión hebrea, ya que nadie podía negar que el día sagrado del sabbath, efectivamente, Cervantes descansó. Hasta ahí llegaba la barbarie por cuenta y obra de una raza, una lengua o una religión.

Sirva este desagravio que ahora quiere instaurar el Gobierno de España para recordar a quienes quieren limitar nuestra identidad, que no existe una manera canónica de ser y sentirse español, como no la hay de ser y sentirse catalán; que es absurdo perderse en la noche de los tiempos para hallar el momento auroral en el que nace una conciencia nacional española o catalana; porque somos hijos de los pueblos prerromanos; de griegos, fenicios y cartagineses; de romanos, visigodos, judíos y musulmanes, y de ese mestizaje estamos hechos; que eso de la lengua “propia” de un país es una entelequia porque, en último término, aquí somos todos hijos del latín y, si me apuran, del indoeuropeo. Quienes, escudriñando afanosamente por las páginas de la Historia, se obsesionan en hallar aquella fecha histórica concreta que reivindique una suerte de sentimiento nacional, se comporta con una absoluta arbitrariedad porque uno siempre puede remontarse aún más en el pasado o partir de la data que mejor le convenga según su interés. A ver si al final, tanto progreso va a servir sólo para que tenga que ser Alfonso X, un rey de la bárbara Edad Media, quien nos dé lecciones de convivencia.

domingo, 13 de julio de 2014

259. La mujer loca



Si la Biología nos dice que el ser humano es básicamente agua, la Gramática nos dice que el ser humano es radicalmente lenguaje. Y para refutar tal afirmación, hasta los propios biólogos tienen perdido el debate porque el nombre de su profesión está formado por el elemento compositivo “-logos”, que antes de adoptar su significado actual de “especialista”, significaba propiamente “palabra”. En el Evangelio de San Juan se dice: “En el principio existía la palabra” y luego poetas como Blas de Otero o José María Valverde tradujeron la palabra divina de la Biblia a la palabra no menos divina de la Poesía y escribieron sendos poemas que casualmente titularon igual: “En el principio”. En ellos ambos cifraban su existencia y la del mundo en la palabra: “que no hay más mente que el lenguaje, /y pensamos sólo al hablar, / y no queda más mundo vivo/ tras las tierras de la palabra”, se decía Valverde en su revelación más trascendente, mientras Otero repetía como letanía salvadora: “me queda la palabra”.
Algo de todo esto hay en La mujer loca, la última novela de Juan José Millás, publicada en Seix Barral. Entre sus protagonistas se halla Julia, una pescadera que por las noches estudia Gramática porque está enamorada de su jefe, que es filólogo (ya se sabe que “de lo primero que se quita la gente en tiempos de crisis es del marisco y de la Filología”). Al abordar las nociones básicas de la Gramática, Julia descubre un cúmulo de fisuras y contradicciones que para cualquier estudioso de la lengua resultarían ingenuas pero que, observadas con mayor detenimiento, dan lugar a toda una serie de inferencias que rayan en lo metafísico y que, de hecho, son objeto de estudio de la Filosofía del Lenguaje. El repaso por esas irregularidades del idioma lleva a Julia a dos conclusiones radicales: la Gramática no sólo es el trasunto del ser humano sino que éste, además, está al servicio de aquélla y no al revés. Es decir, el lenguaje no es una herramienta del hombre sino parte sustantiva de éste en tanto que lo dirige y le da su ser. Desde luego, esta parte de la novela es la más interesante y creo que acertaré si presagio que hará las delicias, sobre todo de los filólogos, pero también de cualquier lector.
Julia, en sus ratos libres, atiende, además, a una enferma terminal, Emérita, a la que Millás, convertido en personaje de su propia novela desea hacer un reportaje sobre la eutanasia. Aquí empieza el otro bloque temático del libro. El desdoblamiento de Millás diluye las lindes entre el escritor, el personaje de ficción y el narrador, fórmula que tan buen juego ha dado a lo largo de la historia de la literatura. El Millás-personaje conoce a Julia y su atención se dirige desde entonces hacia esa chica extraña a la que se le aparecen frases, habla con ellas, las desnuda y las opera sobre la camilla de una cuartilla y en su locura emite revelaciones deslumbrantes. Tanto es así que se plantea escribir una novela sobre ella (quizás la novela que nosotros leemos), embrollando aún más la “matrioska” literaria. Esta segunda parte, hilada a través de las sesiones terapéuticas que el Millás-personaje lleva a cabo con su psicóloga, es mucho más metaliteraria. En ella se abordan asuntos como la superación del bloqueo creativo, los límites de la novela como género o la dualidad “escritor por oficio” – “escritor por vocación” (en ese sentido, él divide a las personas, escritoras o no, en los “porquesí” y en los “porquenó” de la vida).
 La mujer loca es una novela heterodoxa, premeditadamente inclasificable, un buen ejemplo de esa literatura del extrañamiento, tan cercana a Cortázar y que, en su brevedad, apenas 238 páginas, ofrece infinitas interpretaciones, tantas, que el concepto de relectura no es aquí una opción de refresco sino que queda elevado, en sí mismo, a categoría literaria.

domingo, 6 de julio de 2014

258. Los misterios de París



A Eugène Sue nadie le va a dedicar una efeméride aunque se cumplan los 210 años de su nacimiento. Y ello a pesar de haber sido uno de los escritores más famosos de la literatura decimonónica en Francia, padre de las novelas de folletín propiamente dichas, y de haber cosechado probablemente el mayor éxito que una novela por entregas haya tenido nunca. Nos referimos a Los misterios de París, publicada entre 1842 y 1843 en Le Journal des Débats .
La vida de Sue daría también para otra novela: aprendiz de cirujano en España como auxiliar en las tropas de los Cien Mil Hijos de San Luis, presente en la Batalla naval de Navarino durante la Guerra de la Independencia griega, exiliado político tras el golpe de Estado de Napoleón III y mujeriego y gastador contumaz, capaz de dilapidar en 7 años toda la herencia de su padre. El paso del tiempo no ha sido, sin embargo, bondadoso con él y hoy es un escritor quizá demasiado olvidado. Tal vez su coincidencia en el tiempo con Alejandro Dumas, con quien compartió los años de mayor popularidad, le haya perjudicado.
Si se dispone de tiempo, Los misterios de París es una de esas lecturas propicias para el largo asueto estival. La edición que yo he manejado consta de 894 páginas y letra menuda. Corresponde a la colección “Libro Amigo” de la extinta editorial Bruguera y me costó 1 euro en un mercadillo de libro usado. Nunca 1 euro había sido amortizado con tanto rédito lúdico. El libro es fácil de encontrar. Su protagonista es Rodolfo, príncipe de Gerolstein, quien para expiar una antigua culpa, se mezcla de incógnito, junto a su inseparable Murf, entre los bajos fondos del París del siglo XIX para ayudar a los menesterosos y luchar contra las injusticias que éstos sufren. Es su manera de hacer penitencia. La casualidad querrá que entre las personas a las que socorre, se halle la virtuosa Flor de María, con quien le une un vínculo inesperado que me guardaré de desvelar aquí. La novela es entretenidísima y está llena de lances aventurescos, sorpresas, giros argumentales, amores, reencuentros inesperados, identidades misteriosas, situaciones emocionantes, el humor y, en definitiva, todos aquellos ingredientes que caracterizan a la novela de folletín para bien y para mal. Entre los defectos, la novela adolece de un indisimulado maniqueísmo que distingue muy a las claras a los personajes buenos de los malvados, lo que redunda en la caracterización plana de la mayoría de ellos. No obstante, los hay verdaderamente inolvidables.

Sin embargo, la impronta de Eguène Sue se deja ver en algunos pasajes donde su maestría supera los límites que le impone el género. En gran parte del libro, se aprecia la vocación ilustrada de su autor y, al hilo del argumento, se reflexiona sobre aspectos sociales como el sistema de justicia francés, la educación de los hijos, el estado de las penitenciarías, los matrimonios por conveniencia, la doble moral de la burguesía francesa, etcétera. Toda la novela está imbuida de un sentimiento ético-cívico inspirado en la caridad y en la oportunidad de redención de todo ser humano. Son muchos los casos en los que los personajes reconducen sus vidas hacia el bien, adelantándose, aunque desmantelándolos, a los postulados del determinismo social del Naturalismo. Sin embargo, el inesperado final trágico del libro, deja un poso de pesimismo respecto a la superación de la culpa o del merecimiento del perdón, quizás algo radical. No sabemos si, sobre este particular, Eugène Sue estaba pensando en sí mismo. 

jueves, 3 de julio de 2014

257. Maribel y la extraña familia



Con la llegada del verano, se pone punto final a la temporada de teatro, con permiso, claro está, de los festivales de Almagro o Mérida, entre otros. Este año hemos tenido la suerte de disfrutar de una brillante puesta en escena que, cual broche de oro, nos deja ansiosos de más teatro del bueno. Nos referimos a Maribel y la extraña familia, obra archiconocida de Miguel Mihura que Gerardo Vera ha renovado con la maestría que le caracteriza y con la ayuda de un elenco de actores espléndidos.
           
 El germen del argumento radica en una experiencia autobiográfica del propio Mihura que le valió para crear una obra que se ha convertido en un clásico. Marcelino, un chico provinciano que es dueño de una próspera fábrica de chocolatinas, llega a Madrid en busca de una esposa para olvidar un trágico suceso que le ocurrió a su anterior mujer. Allí se instala junto a su madre, doña Matilde, en casa de su tía doña Paula. El joven acude al salón Oasis, donde conoce a una simpática señorita llamada Maribel que encaja perfectamente con el prototipo de chica que busca: simpática, alegre y, sobre todo, moderna. La joven acepta visitar su casa, pues piensa que el cliente quiere intimar con ella, pero cuál será su sorpresa cuando descubra que Marcelino la presentará como a su novia a dos simpáticas ancianitas que alabarán la frescura, la amabilidad y el “modernismo” de Maribel. A partir de este momento, se desencadenan divertidas situaciones en las que la prostituta va cogiendo cariño a esta extraña familia que parece no darse cuenta de cuál es su verdadera profesión. Paulatinamente, la protagonista empieza a conocer el verdadero amor y siente la necesidad de cambiar para encajar en la familia de Marcelino. Así, la joven experimenta una transformación que se evidencia en su forma de expresarse, de comportarse y de vestirse. No obstante, no desea casarse con Marcelino sin que éste conozca verdaderamente cuál ha sido su pasado mas el empresario se niega a hablar de este tema. Para él, Maribel es una joven maravillosa. Eso es lo importante y así se lo hace saber a su prometida: “uno no es como piensa que es, sino como lo ven los demás”.

 El tema de la bondad de la familia de Marcelino resulta especialmente interesante. Tanto él como sus tías son personajes blancos, buenos en sí mismos, que escapan a los prejuicios morales de una sociedad rancia y dominada por la obsesión por guardar las apariencias. La negación de la verdadera profesión de Maribel no ha de interpretarse como un acto de hipocresía sino como una superación de los prejuicios morales, pues lo importante es la persona y Maribel rezuma bondad y demuestra que puede ser una buena esposa para Marcelino. Precisamente la sinceridad, la honestidad y la bondad de los personajes desencadenarán situaciones cómicas y equívocos que harán las delicias de los espectadores.

Los actores que Gerardo Vera ha elegido para esta nueva aventura encajan perfectamente en su papel. Las protagonistas femeninas nos regalan una interpretación deslumbrante: Lucía Quintana sí es Maribel, la actriz demuestra una valía enorme y una gran variedad de registros interpretativos; Ana María Vidal y Sonsoles Benedicto –tía y madre de Marcelino- están  radiantes en sus respectivos papeles. Por otra parte, Markos Marín encarna  a un Marcelino apocado y tímido a la perfección, que queda eclipsado por la arrolladora personalidad de Maribel y de las dos ancianas.
La puesta en escena también es un acierto. A la decoración tradicional que representa la casa de doña Paula se le suman algunas situaciones con videoescenas. Los entreactos sumergen al espectador en el interior de una sala de fiestas de los años 50, con canciones y coreografías que amenizan la representación y que nos hacen partícipes de ese local en el que trabajan Maribel y sus alocadas amigas.


En definitiva, esta nueva versión de Maribel y la extraña familia nos ofrece la posibilidad de disfrutar del teatro con mayúsculas, de ese teatro que respeta el espíritu original de la obra pero sabiendo hacer uso de una libertad creadora con la que el director es capaz de conectar con el público actual. Se demuestra así que Miguel Mihura no es un dramaturgo pasado de moda, arraigado a una veta teatral rancia sino que sigue cosechando éxitos como ya hiciera en 1959 cuando se estrenó por primera vez esta comedia. Quedémonos con el mensaje de bondad que nos transmite la obra: “Ahora  a las personas inocentes y buenas se las llama locas y maniáticas porque la verdadera bondad, por ser poco corriente, no la comprende nadie”.  La obra hace malo, pues, aquel refrán del “piensa mal y acertarás”. Busquemos, pues, a ese Marcelino, a esa Paula o a esa Matilde que todos llevamos dentro y no tengamos miedo de ser tachados de locos por hacer de la bondad nuestra bandera. 



domingo, 29 de junio de 2014

256. Santiago literaria



El himno de Galicia está basado en las primeras cuatro estrofas de un poema titulado Os pinos, del poeta Eduardo Pondal. En él se apela antes a Breogán, mítico rey precéltico, fundador de la legendaria Brigantia (La Coruña), que al Apóstol Santiago. ¡Qué paganos estos gallegos! Y ya que esta alusión pseudoliteraria aparece en el propio himno, creemos que el Apóstol nos disculpará si en nuestro peregrinaje a la tierra de Rosalía sustituimos el bordón y la vieira por la pluma y la lira apolínea. A fin de cuentas, para los letraheridos, la literatura es religión.
No obstante, ésta le debe mucho a la ruta jacobina, empezando por el excelso Códice Calixtino. Ya Dante decía en su Vita nuova que “non s’intende pellegrino si non chi va verso la tomba de S. Jacopo, o viene”. Guillermo X de Aquitania, hijo del primer trovador provenzal de nombre conocido (Guillermo IX),  peregrinó ocho veces a Compostela bajo el seudónimo de Gaiferos de Mount-Marsan, famoso personaje del Romancero y que Cervantes recogió en el Quijote, en el capítulo del retablo de Maese Pedro. Guillermo murió en su última peregrinación, al pie del altar, el 9 de abril de 1137.
Asimismo, Chaucer, en los Cuentos de Canterbury crea el personaje de la viuda de Bath, peregrina penitente que, además de a Santiago, había visitado también otros puntos de devoción como Roma, Bolonia y Colonia.
El nombre de la céntrica Rúa da Raiña (de la Reina), que junto a la Rúa do Franco, constituye la calle gastronómica más famosa de Compostela, seguramente haga alusión a la reina Isabel de Aragón, peregrina también de Santiago. Se da la circunstancia de que esta reina estuvo casada con el rey Dionisio I de Portugal (1261-1325), célebre y prolífico trovador representante destacado de la poesía galaico-portuguesa, que también cultivaron los compostelanos Joam Airas y Ayras Nunes.
Y si de yantar se trata, el peregrino literario puede detenerse en “El Padre Benito”, mítica pulpería frecuentada por Álvaro Cunqueiro (ahora, “Los Sobrinos del Padre Benito”). A lo largo de 1947, Cunqueiro dejó escritos en la revista Finisterre, bellísimos artículos gastronómicos que ya quisiera para sí la insufrible caterva de los actuales gurús de los fogones: 

“Donde realmente se bebe es en las tabernas de Santiago de Compostela. Se bebe allí un vino que ha aprendido a trepidar en las barricas cuando repican las campanas basilicales. Algo pasa en las tascas compostelanas, en el Padre Benito, el Túnel, el Senado, el Tanque… los vinos del país van a mejor, se reposan y anchean, toman una temperatura humana y grave, y parece como si fuese allí, en Compostela, bajo la camelia de aquel cielo sacro, donde se descubren las íntimas cales de los vinos del Miño y del Avia, del cabal Espadeiro, de los benedictinos albariños”. 

De todos modos resulta más sabroso el alimento sugestivo del recuerdo de Cunqueiro en “El padre don Benito” que el pulpo mismo del local. Éste hay que comerlo en “El gato negro”. 
También podemos tomar un café en el Derby, con su atmósfera modernista, lugar frecuentado por Valle-Inclán, aunque yo prefiero sentarme con él en su banco del Parque de la Alameda y contemplar la catedral, después de admirar, en el mismo parque, la estatua de Rosalía.
A Rosalía de Castro hay que visitarla en el Panteón de Galegos Ilustres pero yo la prefiero viva en su casa-museo del Padrón o en la vivienda junto al arco de Mazarelos, donde Rosalía residía cuando publicó sus Cantares gallegos en 1863. Muy cerca, se halla la Facultad de Geografía e Historia, en cuya magnífica biblioteca Manuel Machado ejerció como bibliotecario. Si se viaja a Padrón, hay que ver, además, la estatua de Macías, el trovador enamorado cuya trágica muerte inspirara a Lope o Larra;  y es innegociable también la visita a la vecina Iria Flavia y a su Fundación Camilo José Cela.
De nuevo en Santiago, la Casa de la Troya es la antigua pensión estudiantil situada en la calle del mismo nombre que inspirara la novela de Pérez Lugín y las versiones cinematográficas posteriores. Y hablando de ambiente académico, hay que homenajear al “Batallón Literario”, unidad universitaria que participó en la Guerra de la Independencia contra los franceses uniendo “Minerva a Marte”, según rezaba el poema que los soldados portaban en una cinta. Puede verse una placa homenaje en la Plaza de la Quintana.
Y con esta dulce penitencia, el peregrino literario en Santiago puede darse por redimido. Si, además, lleva en su maleta los versos de Rosalía, completará el jubileo.

A Armando Requeixo, apóstolo das letras galegas



ÁLBUM LITERARIO DEL VIAJE

Café Derby, habitual de Valle-Inclán

Vidriera del Café Derby

Placa homenaje al Batallón Literario, en la Pz Quintana

Tumba de Rosalía de Castro, en el Panteón de Gallegos Ilustres

Casa donde vivió Rosalía de Castro, cerca del Arco de Mazarelos, en Santiago.

Biblioteca de la Facultad de Geografía e Historia, donde ejerció como bibliotecario Manuel Machado


Casa de la Troya, pensión de estudiantes que inspirara la novela homónima de Pérez Lugín

Pulpería "Los sobrinos del Padre Benito", que frecuentaba Cunquiero

Casa-Museo de Rosalía de Castro, en  Padrón. Retrato de la escritora

Casa-Museo de Rosalía de Castro, en Padrón. Habitación donde murió

Casa-Museo de Rosalía de Castro, en  Padrón. Fachada.

Casa-Museo de Rosalía de Castro, en Padrón. Entrada al pazo.

Busto de Camilo José Cela, frente a la Fundación que lleva su nombre, en Iria Flavia


Estatua dedicada a Rosalía de Castro, en el Parque de la Alameda

Con Valle-Inclán, en el Parque de la Alameda


El trovador Macías, en Padrón

Segunda estatua del trovador Macías, en Padrón.

lunes, 16 de junio de 2014

255. Arcadia desolada



Camilo José Cela tardó 5 años en acabar su Oficio de tinieblas 5. Lo hizo literalmente encerrado en su escritorio, sobre el que había dispuesto un biombo negro que le permitía aislarse del entorno. Al terminar el libro advirtió: “Naturalmente, esto no es una novela sino la purga de mi corazón”.

Existen libros así, nacidos para la expiación del escritor, que no buscan lectores ni reconocimientos, sino la salvación personal en la redención literaria. Sin embargo, si a la radical verdad de estas obras, se le une una factura artística de primer orden y la participación empática de un lector que desea comprender y adentrarse en el universo más hondo del autor, alcanzamos esa gozosa rareza que es la literatura total. De todo esto hay en Arcadia desolada (La Lucerna), primera entrega de la trilogía Eidolon, del poeta mallorquín Pedro Gomila. Si quisiéramos ser sucintos, bastaría con decir que el poemario recoge la experiencia traumática sufrida por el autor a causa de su homosexualidad. Pero la complejidad de los resortes poéticos del libro y la sublimación lírica de esas vivencias personales, trascienden ampliamente el leit motiv inicial. Huelga decir que el libro está muy lejos del tono panfletario.

Arcadia desolada rezuma espíritu greco-latino por los cuatro costados, aunque su autor reformula gran parte de esos referentes. Un ejemplo claro es la deconstrucción del bucolismo virgiliano ya presente en el propio título de la obra. Otras veces, ese reciclaje cultural, que también se nutre de literatura contemporánea, sirve al propósito temático del autor. La concentración de tales referentes; los sintagmas largos, próximos a la solemnidad del metro versicular; los acusados cambios de ritmo, con sus crescendos torrenciales; el zigzagueo delirante de la polimetría; la intensidad que desborda el cauce de los versos; el impresionante cincelado léxico; el tono casi ritualístico; todo ello da lugar a una verdadera apoteosis lírica absolutamente admirable: poesía en estado puro.

Aparte de la relación de traumas vivenciales vinculados a la homofobia, como los sufridos en la escuela, el servicio militar o el ámbito familiar, en Arcadia desolada hay una interesante reflexión sobre los conceptos de culpa e identidad. El sentimiento de culpa resulta aún más lacerante porque no procede de un verdadero examen de conciencia individual sino de la herencia del oficialismo social, contra el que el autor se rebela furibundamente pero ante el que sucumbe. Sólo el amparo culturalista, sobre todo literario, le sirve de parapeto contra los otros. Ello conduce al poeta a un conflicto con su propia identidad, una identidad negada, que deriva en la búsqueda de la invisibilidad o, en último término, de la propia muerte. En ese sentido, el motivo de la sombra es clave desde el mismo título de la trilogía, Eidolon, que en la cultura griega era una suerte de espectro descarnado. Este sentimiento de culpabilidad se nutre, además, de la inevitable aparición de la oscura tentación, representada en los poemas a través de un erotismo doloroso presente en los cuerpos masculinos, en la desazón sexual del propio poeta y, sobre todo, en el espléndido tratamiento de una Naturaleza que revienta de sensualidad.


Arcadia desolada es una sobrecogedora bajada a los infiernos sostenida por una impecable, inteligente y trabajadísima tensión poética. Cuando la llamada poesía de la experiencia comienza a convertirse ya en una prosaica banalidad, se agradecen libros como el de Gomila por su autenticidad relevante mezclada con una clara vocación estética. La trilogía debe completarse para el exorcismo definitivo del autor y para consolidar a un poeta que está llamado a convertirse, si las miserias del cortijo literario y sus gurús se lo permiten, en una voz a tener en cuenta. Enhorabuena.

Segunda reimpresión del libro

domingo, 8 de junio de 2014

254. Tachones



(*) Publicado en mi sección semanal del Diari de Tarragona, "El cura y el barbero"

Hace unas semanas tuve que rendirles cuentas a mis queridos cura y barbero (*) durante un viaje en tren. Mal sitio para tal ejercicio porque para la cita semanal con mis dos valedores yo ya estoy demasiado hecho a las celosías de mi confesionario y al espejo donde reconozco mis trasquilones engominados de palabras. Las circunstancias quisieron, además, que no dispusiera en ese momento de mi ordenador portátil, así que tuve que escribir el artículo a la antigua usanza, bolígrafo en ristre en franco duelo contra el papel. Transcurridos los minutos comprobé con sorpresa que la batalla había hecho sus estragos. La cuartilla se había convertido en el escenario de un montón de despojos de palabras derrotadas, hechas jirones, agonizando entre charcos de tinta, mientras los vocablos vencedores colonizaban sus espacios pisoteando sin compasión a sus cadavéricos congéneres. ¿En qué momento he perdido la habilidad de construir correctamente una oración completa del tirón?
Cuando no hace tanto tiempo trabajábamos con las antiguas máquinas de escribir, sabíamos que no nos podíamos permitir ningún desliz. Si se erraba con la tecla o no satisfacía la elección de las palabras, había que arrancar con resignación el papel del carro, tirarlo a la papelera y empezar de nuevo. Los maestros penalizaban los descuidos caligráficos, esa preciosa disciplina artesanal ya casi extinguida, o los borrones de la tinta china. Y mucho antes, el amanuense se afanaba en raspar la errata de su escrito porque no podía permitirse un nuevo y carísimo pergamino.
Hoy, en cambio, basta con pulsar el botón de borrado del ordenador para no dejar rastro del crimen. La conciencia de que todo error puede ser subsanado fácilmente, nos ha hecho bajar la guardia ante nuestras propias equivocaciones. El problema es que esa indolencia ante el error puede superar la práctica de la escritura para instalarse en todos los ámbitos de nuestra vida: un comportamiento inadecuado, aquella ofensa al amigo, la negligencia del otro día en el trabajo, de todo ya se encargará ese tippex implacable que es el tiempo. Sin embargo, todos sabemos que basta con rascar la superficie reseca del tippex para desvelar la falta.
Aun así, no todo es negativo en el arte de las tachaduras. El manuscrito de un escritor lleno de correcciones puede ser un tesoro de contento en manos del filólogo a quien se le pueden revelar jugosísimos datos acerca de los procesos creativos. Y, en último término, las tachaduras descubren también una virtud: la sana obsesión por la palabra exacta y precisa. Eso que el crítico literario Javier Aparicio ha llamado últimamente la “neurosis léxica” o la “paranoia sintáctica”, en referencia a John Banville, reciente Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Porque también es verdad que la literatura, que es el arte de la palabra, no se construye de corrido. Si un escritor no sufre en la fabricación de el  paritorio de la creación, si no se lastima desangra arañado por los zarzales en donde busca el vocablo oculto; si su pluma no es paciente cincel; si no cifra su nacimiento y su ser todo en la superficie  la placenta de una cuartilla; si la palabra no es una inspiración epifanía que se le revela íntimamente, visceralmente en la sufriente indagación de la escritura, entonces este escritor desasido quizás produzca una obra y hasta podrá producir una obra bella. Pero será de la belleza de las flores de plástico. Vengan, pues a la literatura las tachaduras, como vienen a la vida las cicatrices que nos recuerdan que hemos sufrido vivido.

domingo, 1 de junio de 2014

253. El viaje de la luz



Se dice que la vida es una sucesión de renuncias hasta llegar a la renuncia definitiva que es a la vida misma. Pero, ¿y si en la asunción natural de esas renuncias se hallase la felicidad? La poesía de Antonio Moreno es precisamente la poesía del despojamiento voluntario. Pero no a la manera de los existencialistas que buscaban en la ataraxia una visión aséptica de la realidad y una contemplación indiferente de todo para lograr una serenidad indolente. Antes al contrario, Antonio Moreno es un observador activo del cosmos y participa de la belleza de la existencia pero limita esa participación a la radical sencillez de ser y estar en el mundo: “¿Quién tiene la osadía de decir  / algo más que esto: soy? / Nada más: soy, respiro / el aire regalado de esta hora, / sin la penumbra de los adjetivos”. Esos adjetivos a los que el poeta atribuye el efecto pernicioso de la penumbra, son justamente los atavíos de los que la vida puede prescindir: los nombres y apellidos, el trabajo, los roles sociales, que privan de la verdadera luz, de la luz esencial. Se trata de diluir los límites de la identidad para confundirla con el universo, “ser de todos y de nadie”, como “la gota del rocío / en el vapor disuelta” porque “cualquier vida se expresa con el viento / cualquier identidad es para el viento”.
Podría desprenderse de lo dicho hasta aquí que Antonio Moreno reivindica la anulación de su ser para formar parte del todo, en una especie de misticismo laico de resonancias becquerianas. Pero hay en esa fusión una conciencia jubilosa del yo trascendido, que recuerda al optimismo vitalista de Cántico, de Jorge Guillén, y que es otra manera de autoafirmación: “Algo, quién sabe qué, nos acompaña / y nos excede porque somos suyos […] Un bien nos acompaña y nos excede, / algo que es un arcano afecto, y es / más que este pobre yo con su quimera. / Y más que esta armazón de piel y huesos”. A pesar de lo cual, sobre todo en sus poemas amorosos, la salvación puede llegar en algo tan físico como el abrazo y el contacto de la piel amada: “Sólo / el calor de tu cuerpo me acompaña, / sólo es tu piel, piel mía, quien me salva”; “Nada son la verdad ni la mentira, nada el dolor ni nuestras torpes creencias, si al fin te abrazo y triunfo de la muerte”.
Para esa catarsis, el poeta fija su atención en las cosas sencillas que le rodean. La vida elemental (pero plena) puede estar en una pared preñada de sol, en una concha hallada en la playa o en el acto humilde de barrer una estancia, pero, sobre todo, en esa inercia de dejarse llevar por el placer simple de la existencia: “La sencillez es lo sagrado […] Mimado por la vida, sin ser nada / lo soy todo a la vez: esta distancia / como una oxidación”. La consecuencia inmediata es el rechazo a dar explicación al misterio de la vida porque nada sabemos de ella: “Qué obtusa nuestra inteligencia, / un foco de linterna ante lo inmenso”; “La verdad siempre duele. No la pidas. / Qué pretendes saber, adónde quieres / llegar con esa antorcha que se extingue / helándose en la noche […] no quieras saber, no busques nada.” En su “Última plegaria a la luz”, el poeta le reclama a ésta la “cándida ignorancia”. 
Esta desnudez primigenia se traduce, a su vez, en una depuración lingüística donde la palabra queda reducida a su máxima esencialidad porque ésta fracasa en su intento de explicarnos: “Extraña lucha tienen las palabras / por alcanzar la luz sin ser de luz, / por conquistar la luz con su ceguera”. En el poema “Regreso”, el poeta se invita a volver a las palabras sustantivas y, como Pedro Salinas, limita el mundo a “una suma clara de pronombres”. Esta vocación es tan radical que el poeta halla más significado en el alarido instintivo y visceral de una gata en celo que en todas las palabras del mundo: “Tan sólo está sufriendo de deseo, / gritando a todo / como todo grita, / ciego frente a la noche, para ser”.
 El viaje de la luz (Renacimiento) es una luminosa revelación, elixir poético contra la zozobra de la duda e invitación exultante al viaje de la vida sin más equipaje que la vida misma y el milagro agradecido de su don.


domingo, 25 de mayo de 2014

252. Jactancia de poeta


Plutarco dejó para la posteridad aquella famosa sentencia, puesta en boca de Julio César, según la cual “la mujer del César no sólo debe ser honrada sino parecerlo”. Aunque las circunstancias en que el emperador pronunció estas palabras eran muy concretas, algunos escritores, sobre todo poetas, parecen haberse empeñado en adoptarlas poniendo especial énfasis en la segunda parte de la máxima. Es decir, “el poeta no sólo debe ser poeta, sino también (y sobre todo) parecerlo”.

Existen dos dimensiones en la realidad de un escritor. Una tiene que ver con la esencialidad de su labor creativa; la otra, con la imagen pública que sobre esa labor se proyecta a los demás. Y a menudo sucede que hay a quien le resulta más estimulante pasar por poeta que serlo realmente. Esta opción, obviamente, no constituye una preferencia en la escala de deseos del escritor, pero sirve para gestionar la frustración de saberse un poeta mediocre. De este modo, las carencias artísticas se compensan ofreciendo a la galería un perfil impostado del vate, generalmente adornado con toda suerte de tópicos románticos o herederos del malditismo literario: el bohemio, el hipersensible, el visionario, el incomprendido, el atormentado, el misterioso, el loco genial, el elitista. El lema es: “yo soy poeta y el mundo debe saberlo”. En su descargo, estos aspirantes a poeta conocen al menos sus limitaciones y tratan de sobrevivir en los círculos literarios con esa fachada. Más grave es el caso de los pésimos poetas que están convencidos de su virtuosismo indiscutible.

De este exhibicionismo literario están plagadas las redes sociales. Aquí y allá el prócer de las letras de turno coloca su poemita en la red para envanecerse computando los “me gusta” del personal, que acaso no ha leído siquiera el poema, y calibrar con esa estadística la verdadera dimensión de su fulgurante carrera poética. O dicen con aire interesante y con estudiada intriga que están inmersos en su enésimo proyecto, prostituyendo el sacrosanto secreto de la intimidad creativa que todo buen escritor guarda con celo entre los límites de su escritorio. Sin embargo, uno se pregunta cúando escribe esta gente si están todo el día en Facebook. Decía Picasso que la inspiración existe pero que debe encontrarte trabajando. También asisten estos “poetas” como público a las presentaciones de libros. En el debate que se abre al final, se lucen con alguna pregunta brillantísima preparada de antemano o con alguna apostilla intelectualoide dejando claro que saben de lo que hablan porque quien lo probó lo sabe y porque ellos son, claro, poetas. En sus intervenciones hallan complicidades entre sus versos y los del escritor que presentaba el libro porque, claro, a ambos les une la consanguinidad del oficio y hasta pueden arrancarse por soleares y recitar algún verso propio, arrogándose el protagonismo de un acto que no era para ellos. Quien me conoce bien sabe que soy asiduo a las presentaciones de libros y también que desaparezco enseguida tras la finalización de éstas. No suelo quedarme al aperitivo del final ni me uno a las cenas donde se prolonga la camaradería literaria. Porque, junto a la grata compañía del escritor al que se admira y su conversación inteligente y reveladora, debe uno aguantar también a los poetas-satélite que, tras unos cuantos tintos, pugnan por ver quién dice la frase más ingeniosa y la cita más rebuscada. Y uno, que es tímido y que no tiene ni la gracia ni esa capacidad de repentismo latiniparlo de mis compañeros de mesa, siente que está allí de más.

Pompeya Sila, la mujer de Julio César, fue repudiada por el emperador por haber asistido a una Saturnalia orgiástica. Luego se supo que Pompeya sólo había acudido en calidad de espectadora y que no había participado en ningún acto deshonesto. El atenuante no le sirvió de mucho y fue cuando recibió la famosa frase de marras. Si Pompeya, que era honesta pero no lo parecía, cayó en desgracia, los poetas que no son poetas y que sólo lo parecen, merecieran, con más razón, su Julio César.

domingo, 18 de mayo de 2014

251. Filólogos


Morirse Martín de Riquer y desaparecer los estudios de Filología Románica de la Universidad de Barcelona ha sido todo uno. No se podría haber realizado peor tributo a la memoria del insigne medievalista. Con Riquer ha pasado como con don Quijote. Cuando el bueno de Alonso Quijano muere cuerdo en su cama, se lleva con él todo un mundo que, en realidad, estaba ya periclitado. La comparación cervantina es intencionada. La Filología en general, no sólo la Románica, hace ya tiempo que se halla sola e incomprendida en la trapisonda de una sociedad abocada al vértigo de lo práctico y de lo inmediato, incapaz de detener su vorágine para el cuidado esmerado de sus acciones o para el cultivo de la sensibilidad.
El filólogo es un pobre loco que se dedica a la inútil tarea de “desfacer” entuertos ortográficos o a luchar contra los malandrines que pervierten el idioma sin que el mundo perciba mérito alguno en esa empresa, pues una tilde de menos poco daño puede causar al devenir del universo. Es signo de los tiempos: se empieza por olvidar las tildes y se acaba por extraviar el bisturí en el bazo del paciente operado. Y así vamos, chapuceando por la vida y saliendo del paso tan ricamente. Los medios de comunicación prescinden ya de la figura del corrector de ortografía y estilo mientras a un filólogo en paro le atormentan las nuevas maritornes que se afanan en redactar en los periódicos, en colocar titulares en los telediarios o en escribir novelas. Por cierto que, llama la atención la escasa cantidad de filólogos que se dedican a la labor creativa. En cambio, escriben novelas los abogados, los ingenieros, los veterinarios y hasta los pilotos de avión. Por supuesto, el don de la escritura no es, afortunadamente, patrimonio exclusivo del filólogo; pero concedamos que le vincula a ella el lazo de la consanguinidad. Creo que hay filólogos que no escriben porque su relación con los grandes clásicos, a quienes conocen bien, llena de pudor cualquier intento de remedar el oficio insuperable de aquellos. El pudor del filólogo es tanto su  virtud como su condena. Pero, entretanto, escriben otros.
Así están las cosas. La licenciatura de Filología Románica, a la que los nuevos “peda-gogós” llaman ahora “grado” (los mismos que llaman “máster” al doctorado de toda la vida), desaparece del panorama universitario español mientras se proponen carreras sobre el arte circense.

Por ese motivo, en mitad de esta desolación, resulta tan reconfortante la iniciativa formativa que la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, a través de su Departamento de Filologías Románicas, ha puesto en marcha al ofertar su Diploma de Especialización en Literatura Aplicada, dirigido por los profesores Manuel Fuentes y Mª Isabel Calle y con un equipo docente que garantiza el rigor y la calidad del curso (quien lo probó lo sabe). La ficha informativa de este posgrado, 100% online, puede encontrarse en la página web de la Fundació URV pero desde hace casi dos meses, la profesora Inmaculada Rodríguez viene colgando a través de Facebook (Literatura Aplicada-Posgrado FURV) algunas entradas deliciosamente sugestivas que, aunque son un anticipo del curso, también son, por sí mismas, delicadas perlas culturales. El enfoque interdisciplinar del posgrado desmitifica esa idea errónea que se suele tener de la Literatura como una disciplina endogámica y sin horizonte práctico (“Borges te ayudará a ser un arquitecto mejor”, se titula uno de los posts). 
Después de todo, cuando todo parece perdido, siempre encuentra uno el Bálsamo de Fierabrás.