viernes, 29 de julio de 2016

330. Escuela de despojados



Los más bellos versos del despojamiento jamás escritos ya nos los regaló San Juan de la Cruz en la irrepetible lira de su Noche oscura: “Quedéme y olvidéme / el rostro recliné sobre el amado, / cesó todo y dejéme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”. A decir verdad quizás sean estos los versos más hermosos de toda la literatura universal, si se me permite la entusiasta licencia.
Sin embargo, la poesía de la renuncia no se agotó con el inmortal abulense y la historia de la literatura ha caminado jalonada de recodos poéticos donde muchos escritores se han abandonado a ese dulce descanso que es desprenderse de uno mismo. Tanto es así, que la abdicación del yo poético ha llegado hasta nuestros días con una coherencia temática y hasta geográfica, que aspira a convertirse en una escuela literaria con vocación de grupo generacional, con sus maestros, sus acólitos y quién sabe si hasta con sus epígonos.
No sé si es esta luz impenitente del Mediterráneo que todo lo anega y bajo cuyo imperio las cosas del mundo pierden sus perfiles y su corporeidad para dejar de ser, confundidas con el clamor del sol, la que ha auspiciado la aparición de una forma recurrente de entender la poesía, desde Barcelona hasta Murcia, en la que los versos se afirman plenos en la negación de los referentes y cuya transición natural es negarse a sí propios, reduciendo el lenguaje hasta su misma desaparición, lo que desemboca en poemas brevísimos que nos sacuden en su condensación.
En Murcia, Beatriz Miralles escribe “para conocer la oquedad de la sombra”, “engendr[a] vacíos”, “subray[a] los límites de las cosas”, “escrib[e] hasta perder el rostro” porque “sólo que aquel que ya no soy / puede decirme”; en los poemas “aprend[e] ceniza” porque “así es la desaparición: / raspar el lenguaje / hasta decir silencio”. Son apuntes de su primer y precioso libro Oscura deja la piel su sombra (Balduque).
En Alicante, Antonio Moreno se pregunta: “¿Quién tiene la osadía de decir  / algo más que esto: soy? / Nada más: soy, respiro / el aire regalado de esta hora, / sin la penumbra de los adjetivos”. Esos adjetivos a los que el poeta atribuye el efecto pernicioso de la penumbra, son justamente los atavíos de los que la vida puede prescindir: los nombres y apellidos, el trabajo, los roles sociales, que privan de la verdadera luz, de la luz esencial. Se trata de diluir los límites de la identidad para confundirla con el universo, “ser de todos y de nadie”, como “la gota del rocío / en el vapor disuelta” porque “cualquier vida se expresa con el viento / cualquier identidad es para el viento” (El viaje de la luz, Renacimiento).
En Valencia, Vicente Gallego lleva desde 1988 cultivando esta actitud poética: “Sí, la palabra justa es abandono: / una dulce renuncia que me nombra / señor y dueño al fin de mi camino”. O “Existir: todo y nada, /este instante tan mío que ahora habito”. En su último libro, Ser el canto (Visor), prologado por Antonio Moreno, lo que no deja de ser significativo, esa aspiración a la esencialidad se traduce en un lenguaje auroral y primigenio. Vicente Gallego es el gran maestro de esta tendencia y un poeta imprescindible.
En Tarragona, Enrique Villagrasa dice que “el poeta experimenta en el poema / todas las formas de la nada” que habita “concupiscente / el no ser /” de los versos. El culmen de este nihilismo, así como del carácter sugestivo reducido a la mínima expresión, es el poema en el que aparece sola la palabra “coda”. Inserta así, tan exigua en la inmensidad de la página en blanco, esta única palabra es una cruel ironía de la Nada, porque la coda, esos versos que se añaden como remate de un poema, lo que rematan aquí es la página yerma. (Mudanzas de la voz, Libros del Innombrable)
En Barcelona, Sandro Luna dice: “Tumbado bajo el sol, / se ha borrado mi nombre. / Ese milagro somos”. Sus versos gravitan sobre lo etéreo porque “¿Dónde / la gravedad /, si nada pesa?”. Y más adelante: “Estoy en lo que miro, / y nada veo. / Esta paz es la mía”. O “ He visto sin ser visto. / Sólo había belleza. / Y yo la alimentaba con mi muerte”. (Eva tendiendo la ropa, Pre-Textos).

Larga vida en la nada a esta escuela de despojados.



viernes, 15 de julio de 2016

329. 'El fantasma en el libro'




De todos los oficios literarios, tal vez ninguno reporte al profesional tantas satisfacciones y frustraciones a partes iguales como el de traductor. Volcar un texto original a un nuevo idioma –trasladarlo, que diría Alfonso el Sabio– es tanto como perpetuar la vida de un libro y multiplicarlo; es alumbrar allí donde las palabras se vuelven abisales para el lector que desea caminarlas; es hacer dichosos a muchos para quienes la felicidad se hallaba en el límite de aquellos renglones incomprensibles y aún no lo sabían; es convertirse en adalid universal de la cultura y servir a su apostolado, aunque hagan falta para ello otros atavíos. Y, sin embargo, son esos otros ropajes con los que se visten los textos traducidos los que dan quebranto a quienes se dedican a la noble tarea de hacérnoslos entender. Porque nunca un texto traducido respeta al cien por cien la esencia del original, por mucho que se hayan esforzado los partidarios de la literalidad más radical, como Vladimir Nabokov. Y en aquello que se pierde por el camino, en la desazón que le produce al traductor pensar “no era esto, no era esto”, se cifra la frustración incurable de esta profesión impagable y, no obstante, mal pagada.
De esto y de  mucho más  habla el espléndido ensayo del prestigioso traductor Javier Calvo, El fantasma en el libro (Seix Barral). Sólo por la preciosa introducción que precede a la obra, habrá valido la pena acercarse al libro de Calvo. En ella, el autor alude a la invisibilidad del traductor –“pregúntenle a algún apasionado de la literatura por el nombre de tres traductores actuales. Prácticamente ninguno sabrá contestar”, –nos advierte. Y, sin embargo, Javier Calvo defiende esa invisibilidad como requisito necesario y deseable: “Queremos no estar ahí. Incrustarnos tan adentro de la página que no se note que estamos. Somos camaleones paradójicos. Para desaparecer de la página tenemos que llenarla”.
Aunque existen tratados, ya clásicos, sobre la traducción, este libro de Javier Calvo aspira a convertirse en una obra imprescindible sobre el tema, porque no sólo se aúnan en él el rigor académico y la amenidad, sino también la verdad humana de su trabajo, vertida con amoroso entusiasmo y sana voluntad divulgativa. El libro traza una historia de la traducción, repasando sus principales hitos, y demostrando que la reputación de los traductores ha ido decreciendo desde aquella edad heroica en que el traductor, era poco menos que un mediador de los dioses hasta la devaluación de su trabajo auspiciada por el pragmatismo y la velocidad vertiginosa de los nuevos tiempos. La obra reflexiona sobre multitud de matices en el arte de traducir, desde los defensores de la ya mencionada literalidad hasta los que conciben la traducción como una nueva obra donde es lícito modificar y hasta mejorar el original, como hiciera Borges (las llamadas “bellas infieles” de la tradición dieciochesca francesa). Jalonan el texto multitud de anécdotas y vicisitudes, como los traductores asesinados, la labor de éstos durante la dictadura franquista, los juegos de las  falsas traducciones, el español canónico fijado para las mismas y los problemas derivados frente la diversidad del español de América, la limitadora supremacía de las traducciones vertidas del inglés, el fenómeno de los fantraductores, los trabajos afines de los intérpretes y de la subtitulación cinematográfica y, en definitiva, toda suerte de matices que ofrecen una panorámica de la profesión verdaderamente interesante. Muy recomendable ¡Y en versión original!

domingo, 26 de junio de 2016

328. Élites culturales



La palabra “élite” procede del francés y los franceses la pronuncian [elít], con la sílaba tónica en la “i”. Siguiendo la pronunciación etimológica, el castellano adaptó el término a la forma llana “elite” [elíte]. Pero como el vocablo circuló durante algún tiempo como extranjerismo en su forma original, élite, se extendió la pronunciación de la palabra como si fuera esdrújula, interpretando erróneamente esa tilde francesa a la manera española. Es por eso que hoy el uso de “élite” se considera correcto, aunque antietimológico.
Digo esto por si algún ilustrado, afrancesado, puntilloso, resabido o pedante me reprochara en el título de este artículo la tamaña herejía de vulnerar la fonética gala o de claudicar al humillarla a la ignorancia del vulgo. Quien en esas zarandajas repara es el mismo que le reprocha a uno no ver las películas en versión original, sobre todo si son vietnamitas o iraníes, comer palomitas en un cine, no usar los palillos con el sushi, seguir la Eurocopa de fútbol, cantar un gol en lugar de un aria de Verdi, leer a Pérez-Reverte o saltar en un concierto de Loquillo. Y se arrogan una suerte de superioridad intelectual y hasta moral con quienes hacemos todo eso, juzgándonos gente mediocre y sin sensibilidad sin tan siquiera conocernos. Populacho.
El primer error de estos paladines de la alta cultura es creer que ambos mundos son incompatibles o irreconciliables, como si uno no pudiera vibrar con su equipo de fútbol por la tarde e irse por la noche a ver una obra de teatro de Harold Pinter. Es el mismo desprecio que demostraron los estudiosos de antaño por todo lo que tuviera que ver con la literatura de corte popular, sólo por ser popular, hasta que el Romanticismo restituyó el Romancero. Pero, claro, Menéndez Pidal debió de ser un paleto.  El otro error es la generalización. Ni todos los aficionados al fútbol son los vándalos que arrojan bengalas al campo ni todos los que leen a Joyce son unos dechados de virtudes. Hemingway iba a los toros y nadie piensa que fuera por ello un depravado; es el mismo que luego era capaz de escribir El viejo y el mar
Lo peor de todo esto es que muchos de los que despotrican desde la alta atalaya de su refinamiento cultural, lo hacen por pura impostura. Las redes sociales, especialmente, se han convertido en un escaparate donde demostrar al mundo lo cultas e instruidas que son algunas personas. Aquí una cita de Séneca, a quien nunca han leído, allá una reflexión de Rousseau, a quien vieron por última vez en el COU, acullá (¿veis? Yo también sé decir “acullá”), un aforismo de Hume. Y entre perla y perla, vomitan su perfumada bilis de hombres superiores sobre el atroz envilecimiento de los que leen un best seller o van a ver el último blockbuster americano (¿veis? Yo también sé decir blockbuster y hasta cine pop corn; y encima lo veo, ¡a la hoguera conmigo!).

Los que verdaderamente pertenecen a la élite cultural, aquellos que han alcanzado, merced a su formación, pasión, sacrificio y esfuerzo, un vasto bagaje humanístico, no se dedican a juzgar a nadie porque, entre otras cosas, saben apreciar los matices y la complejidad del mundo cultural, que no está formado por compartimentos estancos, absolutos o excluyentes. Y tampoco necesitan reivindicarse en Twitter o Facebook porque no tienen complejos y su propia preparación les hace sentirse plenos. Mientras el listillo de turno continúa su cruzada contra la turba inculta que va al fútbol y la exhibe, como adalid que es, en las redes sociales, al verdadero hombre de la élite cultural no se le ve nunca por esos lares. Anda en las bibliotecas, entre libros.

domingo, 19 de junio de 2016

327. Derecho a la lentitud



Cuenta Javier Calvo en El fantasma en el libro, su excelente ensayo sobre el oficio del traductor, que desde hace algún tiempo se ha consolidado el fenómeno de la llamada “fantraducción”. Se trata de grupos organizados de fanes impacientes que, incapaces de esperar a que el libro de su autor o saga favoritos sea traducido, se dedican a repartirse los capítulos de la obra original para traducirlos y reunirlos después en diferentes plataformas de Internet, a la que acceden luego los ávidos lectores. Estas traducciones no profesionales adolecen, por supuesto, de una mala calidad literaria pero a los lectores esto no parece importarles demasiado. Les basta con conocer las generalidades del argumento para aplacar la ansiedad de su expectación.
Más allá de consideraciones legales, lo llamativo de esta moda es esa prisa desaforada, merced a la cual los lectores son capaces de inmolar los valores artísticos de la obra con tal de satisfacer su curiosidad en barbecho. Esta velocidad atroz en el consumo de los productos culturales es signo sintomático de nuestro tiempo. A la novela que se demora en una descripción, que no busca la concatenación vertiginosa de lances argumentales, que se despreocupa de la acción o la dosifica con morosidad, que busca el paladeo de la palabra o la muelle tibieza con la que mecer la experiencia lectora,  a esta novela se la aparta con desprecio y se la tacha de aburrida. Las nuevas generaciones de lectores –y las no tan nuevas– son incapaces de continuar un libro o una película si la trama de ambos no arranca ya en la primera página o en el primer fotograma. Aparte del salvaje pragmatismo de nuestra sociedad, estoy convencido de que parte de esa indisposición para el sosiego proviene de las nuevas tecnologías. La lectura de textos en la red ha favorecido la dispersión y la falta de concentración. El puntero en la pantalla es una apremiante invitación a hacer clic en el enlace palpitante de la esquina; el dedo en el ratón es una epilepsia digital; y las páginas web se superponen las unas a las otras, efímeras, en un paroxismo al más puro estilo HTML.
¿Cómo podrían soportar nuestros adolescentes de hoy, la paciencia de antaño? Cuando el correo electrónico era una carta que podía tardar semanas en llegar a su destino; cuando el casete de los juegos del Spectrum tenía que cargarse durante una hora; cuando la información se buscaba en las enciclopedias; cuando elegir una canción no se solucionaba  seleccionado una pista, sino al azar del estoico rebobinado de las cintas de cromo; cuando las fotos se revelaban; cuando había que esperar a los dieciocho para casi todo; cuando el camión marcaba su ritmo en las carreteras nacionales de un solo carril; cuando se le podía ceder la pelota al portero y éste podía cogerla con la mano y botarla varias veces y mandar al equipo hacia arriba con los brazos antes de decidirse –por fin– a sacar; cuando no había nada más largo que un verano.
En absoluto echo de menos aquellas heroicas y pacientes lentitudes. Pero quizás contribuyeron, sin quererlo, a embelesarme hoy con una puesta de sol; o con el gorrión que se posa en mi alféizar; o con la hojarasca que arremolina el viento en las aceras; o con la raya infinita del mar; o con las ondas que forma la lluvia en los charcos. Y hallar belleza en todos esos raptos que regala la vida. Educados en la lentitud también para leer a Azorín, a Gabriel Miró, a Carpentier, a Martín Gaite o a los poetas que Antonio Moreno y Josep Maria Asencio han recopilado en su preciosa antología Vida callada.

Los lectores de las “fantraducciones” ya sabrán si el malo malísimo ha conquistado al fin el mundo. No saben que fui yo quien conquistó el mundo ayer en un párrafo lento, muy lento, de Avelino Hernández.

lunes, 13 de junio de 2016

326. 'La tierra que pisamos'



Aunque presentada con intención distópica –la hegemonía de un colosal imperio del que España es sólo una colonia más–, lo cierto es que Jesús Carrasco no hace ningún esfuerzo en ocultar en su segunda novela las referencias al nazismo. No sólo los nombres de muchos personajes remiten inmediatamente a la antroponimia alemana, sino que, además, por el libro desfila todo el consabido catálogo de atrocidades con que el imaginario colectivo ha tenido que cargar dolorosamente desde que tuvimos acceso a esa documentación gráfica de la infamia. 
La vida de Eva Holman, esposa de uno de los mandos retirados del imperio, transcurre plácidamente en su casa de la colonia española en un pueblo de Extremadura. Eva vive en paz con su conciencia hasta que aparece en su huerto Leva, un nativo a los que los conquistadores tienen prohibido dar cobijo. Tras el recelo inicial, Eva acepta al intruso y va acostumbrándose a la presencia de aquel hombre misterioso que apenas articula unas pocas palabras inteligibles. Pero es en ese laconismo de Leva donde Eva vislumbra su tragedia vital, que reconstruye a duras penas a través de las anotaciones que realiza en su libreta durante cada penosa entrevista. Jesús Carrasco juega así con tres planos narrativos: la reconstrucción de Eva, que redimensiona la parquedad de Leva hasta convertirla en un relato detallado en el que Eva acaba confundiéndose con un narrador omnisciente; y la narración en primera persona de Eva, que actualiza el argumento. El desgarrador descubrimiento de Eva de la historia de su inquilino derrumba todo aquel engaño inoculado por el imperio con sus verdades indiscutidas y sus legitimaciones morales. El tema no es nuevo y entronca con la desazón de muchos alemanes, incluidos los que no vivieron aquellos años, que llevan décadas tratando de buscar la expiación de sus conciencias en la explicitación sin paños calientes de aquella barbarie y ahondando en las contradicciones identitarias que los laceran.
Al libro de Carrasco se la ha reprochado cierto grado de autocomplacencia en la morosidad de su estilo. Es probable que algo de ello haya en la novela pero esta opción estilística no es censurable en sí misma. Existe una literatura que rehuye la acción trepidante, que no busca la concatenación de lances argumentales y que arrincona la trama para detenerse en la estampa y en el paladeo de la palabra precisa. Esto puede gustar más o menos pero es una elección legítima y yo diría que hasta saludable. El problema de la novela no reside tanto en el regodeo estilístico como en su titubeo. Al Carrasco de Intemperie, con la que inevitablemente debemos comparar esta segunda novela, le reconocimos en su día una voz propia, con su desnudez retórica, su lírica del páramo, su exquisitez lingüística. El de La tierra que pisamos, en cambio, se refocila en la estampa pero por momentos parece desbordársele y entonces sujeta la brida para buscar la contención que sabe que se espera de él; aquella suerte de sobrio y directo tremendismo que se apreciaba en las vicisitudes de los protagonistas de Intemperie, corre aquí el peligro de pervertirse en la recreación morbosa de las escenas más truculentas. Carrasco lo sabe y trata de dosificar la puntada de lo escabroso pero no siempre lo consigue y, muchas veces, se notan las hilachas. Esa inseguridad estilística es el mayor defecto de la novela.

Donde sí es reconocible Carrasco es en su preciosa elegía de la tierra; en esa comunión descarnada y contradictoria entre hombre y naturaleza. Cuando uno deposita en la mesita de noche el libro de Carrasco, aquélla se mancha con el rodal de la tierra. Y el lector, una vez acabado el libro, parece que tenga que sacudirse las manos del polvo redentor de los caminos.

domingo, 5 de junio de 2016

325. 'La edad media'



Va siendo ya una feliz costumbre descubrir en cada libro publicado por la editorial Candaya sorpresas literarias que se zafan del adocenamiento con que nos lacera el mercado libresco. La frescura, originalidad y la búsqueda de otros cauces argumentales, estilísticos y expresivos están convirtiendo a Candaya en un referente de la nueva literatura, que ejerce, además, un valiente y tenaz mecenazgo sobre los escritores debutantes. Tal es el caso de La edad media, la primera novela de Leonardo Cano.
En las vísperas del reencuentro de antiguos alumnos del Bosco, el elitista colegio donde estudiaron los protagonistas, el autor contrapone las esperanzas forjadas en aquel tiempo de pupitres, plumieres y vidas por hacer, con la mediocridad y el fracaso vital en que aquéllas han parado, al alcanzarse esa imprecisa “edad media” de la treintena. Para ello, Cano se vale de tres historias cruzadas que convergen al final del libro, aunque están continuamente concerniéndose. La primera de estas historias es la de Fauró, que envía obsesivamente a Julia, a través del correo electrónico, las conversaciones de antiguos chats, que resumen, como rescoldos, la felicidad y la caída de su historia de amor; la segunda la protagoniza Moya, quien lleva una vida anodina como funcionario interino de Justicia; y, entre ambos relatos, la voz de un narrador anónimo describe las vivencias juveniles de los personajes remontándose a su época de estudiantes.
Lo primero que llama la atención de Cano es el difícil y meritorio dominio de los diferentes registros. Los chats de Fauró y Julia están diseñados con una meticulosidad digna de elogio, reproduciendo fielmente cada detalle (erratas, desconexiones, enlaces, y toda su germanía); uno cree de verdad estar asistiendo a una conversación ajena, tal es el nivel de (im)perfección y naturalidad de los diálogos; la historia de Fauró, por lo demás, está inteligentemente dosificada en el relato del paulatino desmoronamiento de su relación amorosa y de su frustración laboral. Cuando el libro, en cambio, regresa a Moya, el lenguaje se vuelve notarial, ralo, premeditadamente gris, monocorde, funcional (memorable el pasaje donde se describen los modos y usos de las grapadoras), lenguaje que comulga y refuerza la vida banal de su abúlico protagonista, anquilosado en el cieno de la burocracia, humillado por sus superiores, por las tareas mecánicas de su profesión y por el ejemplo de otros compañeros del Bosco que, a diferencia de él, sí han conseguido medrar. Nunca un estilo tan plano –conscientemente plano– llegó a ser tan eficaz. En su exasperante diapasón hay un algo a punto de estallar, como se verá. Finalmente, el tercer narrador evoca el pasado estudiantil de los personajes. Y el registro, una vez más, se adapta a su objetivo literario. El abuso inmoderado del polisíndeton confiere a estos pasajes un ritmo atropellado que no sólo consigue reproducir ese lenguaje atolondrado y a borbotones que emplean los estudiantes en sus alocuciones sino también otorgar al relato una sucesión rápida de instantáneas, de flashes, como si de un cinerama vertiginoso se tratase, que casa muy bien con el propósito evocador de estos episodios. Se trata de una evocación más canalla que nostálgica de los años 80 y Leonardo Cano se ha guardado mucho de caer en el catálogo de tópicos en el que tan fácil hubiera sido incurrir, inmersos como estamos en esta especie de revival ochentero y egebeísta que también está alcanzando a la literatura.

La ópera prima de Leonardo Cano es un sumario de renuncias, resignaciones y promesas incumplidas que el propio Moya podría inventariar en ese archivo de vidas a medio hacer que es La edad media

domingo, 22 de mayo de 2016

324. Ninette y un señor de Murcia



Ninette y un señor de Murcia se estrenó en 1964 en el Teatro de la Comedia de Madrid con un  éxito tal que superó las tres mil funciones. Cincuenta y dos años después, el director César Oliva pone en escena de nuevo esta comedia cómico-costumbrista de enredo y demuestra la atemporalidad de la obra de Mihura, que sigue ganándose el aplauso del espectador.
Como es sabido, la fama que adquirió el autor gracias a Tres sombreros de copa le llevó a  buscar la rentabilidad económica mediante un humor blanco, apto para todos los públicos. El propio dramaturgo expresó en reiteradas ocasiones su desconexión de la política y su escaso interés por temas sociales: “Mi obra no responde a ningún compromiso social, porque yo, artísticamente, estoy libre de toda clase de compromisos. Si he elegido esta profesión de comediógrafo (…) es porque en ella puedo expresarme libremente, como todo artista, sin tener que darle cuentas a nadie”. Ahora bien, esta ausencia de compromiso no implica que Mihura, como buen humorista, no tenga recursos para ofrecer una interesante visión de ciertas realidades del momento histórico que le tocó vivir.
La pieza que nos ocupa refleja la represión sexual que se vivía en España en los años 60, fruto de la férrea moral de la época. Para ello, el dramaturgo nos presenta a Andrés, un joven murciano que regenta una papelería en la que se venden artículos religiosos. Tras recibir la herencia de su tía, decide organizar un viaje a París con la ilusión de vivir una aventura con una francesa. Para buscar alojamiento solicita ayuda a su amigo Armando, quien le encuentra habitación en la casa de una familia de exiliados españoles un tanto especiales. Su llegada a la ciudad del amor no puede ser más desastrosa. El hotelito con vistas al Sena es una pequeña habitación en un barrio cualquiera; su deseo de degustar la comida francesa se transforma en engullir cocido y fabada asturiana casi a diario pues sus anfitriones, Bernarda y Pedro, mantienen las costumbres españolas y reniegan de las exquisiteces culinarias  de su país de acogida; sus ganas de salir con chicas se frustran cuando su amigo Armando le propone ir al cine a ver una película rusa… y así mil despropósitos que provocan la carcajada en el espectador. Cuando por fin se decide a recorrer París conoce a Ninette, la hija de Bernarda y Pedro. Es una joven encantadora con la que mantiene una relación íntima, pero que busca cualquier subterfugio para evitar que Andrés salga de la casa y conozca la ciudad. Así, prendado de la joven, va pasando los días encerrado en el piso y aprovechando la ausencia de los progenitores de Ninette para disfrutar de su amor, ¿o es sólo capricho? El enredo se complica aún más cuando la bella joven confiesa que está embarazada. Tras el monumental enfado de sus padres, éstos deciden que la pareja debe casarse por la iglesia –a pesar de su ideología de izquierdas- y que todos se mudarán a Murcia, pues añoran España. El pobre Andrés, que había viajado buscando una aventura, acaba encontrando el lote completo: esposa, bebé y suegros incluidos. Pese a su angustia inicial ante este futuro que se le plantea, se demuestra que el amor de Ninette todo lo puede. Se rinde a su encanto y a ese acento tan dulce con el que le susurra palabras de amor. Sólo queda un interrogante: ¿conseguirá el joven conocer la ciudad del Sena antes de regresar a su pequeña Murcia?
El elenco de actores que dan vida a estos personajes realiza un trabajo muy aceptable. Destaca la interpretación de Natalia Sánchez como Ninette. Con la dificultad añadida de tener que hablar con acento francés, nos presenta a un personaje delicado y amoroso ante el que, lógicamente, cae rendido Andrés, a quien da vida Jorge Basanta. Éste representa perfectamente al joven de provincias que no ha viajado nunca y que llega ilusionado y emocionado a esta gran ciudad. Busca la luz de París, ese libertinaje que tan prohibido está en España. Acepta con resignación “cristiana” la frustración de sus planes, pues acaba viviendo una especie de secuestro amoroso. Por otra parte, el prototipo de exiliados españoles que no llegan a adaptarse del todo a su nuevo país está encarnado en la pareja formada por Miguel Rellán, quien defiende a ultranza sus ideas de izquierdas y toca la gaita en cualquier ocasión para no olvidar sus raíces asturianas y Julieta Serrano, una verdulera muy habladora. Quizás ésta sea la interpretación más floja, pues en la obra de Mihura Bernarda aparece como una señora con un carácter muy fuerte y envolvente, mientras que en la actuación de Serrano parece que falta energía. Por último, Armando cobra vida en la figura de Javier Mora, quien representa al español joven, gruñón y quejica, que aparenta estar integrado en el ambiente parisino pero no deja de ser un hombre sin rumbo, casi sin amistades a las que recurrir.

En definitiva, la compañía La Ruta presenta una puesta en escena fiel al texto de Mihura con un resultado óptimo. Se trata de una pieza amable que nos regalará un rato de diversión plagado de sonrisas y entretenimiento y que nos ofrece la posibilidad de disfrutar de una obra de uno de los grandes  integrantes de “la otra Generación del 27”, caracterizada por su tendencia al humor y a la evasión. Tan lícito es el compromiso social como el entretenimiento. En el equilibrio entre ambas posturas radica el éxito y el buen espectador de teatro sabe combinar ambas tendencias cuando decide a qué tipo de función desea asistir, pues autores humorísticos los hay de todos los tipos y calidades y Mihura es uno de los grandes. De eso no hay duda. 



domingo, 15 de mayo de 2016

323. Intonso



En los anaqueles de mi biblioteca doméstica hace ya algún tiempo que reposan, medio olvidados, varios libros intonsos; ya saben, esos libros que se encuadernan sin cortar los pliegos de sus hojas, lo que impide la lectura hasta que el propietario se decide a cortarlos. Ya no recuerdo si mis libros intonsos están durmiendo el sueño de los justos porque otras lecturas más urgentes se impusieron, o si ha sido mi torpeza antológica con los trabajos manuales la que ha dejado para mejor ocasión tan delicada cirugía. En realidad no los tengo tan olvidados. De vez en cuando los rescato de las estanterías y me cuelo entre los resquicios que dejan los pliegos para atisbar las palabras escondidas. Se podría considerar un acto de voyerismo literario.
El libro intonso tiene el encanto de certificar a su dueño que nadie antes que él ha leído el ejemplar. En la satisfacción que produce esa fidelidad hay todavía algún residuo oscuro del amor posesivo, aunque sin la necesidad de refrendarla con el carmesí de un pañuelo. También la atracción del ser humano por la primera vez; el primer pie en la luna, el primer arqueólogo en la pirámide, el primero en tomar unos labios; el primero en leer un libro. Tiene algo de profanación, aunque la herejía lo es menos porque el ritual se sacraliza en el acto místico de esa primera lectura, que nos convierte en sumos sacerdotes: “acaba ya si quieres / rompe la tela de este dulce encuentro”, parece decirnos, lúbrico, el libro intonso.
Hay también libros intonsos que, aunque técnicamente no lo son, en la práctica están destinados a serlo. Me refiero a todos aquellos libros que no leeremos jamás. De la condición finita del ser humano esa es una de mis mayores desazones: la de saber que habrá lecturas que no llegaré a vivir. Pedimos cita con aquellos libros que hay que leer al menos una vez en la vida, y el funcionario del tiempo, huraño e indiferente, nos expide una papeleta con fecha más allá de la muerte. Libros maravillosos, solícitos, dispuestos a entregársenos, títulos que son promesas, aguardando su turno de volver a ser, de ser en nosotros; y, sin embargo, muchos de ellos, libros intonsos, cosidas sus páginas por la negra hilandera. Intonso, seguramente también, el libro que nunca escribiré.
La vida es en sí una edición intonso en cuyo índice se hace la relación de nuestras renuncias. Pero somos aún dueños del tiempo que se nos ha dado. Y no sólo para leer. También para escribirnos. El “te quiero” que no decimos es una lengua intonsa; la caricia que no damos es una mano intonsa; el perdón que no otorgamos es un corazón intonso; el sacrificio que no ofrendamos es una voluntad intonsa; el error que perpetuamos es una memoria intonsa; la sumisión a que nos humillamos es una libertad intonsa; los ojos que miran hacia otro lado dan una mirada intonsa; la esperanza que desdeñamos es un alma intonsa.

Con un pequeño abrecartas he cortado cuidadosamente los misteriosos pliegos de mi libro. Ya este libro que sostengo, abierto sobre el regazo, se ha mostrado al mundo por vez primera. La luz que entra por la ventana se enseñorea sobre la tinta de sus palabras y reverbera sobre el blanco inmaculado de la página. Este libro ya no es un libro. Es una aurora. Dejó de ser intonso.

domingo, 8 de mayo de 2016

322. La piedra oscura



Ir al teatro siempre es un acierto, pero hay veces en que el espectador se siente privilegiado por poder presenciar algunas representaciones. Es lo que sucede con La piedra oscura, una maravillosa obra que presenta la última noche de Rafael Rodríguez Rapún, estudiante de Ingeniería de Minas, secretario de La Barraca y “el más hondo amor de Lorca”, según Ian Gibson. Rapún falleció el 18 de agosto de 1937, justo un año después que su amado poeta. Todas las versiones sobre su muerte coinciden en que fue una especie de suicidio, pues tras conocer la desaparición del escritor granadino se alistó en el ejército. Unos dicen que saltó de la trinchera gritando que deseaba morir y lo alcanzó una ráfaga de ametralladora y otros relatan que le sorprendió un ataque aéreo y no se lanzó al suelo, por lo que una bomba explotó a su lado. En cualquier caso, parece que dejarse matar fue su forma de recuperar a Federico, del que se había prendado a pesar de su condición heterosexual. Pero parece ser que Lorca tenía un aura especial y Rapún no pudo escapar de las redes de su encanto.
En La piedra oscura, Alberto Conejero recrea, alejándose de la realidad, los últimos momentos de vida del joven Rafael. La acción se desarrolla  en una habitación de un hospital militar cerca de Santander. Rodríguez Rapún, teniente de artillería del bando republicano, herido y apresado, es vigilado por un joven soldado que rehúye cualquier contacto con el preso. Poco a poco la tensión entre ambos va desapareciendo y deja espacio para la palabra, para el diálogo como salvación ante la angustiosa situación que están viviendo los personajes. A pesar de las diferencias ideológicas, Rafael y Sebastián son seres humanos que tenían ilusiones y proyectos que se han visto truncados por la guerra. Les une, además, el sentimiento de culpa. Sebastián no pudo evitar la muerte de su madre cuando su pueblo fue bombardeado por quienes iban a ser sus libertadores y Rafael arrastra como una losa el peso de la muerte de Federico García Lorca. Siente la necesidad imperiosa de revelar su secreto antes de desaparecer y no duda en confesarle a Sebastián su amor por el poeta. Relata, con suma ternura, cómo se enamoró de él y, con profundo remordimiento, cómo no atendió a las llamadas de Lorca desde Granada.  Su último acto de amor es asegurar la pervivencia de unos manuscritos del poeta: las obras de teatro El público y La piedra oscura y los Sonetos del amor oscuro, algunos de los cuales parecen dedicados a Rapún. Para ello, Rafael le pide a Sebastián que viaje a Madrid y se ponga en contacto con Modesto Higueras o con Rafael Martínez Nadal. De nuevo la palabra en forma de promesa reconforta al condenado a muerte. Del mismo modo, Sebastián halla consuelo en la conversación con el reo y si al principio de la obra rechaza frontalmente hablar con Rafael, paulatinamente las palabras afloran en su garganta para presentarnos a un joven timorato y desvalido, a quien las circunstancias le han obligado a empuñar un fusil en contra de su voluntad y angustiado, puesto que sufre con el dolor y las muertes que le rodean. Se podría afirmar que cada personaje infunde fuerza al otro, como una cadena de ayuda. Lorca,  omnipresente en Rafael le da fuerza para afrontar la muerte con la tranquilidad de haber salvado su legado y éste ayuda a su inexperto guardián a verbalizar sus miedos y angustias hasta tomar conciencia de que son dos hombres unidos por el dolor. Dos hombres que se acaban fundiendo en un tierno abrazo que va más allá de las ideologías.  
La interpretación de los actores es magistral. Tanto Daniel Grao como Nacho Sánchez nos regalan una actuación perfecta, conmovedora, sensible, dolorosa… Se percibe que ha habido un gran trabajo    de la mano del director Pablo Messiez y ello se traduce en los largos aplausos que reciben cuando termina la función. La puesta en escena es sobria, apenas unas paredes grises, un camastro y una silla porque lo importante son los personajes y sus diálogos.
El texto de Alberto Conejero –quien recibió el Premio Ceres en 2015 al mejor autor teatral- es un canto a la palabra y a la memoria, pero también al silencio como espacio para el recuerdo. Las confesiones de los personajes van seguidas de significativos silencios en los que, inevitablemente, se impone la figura de Federico –cada silencio es un responso a su persona- pero también la de tantos otros rafaeles y sebastianes que, por convicción o por obligación, vivieron terribles situaciones que no pueden caer en el hondo pozo del olvido. No hay pueblo más pobre que aquél que olvida su pasado, que vive en la oscuridad de la ignorancia. Conejero ha escrito una deliciosa pieza en la que se rinde homenaje a García Lorca y a todos los seres anónimos que vivieron uno de los momentos más oscuros de la historia española. Un texto conmovedor que no dejará indiferente a nadie, que nos atrapa del mismo modo que la especial personalidad del poeta embrujó a Rodríguez Rapún y que nos regala un espacio para el recuerdo, para la memoria.



domingo, 1 de mayo de 2016

321. 'Verdades y fingimientos'


Cubierta del libro: Pilar Gonzalvo
El último trabajo de Ramón García Mateos se presenta como un libro de relatos pero no lo es. O al menos no lo es en el sentido tradicional en que concebimos el género. Aunque la parte narrativa, como es natural, está presente, el libro es más bien una colección de estampas literarias, semblanzas de personajes más o menos desdibujados, homenajes, caprichos de la memoria, reflexiones, denuncias, evocaciones nostálgicas del pasado, guiños humorísticos… Es lo que el autor ha llamado “artefactos literarios”, marbete que también utilizó para su anterior libro de relatos, Baza de copas, con el que tanto comparte, y que, a su vez, tomó prestado de los artefactos poéticos de Nicanor Parra. El término no puede ser más acertado empezando por su propia etimología, “arte-facto”, hecho con arte, porque eso es el libro de García Mateos: un repertorio de piezas artísticas válidas en sí mismas donde no importa tanto la historia que se cuenta o las circunstancias que han llevado a los personajes a las situaciones que allí se describen, como la perla literaria engastada en las palabras. Palabras asidas al prodigio de la oralidad, del que el libro es un claro homenaje. Y así, en la espléndida estampa sobre Cervantes se alude a la Kasba de Argel, ese lugar donde aquellos “hombres ungidos con el don de la palabra”, cuentan sus maravillosas historias en los diferentes dialectos del árabe; o el contador de cuentos de una taberna en Valdegeña, alrededor de cuya figura se reúnen los parroquianos para escuchar sus historias (el contador de cuentos, así, sin nombre y apellidos porque los contadores de cuentos son de todos y no son de nadie, ni siquiera de ellos mismos); o el cariñoso recuerdo a Avelino Hernández, el gran promotor del filandón y de la cultura popular castellana. Una oralidad que obra el milagro de perpetuar mundos periclitados o en trance de desaparecer, a la que los personajes se aferran para dejar constancia de su paso por la vida: “Por si acaso, y para que no caiga en el olvido”, dice el preso de la guerra civil en las Comendadoras, antes de relatarnos su gesta en bicicleta por toda España.
El libro es también, desde el título, un juego entre lo verdadero, lo ensoñado y lo ficticio, que acaso sean la misma cosa, pues todo lo que ingresa en la literatura forma parte ya de la realidad. Por eso el inspector Méndez se entrevista con Francisco González de Ledesma, su autor, y Aquilino, personaje de Avelino Hernández, comparte su existencia con éste en Valdegeña, en dos inolvidables relatos con resabios unamunianos. El mismo falso patronímico que adopta Cervantes, Saavadera, es un símbolo de este juego.
Verdades y fingimientos es, además, una obra de los márgenes. Todo en ella está en el extrarradio de todo. Desfilan por sus páginas personajes marginales (inmigrantes, habitantes del arrabal, prostitutas, renegados, traficantes, presidiarios), desahuciados por la vida que alcanzan la redención en la palabra literaria del autor. Pero no sólo los personajes, también las edades de éstos se hallan en la frontera: los 60 de Cervantes, las edades maduras de Maigret o de Wallander o el propio inspector Méndez, que “no tiene edad, nunca la ha tenido, está en ese territorio de nadie que se ubica más allá de la madurez y en la cornisa de la desolación”. Del mismo modo, los espacios literarios son también fronterizos: el arrabal, la Argel del siglo XVI, el personaje Puñales que trafica en la frontera con Portugal, y el libro se llena de los topónimos imposibles de una geografía del limbo.
No falta la crítica social y política (la injusticia del inmigrante Mimón, el funcionario que medra y no recuerda ya de dónde viene, los políticos que se mezclan con la plebe en el bar para obtener algunos votos más y que le “joden el vermut” al narrador, la preocupación por el sistema educativo o esa radiografía del país que es “Espejo de príncipes”). Hay también una reivindicación del erotismo en su madurez y una atención al género policíaco. “La navaja” podría ser un espléndido inicio para una novela negra.

Los lectores de García Mateos reconocerán, además, todo su mundo en este último libro. No sólo por los elementos autobiográficos o por su ideario, sino también por el habitual ejercicio metaliterario del autor, en el que es fácil apreciar sus querencias. García Mateos ha creado un universo propio y reconocible que le permite convertir a Miguel, el del bar, en un personaje literario, ya desde Baza de copas, y emparentarlo, además, con el inspector Méndez, en una genealogía de heráldica literaria. Y entre tanto fingimiento, una certeza: la de su espléndida verdad literaria.