lunes, 31 de octubre de 2016

339. Leer un poema (II). 'A un olmo seco'


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Antonio baja angustiado las escaleras del Hôtel de l’Académie y se lanza a la calle en busca de un médico. Es 14 de julio y las gentes abarrotan París para celebrar la fiesta nacional. Entre la algazara colorista, una sombra de gris aliño indumentario se afana por hacerse entender en medio de la muchedumbre exultante. Los rostros con los que se topa abandonan momentáneamente la expresión jubilosa para detenerse en su desesperada y enojosa petición de ayuda, mas todos niegan con la cabeza, compasivos pero indiferentes, y recuperan luego la jovialidad. A Antonio le cuesta avanzar entre el gentío, París es un caleidoscopio frenético de risas, bandas de música, banderas y caras alegres, ajenos a su tormento. ¿Es posible que el mundo sea una verbena mientras Leonor vomita sangre en su habitación? A la mañana siguiente, más tranquilo, Antonio sostiene la mano de su esposa, mientras ésta reposa en un camastro de la Maison Municipale de Santé, donde se acoge a los extranjeros enfermos. Tuberculosis, informa Antonio a Francisca y a María, esposa y hermana del amigo Rubén Darío, que no ha querido visitar a la enferma a causa de su insuperable hipocondría. Mes y medio después, Antonio y Leonor han vuelto a Soria y el poeta debe abandonar su beca parisina. Los médicos recomiendan el aire puro de la meseta castellana pero el invierno soriano es riguroso. Antonio alquila una casa en el Espolón, cerca de la iglesia de Nuestra Señora del Mirón, en lo alto del cerro, desde donde se divisa toda la ciudad y la hoz del Duero. Todas las mañanas, Antonio empuja el carrito de Leonor, que ya no puede andar, para su toma de sol diaria. Qué distinto este paseo de aquel otro, a la ribera del Duero, cuando el poeta la seguía a distancia en ilusionado cortejo. Ahora Leonor se recorta en el carrito “afilada, fina, casi transparente […] con su tez pálida y su belleza quebradiza, y sus manos exangües y la mirada infantil, un poco asombrada, de sus ojos que miraban ya desde la profundidad de sus ojeras”. Pero Antonio no pierde la esperanza. En una carta a su madre, desahoga su sufrimiento pero lo reviste de nobleza: “siempre tenemos motivos para sufrir; pero los únicos dolores que no denigran y que llevan su consuelo en sí mismos, son los que pasamos por los demás”. Asimismo proyecta un viaje a Madrid para que el prestigioso doctor Felipe Hauser atienda a su esposa. Pero sobre todo, confía en la primavera y su milagro de vida. Como la de ese olmo seco, hendido por el rayo y en su mitad podrido, del que, no obstante, con las lluvias de abril y el sol de mayo, han brotado unas pocas hojas verdes. Antonio escribe su poema el 4 de mayo de 1912. No hubo tal milagro. El 1 de agosto, a las diez de la noche, la muerte cortó la gracia de la rama verdecida en el olmo de la esperanza de Antonio Machado. Leonor es enterrada en el cementerio de El Espino. Acababa de cumplir 18 años. Momentos antes, su cuerpo recibía las exequias fúnebres en Santa María la Mayor, la misma iglesia donde casi tres años atrás había contraído matrimonio con Antonio, la novia vestida con su traje de seda negro y su velo blanco adornado con un ramo de azahar, el novio de rigurosa etiqueta, ignorantes ambos, todavía, de que, a veces, la vida se troncha antes de tiempo por el soplo inmisericorde de las sierras blancas.

martes, 25 de octubre de 2016

338. Lluvia constante



Desde hace un tiempo, recorre los escenarios españoles la primera adaptación en castellano de Lluvia constante, una obra escrita por el dramaturgo y guionista norteamericano Keith Huff, dirigida por David Serrano. Nuestros particulares Hugh Jackman y Daniel Craig son ahora Sergio Peris-Mencheta y Roberto Álamo, quienes dan vida a dos policías a los que les une un fuerte vínculo de amistad desde la infancia que se irá resquebrajando por un cúmulo de desgraciados acontecimientos.

Dani (Roberto Álamo) está obsesionado con proteger a las personas que le rodean. Así, se empecina en que su querido Rodo (Peris-Mencheta) supere su problema de alcoholismo y forme una familia. Para ello, lo acoge en su casa y no duda en ejercer de celestino, apelativo que le viene pintiparado puesto que también actúa como protector de las prostitutas que trabajan en uno de los peores barrios de la ciudad. Cual quijote trasnochado, intenta “desfacer” entuertos y lucha contra los malvados dragones –chulos- que explotan a las indefensas damiselas –prostitutas-. Este celo de protección lo conduce a serle infiel a su esposa y a tener un fuerte enfrentamiento con un proxeneta, hechos que marcarán el inicio de su declive ya que su familia será atacada en su propia casa y, como consecuencia, su hijo pequeño se debatirá entre la vida y la muerte en el hospital. A partir de este momento, la locura se apodera de Dani quien es incapaz de pensar con lucidez. Está cegado por el rencor y desea vengarse a toda costa. He aquí un ejemplo de una de las mayores ironías de la vida: conseguir el efecto contrario de lo que se pretendía con nuestros actos, a pesar de actuar de buena fe. Cada decisión de Dani tiene una consecuencia peor, de modo que acaba inmerso en un bucle de desastres y desgracias que lo alejan de la anhelada protección que desea para su familia y lo acerca cada vez más a la destrucción. ¿Es posible que él sea el elemento destructivo, la plaga que pudre todo lo que toca, la semilla que en lugar de dar vida hace brotar la desgracia? Bien pudiera afirmarse que es un héroe clásico encadenado a la fatalidad, a un fatum despiadado que le hace ver que su no existencia es la única solución para proteger a sus seres queridos.

En todo este terrible proceso Dani está acompañado por Rodo, un personaje muy interesante que intenta ayudar a su amigo y que es testigo de todos los errores que va cometiendo. Durante estos días, su amistad se va deteriorando y surgen momentos de violencia física y emocional entre ellos. Mientras el fuerte, Dani, se va debilitando; el apocado, Rodo, va fortaleciéndose cuando toma conciencia de que no encuentra su lugar en la vida porque está ocupado por su amigo. Todo lo que anhela le pertenece a Dani, por lo que la desaparición de su compañero supondrá que Rodo halle la felicidad que nunca ha conocido, a pesar de que la dicha estará teñida del inevitable dolor por el trágico final de Dani. Esta desgarradora situación que viven ambos policías va acompañada por una “lluvia constante” que únicamente cesa cuando cada personaje encuentra y asume su camino: la autodestrucción de Dani y la salvación de Rodo. Es un agua purificadora que barre lo sucio y da paso a lo limpio, a la nueva vida de Rodo con la esposa e hijos de Dani.

La originalidad del espectáculo radica en que se plantea como un juicio en el que el público es el jurado. Los personajes dialogan directamente con los espectadores y se comprometen a contar toda la verdad, a pesar de lo doloroso que les pueda resultar. Este relato está plagado de monólogos y saltos en el tiempo que le dan mucho dinamismo a la representación. Todo ello con un decorado minimalista en el que las luces recrean diferentes espacios,  puesto que lo importante es lo que se cuenta, la palabra y no lo accesorio.

La interpretación de los actores es excelente. Sin duda, el esfuerzo y el trabajo de preparación  tienen su recompensa en una actuación brillante, con fuerza y garra, que los deja extenuados cuando se acaba la función y recogen, felices y emocionados, la aprobación del público que - empapado por su genial actuación-   inunda el teatro con una lluvia constante de aplausos.



viernes, 14 de octubre de 2016

337. Etimologías (I). 'Tiquismiquis'



La palabra ‘tiquismiquis’, que usamos para referirnos a las personas que pecan de un exceso de escrúpulo, procede del latín macarrónico ‘tichi, michi’. Se trata de una deturpación del latín clásico ‘tibi, mihi’, que significa literalmente ‘para ti, para mí’. En su significado original, con ese vacilante ‘para ti, para mí’, ya se barruntaba al tocapelotas consumado en el que acabaría consolidándose el tiquismiquis canónico. Hoy, el tiquismiquis es una figura señera de la cultura ‘progre’, campeador invencible en las lides del idioma.
Hará unos cuantos años, el padre de un alumno me recriminó que obligase a su hijo a escribir el título de una obra de Gonzalo de Berceo con mayúsculas en determinadas palabras. Se trataba de los Milagros de Nuestra Señora. Aducía, ofendido, que en su familia no había más señora que su señora esposa y que no reconocía por suya a la otra Señora que yo aconsejaba escribir en mayúscula por tratarse de la Virgen María. Menos mal que entre las obras de Berceo quise prescindir aquella vez del Planto que hizo la Virgen María el día de la Pasión de su Hijo Jesucristo. Otra vez, una madre me reprochó que entre las lecturas obligatorias de aquel año apareciesen las Leyendas, de Bécquer, porque ellos eran Testigos de Jehová y tenían vedado el contacto con los fantasmas y espíritus que el luciferesco Gustavo Adolfo había gestado en su sacrílego  magín.
Hay que ir con pies de plomo con los tiquismiquis convencidos. Si al estornudo de alguien respondes cortésmente con un “Jesús”, el tiquismiquis puede poco menos que desintegrarse cual demonio aspergido de agua bendita y te reconvendrá que la próxima vez te limites a decir simplemente “salud”. Si felicitas a alguien por su santo, el tiquismiquis blandirá su orgullo ateo defendiendo tamaño ultraje. Si a un alumno le llamamos de “usted”mostrándole el respeto que merece y eliminando con el lenguaje las diferencias jerárquicas por las que tanto aboga la nueva pedagogía, el estudiante se sentirá ofendido porque lo tratas de viejo. Si se lo dices al viejo de verdad, se ofenderá aún más. Pero habrá viejos (perdón, personas de la tercera edad) a quienes el tuteo significará una falta de respeto a las canas. Si uno defiende que el género no marcado es el masculino y que, por lo tanto, es absurda esa duplicación de “ciudadanos y ciudadanas”, te tacharán de machista. Uno ya no sabe si habla español o castellano porque se use el término que se use siempre habrá algún tiquismiquis agraviado. Tampoco sabemos si vivimos en España o en un Estado plurinacional (pero “Estado” mejor con minúscula para no ofender a los antisistema): somos el único país del mundo donde el nombre de su propia nación es un problema. Si lees a Joyce eres un pedante; si a Nabokov, un pedófilo; si a Reverte, rindes servidumbre a la literatura de masas. Si comes rabo de toro, un cómplice de los asesinos toreros. Si eres vegano, eres un flipado místico. Si usas corbata eres casta. Si te dejas rastas, un piojoso. Si no  das de mamar a tu bebé, una mala madre; si lo amamantas, una esclava de la sociedad patriarcal que asume su rol a costa de irritarse los pezones. Si Piqué se corta una manga, un traidor a la (P)atria; si vistes la camiseta de la (S)elección, un facha. Si invitas a una chica, otra vez un machista; si no la invitas, no eres un caballero. Si la falda corta, carne de esquina. Si larga, una monja. Si me quieres, un posesivo; si me amas, un cursi.

En fin, es curiosa la etimología de “tiquismiquis”. La usamos por aquello de la corrupción del latín macarrónico. Pero, sobre todo, porque en aquellos tiempos, el latín todavía no tenía la palabra “gilipollas”. Con perdón.

lunes, 10 de octubre de 2016

336. 'El azar y viceversa'



No sé si a estas alturas, cuando el libro de Benítez Reyes alcanza ya la segunda edición y ha sido comentado en los principales medios de comunicación por el entusiasta criterio de los más renombrados críticos y escritores, no sé, digo, si convendrá insistir de nuevo en los evidentes paralelismos que la obra atesora respecto al género picaresco en general y al Lazarillo de Tormes en particular. Podemos ponernos profesorales y academicistas y decir que Antonio, su personaje, es, como Lázaro, un chiquillo de baja extracción social, huérfano de padre, y cuya madre debe salir adelante no siempre de la mejor manera; que Antonio, como Lázaro, trabaja para muchos amos, –incluido el ciego de rigor–, aunque durante los años de la segunda mitad del XX se les llame eufemísticamente jefes, y que esta circunstancia permite el desfile de los tipos más variopintos y sugestivos, desde los que suscitan una dulce ternura hasta los mezquinos y despreciables; que la novela, como el Lazarillo, es itinerante en el espacio y en el tiempo, lo que proporciona un rico friso social y político que no sólo aspira al costumbrismo colorista sino a la denuncia acerada. Si siguiéramos con el cotejo, hallaríamos emparentados también los pensamientos de Antonio con aquellas reflexiones sentenciosas de Lázaro, que en su sencillez y abrumador sentido común, ya las quisiera un Sem Tob para su colección de proverbios. Se podría, en fin, continuar con la comparación, y decir que en El azar y viceversa hay, como en el Lazarillo un “caso”, aunque mucho más lacerante que el que trataba de justificar Lázaro, y también hay un “vuestra merced”, aunque aquí se le llame de “usted” y su alcurnia no esté en el título nobiliario. Y hasta el humor, hábilmente dosificado, comparte carcajada con la novela picaresca del siglo XVI.
Todo ese ejercicio de literatura comparada es muy plausible, pero siendo ciertas cada una de sus premisas, El azar y viceversa entronca con el Lazarillo, sobre todo, en que al igual que en éste, su protagonista aspira también a convertirse él mismo en un personaje clásico de nuestra literatura. Y creo que en esta aseveración hay más justicia y verdad literaria que en todo el aparato de concomitancias y supuestos homenajes a la obra anónima que pretendan hallarse desde el púlpito académico. El personaje de Antonio rebosa autenticidad y humildad. Es un ser, a la vez, asombrado y extrañado del mundo que habita que, aunque hostil, no le impide mantener un código de principios que evitan su envilecimiento. A ratos desata nuestra compasión, pues Antonio es un ser herido por el desamparo, y hasta algunos de los personajes más entrañables a los que sirve, aunque con entidad propia, parecen tocados por el aura contagiosa de nuestro personaje.
La novela esconde, además, un pesimismo filosófico que parte ya del mismo título. Porque, ¿qué es el viceversa del azar sino el determinismo existencial? Los avatares cambiantes del personaje, auspiciados por el capricho de la fortuna, se antojan al final meros juegos de un demiurgo que lo tenía todo planificado de antemano: es el reverso del azar. Ese pesimismo da lugar a los momentos más hermosos y líricos de la novela que tachonan, como bellas treguas dentro del torrente narrativo (a veces excesivamente desbordante y presuroso) el tejido argumental.

Felipe Benítez Reyes ha escrito ese tipo de novela que Julio Llamazares llama “las novelas del poso”. Quizás con el tiempo olvidemos los pormenores de su argumento, tan innúmero en peripencias y lances, y a algunos de sus incontables personajes, pero quedará el sedimento perpetuo de su lectura que es el mejor halago que puede recibir una novela. Que es, en definitiva, lo que convierte a una obra en clásica.

sábado, 1 de octubre de 2016

335. La lección de Henry James



Creo haber citado ya en alguna ocasión las palabras de Ernesto Sabato en El escritor y sus fantasmas cuando decía que la condición más preciosa del creador es su fanatismo: “[El escritor] –dice Sabato– tiene que tener una obsesión fanática, nada debe anteponerse a su creación, debe sacrificar cualquier cosa a ella. Sin ese fanatismo no se puede hacer nada importante”.  De tan radical aseveración se infiere la incompatibilidad existente entre la labor creativa y la vida misma con sus inevitables obligaciones cotidianas, que lastrarían al escritor en su vocación. Claro que, siempre se podrá argüir, como hace la señorita Fancourt en La lección del maestro, de Henry James, que el arte, cuando es verdadero, es  “la más intensa forma de vida”, pero la sentencia, aunque está bien en su vertiente romántica, no soluciona el prosaico, aunque perentorio, problema de la vida práctica. Ya cada vez es menos frecuente tener en casa a una Zenobia Camprubí que exonere a su marido de las tareas domésticas o que incluso, como la mujer de Juan Ramón, se encargue de la administración burocrática del hogar. Esa mujer generosa y abnegada ya no existe porque, afortunadamente, ellas también tienen sus propios planes para realizarse en la vida, incluido el de la propia escritura, aunque la sociedad patriarcal todavía impone sobre ellas determinados roles que dificultan su crecimiento personal. Si para un hombre de hoy en día es difícil delegar en otros las tareas meramente mecánicas para centrarse en exclusividad en la literatura, no quiero ni imaginar los obstáculos que entrañarán para una mujer escritora los cometidos que la sociedad aún le otorga injustamente sólo a su sexo, como las tareas del hogar o la maternidad. En cualquier caso, si queremos seguir la máxima de Sabato y escribir una obra maestra, sea uno hombre o mujer, ya no bastará con tener el talento para poder acometer tamaña empresa, sino que, además, habrá que ser millonario o habrá que buscarse a una Carmen Balcells para desentenderse totalmente de toda la rémora de la servidumbre cotidiana. Porque, amigos escritores, aspirantes a la obra cumbre de la literatura contemporánea, todo eso está muy bien pero uno tiene que comer, vestirse y pagar hipotecas. Y, en todo caso, habría que valorar hasta qué punto compensa el sacrificio que nos exige Sabato y si el arte debe ir contra la vida. En La lección del maestro, Henry Saint George, afamado escritor que disfruta de las mieles de su prestigio, le confiesa a Paul Overt, notable escritor novel encandilado por el magisterio de aquél, que detrás de la aureola de gran creador que le corona, hay un escritor frustrado que ha sido incapaz de escribir la obra soñada, debido a los imperativos de la vida familiar y social. E insta al joven Overt a no caer en el mismo error si desea escribir algo realmente imperecedero. Éste, que se ha enamorado de la señorita Fancourt, sigue su consejo y detiene el recién iniciado cortejo de la dama para marcharse sin decir nada a nadie a un retiro a Suiza, donde comienza a escribir fervorosamente. A su regreso a Londres, Saint George ha quedado viudo, noticia cuya naturaleza luctuosa entraña, sin embargo, la posibilidad de que Saint George pueda centrarse, ya sin ataduras afectivas, en aquella obra ideal que anhela. Pero, cuál es su sorpresa, cuando Overt se entera de que su admirado escritor va a casarse con la señorita Fancourt. Al sentirse burlado, Overt, que ha escrito una novela excelente pero no una obra maestra, se distancia de Saint George, y vivirá el resto de su vida con la zozobra de que éste sí escriba, a pesar de todo –y casado–, la gran obra a la que aspira. Quizás Henry James, solterón empedernido,  del que este año se cumplen 100 años de su muerte, nos adelantó con esta pequeña novela corta su gran lección: que, pese a todo, el arte no debiera desasirnos nunca de la vida. Porque sólo tenemos una. Y porque aquella otra inmortal de la fama, que predicara Jorge Manrique, no nos la garantiza el libro que anhelamos. Y, en todo caso, no estaremos aquí para comprobarlo.

lunes, 12 de septiembre de 2016

334. 'Fedra', de Javier Sahuquillo



Los circuitos veraniegos de teatro clásico permiten el reencuentro con las grandes obras del canon pero, en algunos casos, también constituyen un buen muestrario de la reformulación contemporánea que los autores establecen en ellas, inspirando matices o nuevas sugestiones. De ese catálogo estival, quizás haya sido Javier Sahuquillo (Compañía Perros Daneses) quien con más intensidad haya encabezado esa nueva relación con la tradición a través de su libérrima versión de Fedra, la incestuosa esposa de Teseo enamorada de su hijastro Hipólito. La obra se ha representado en el Festival de Sagunto y en el I Festival de Teatro Clásico de Alicante. Sahuquillo evoca a un Teseo, ya anciano, que capitanea obstinadamente un bastión entre el desierto y el mar desde donde controlar el paso de los míticos y nunca vistos “hombres de carbón”, claro trasunto del drama migratorio. En su terquedad, Teseo ha ordenado matar sigilosamente a aquellos oficiales que se han mostrado díscolos con la presencia, cada vez menos justificada, del contingente allí, con la dolorosa connivencia de Fedra. Ésta simboliza a la madre patria, en virtud de la cual se realizan todo tipo de atrocidades, como el asesinato velado de esos oficiales. Representa ese hipócrita y ambiguo tutelaje del Estado hacia sus ciudadanos que, en virtud de las grandes palabras como patria o bandera, son anestesiados de la verdad o del espíritu crítico. En la obra ejercen de coro y son tratados como cachorros o niños; en algunas ocasiones hacen el papel de caballos domesticados que bajan sumisos la testuz. Es bellísima la imagen de Fedra (espléndida Laura Sanchis en su papel) durmiendo dulce (y siniestramente) a los niños.
Fedra, además, está enamorada de su hijastro Hipólito que acaba de llegar con sus rizos altivos y en cuya juventud ve al Teseo del que se enamoró. Hay paralelismos con el primer Hipólito de Eurípides, el llamado Hipólito velado, creado antes de que el poeta griego cediera ante el público ático, que se había escandalizado por nacer el amor incestuoso de Fedra de sus propios sentimientos y no como designio de Afrodita. En la versión de Sahuquillo, no obstante, el encarnizado debate interno de Fedra queda algo diluido quizás porque el dramaturgo valenciano desea tocar demasiadas teclas. Por su parte, Hipólito se jacta de ser descendiente del Sol y ha llegado al bastión para vengarse de su padre, que abandonó a su madre, cargándose así las tintas en la infidelidad proverbial del rey ateniense. Hipólito deja de ser el virtuoso de la tradición, hijo leal e indiferente al amor, para convertirse en una alegoría del sexo, desbordando así a Racine, que en su maravillosa versión ya había humanizado algo a Hipólito al enamorarlo de Aricia. Más que humano, Hipólito parece aquí un fauno, una oscura energía sicalíptica, que los movimientos asilvestrados de Laura Romero acentúan. Hace daño a quien entra en contacto con él: a Fedra pero también al oficial que enamora (trasunto de la homosexualidad en el ejército) y cuya relación sexual sobre las tablas resulta altamente plástica. Hipólito, además, se siente inferior a su famoso padre, quien infravalora el ejercicio de la cacería de su hijo (Hipólito en la tradición es servidor de Ártemis). Significativamente, Hipólito narra la cacería de un oso (que es como han apodado a Teseo) y en el castigo final de Neptuno, el dios del mar hacer emerger un engendro para aniquilar a Hipólito con todas las trazas de un monstruoso oso, erigiéndose así esta figura en símbolo del conflicto paterno-filial.

La arena que derrama su nada sobre el escenario y sobre sus trágicos personajes, y el continuo contraste de luz y sombra, de luna y sol en su lucha telúrica, completan un compendio de sugestiones, que el vehemente ritmo de un tambor aboca hacia la inevitable tragedia.




lunes, 29 de agosto de 2016

333. El señor Cayo



Miguel Delibes publicó El disputado voto del señor Cayo en 1978, un año después de las primeras elecciones democráticas tras la muerte de Franco. Quizás por ello, el libro recibió una “acogida calurosa”, como el mismo autor reconoce en una nota a la edición de sus Obras Completas. Sin embargo, esa misma valoración podría aplicarse a la novela cada vez que se celebran nuevos comicios, pues la distancia entre las necesidades de la ciudadanía y el vacuo mensaje político, denunciada en el libro, sigue pareciendo insalvable después de trece (o catorce) procesos electorales.
¡Qué envidia nos suscita el señor Cayo! El señor Cayo es vecino de uno de los tantos pueblos abandonados del norte de Castilla. Vive de lo que la tierra le ofrece; él mismo fabrica su miel, cultiva su huerto, elabora sus propios quesos, se alimenta de la carne de sus animales, bebe agua fresca del río y cura las enfermedades con las propiedades que le regalan hierbas y flores. 

"–Joder! [dice Rafa, uno de los militantes del partido político que ha venido a convencer al señor Cayo]. En este pueblo todo sirve para algo. 
Natural –replicó el señor Cayo reanudando la marcha–: Todo lo que está, sirve. Para eso está, ¿no?”

A este anciano autosuficiente, cuyo hablar reposado demuestra cuán alejado está de la tiranía de la urgencia y de las tontas necesidades que se ha creado el urbanita, vienen a persuadirlo de la oportunidad que tiene de cambiar, a mejor, su vida: 

Ahora es un problema de opciones, ¿me entiende? Hay partidos para todos y usted debe votar la opción que más le convenza. Nosotros, por ejemplo. Nosotros aspiramos a redimir el proletariado, al campesino. Mis amigos son los candidatos de una opción, la opción del pueblo, la opción de los pobres, así de fácil”
Y “el señor Cayo, [que] le observaba con concentrada atención, como si asistiera a un espectáculo, con una chispita de perplejidad en la mirada, dijo tímidamente: 
Pero yo no soy pobre. "

Al señor Cayo los políticos no le sirven para nada. El diputado Víctor lo ve claro hacia el final del libro y se replantea incluso la utilidad de su vocación y de todos sus principios: “Hemos ido a redimir al redentor”, dice en su lúcida borrachera. Y critica el prurito de superioridad cultural que se arrogan las nuevas generaciones: “¿De veras te parece más importante recitar Althusser que conocer las propiedades de la flor del saúco?”. En esa reflexión palpita la conciencia de la aculturación con que el sistema desea imponerse sobre ese mundo ya periclitado, pero lleno de sabiduría y verdad, que representa la simbólica figura del señor Cayo.

El sainete político al que estamos asistiendo estos últimos días da buena cuenta de una situación aún peor que la que denunciaba Delibes en su libro: los políticos ya ni siquiera piden el voto a los ciudadanos, se lo piden a sí mismos, en una suerte de endogamia vergonzante que aún nos aleja más de su insoportable inoperancia e ineptitud. El problema de los políticos de hoy es que les falta altura en todo, en lo intelectual y en lo moral. Quién fuera el señor Cayo y pudiera uno refugiarse en la soledad de los cerros y de los valles, lejos de tanta estupidez y mandarlos a todos a tomar por saco con un gráfico y sonoro y contundente y terapéutico corte de mangas.

lunes, 15 de agosto de 2016

332. Amor y Sintaxis



En los tiempos que corren, si un sujeto cualquiera quisiera encontrar el amor de su vida –su complemento directo–, ya no le bastaría con ser paciente. Hoy se quiere todo, y se quiere aquí y ahora; por eso, las elecciones amorosas suelen ser fallidas por lo que tienen de precipitadas. Los sujetos se enamoran de cualquiera con tal de decir que están enamorados, aunque no lo estén. Se han sustituido los complementos directos por los complementos circunstanciales, los del aquí te pillo aquí te mato, los de quita y pon. El que dice estar enamorado, está, en realidad, en modo copulativo y sólo busca en el otro  unos buenos atributos; un buen complemento agente que sepa cumplir en la cama; alguien que se cuide, que vaya al gimnasio y que esté delgado porque toma sus complementos de régimen moral (que no se avergüence de, que no se arrepienta de, que no se comprometa a, que no pregunte por, que no piense en). Hay quien, no hallando a su complemento, se consuela con alguna página porno en Internet, un complemento indirecto de los que se miran pero no se tocan, y pasan olímpicamente de los complementos predicativos de los curas, de los psicólogos y de los padres.


Como Bécquer, sé que voy contra mi interés al confesarlo, pero hace ya tiempo que me acecha una crisis de fe gramatical. Recuerdo que un día, mientras analizaba una oración con mis alumnos en el instituto, al mismo tiempo, en Atenas estaba ardiendo la Plaza Sintagma. Aquella gente hacía, fuera del aula, la revolución, cansada de conjugar sus almas en voz pasiva, y esas personas llenaban una plaza que se llamaba igual que las cajitas o los diagramas sintácticos que pintaba –tiza domesticada–, sobre la pizarra. Esas cajitas domeñaban el idioma y les ponían etiquetas a los te quieros, a los estamos hartos, a los nos sentimos perdidos de mis estudiantes. Mientras la palabra, allí fuera, se hacía viva en las gargantas de aquellos hombres de la plaza, mientras emocionaban en un poema, mientras daban consuelo a algún desdichado, mientras confesaban un amor, mientras lo correspondían, mientras perdonaban, mientras educaban e instruían, mientras todo eso hacían las palabras en el mundo de ahí fuera, nosotros, entre aquellas cuatro paredes, estábamos poniéndoles cajitas –aprisionándolas–, aplicando el bisturí de la gramática, realizando taxonomías del lenguaje del mismo modo que un entomólogo anotaría el nombre científico de la mariposa que tiene clavada con una chincheta, reseca ya y apelmazada, sobre el expositor –el cementerio– de corcho. “Pido la paz y la palabra”, decía Blas de Otero, pero no para el metalenguaje sino para la vida misma. Los pronombres recíprocos deben hablar de la solidaridad entre los hombres, y los vocativos son el olifante que los reúne, y las raíces léxicas se hicieron para que arraigase en los corazones el amor universal; el pretérito imperfecto debe quedar atrás para construir el futuro perfecto, un mundo sin determinantes posesivos ni modos imperativos ni subordinados sustantivos. Un mundo donde la palabra no sea diseccionada sino donde ella misma diseccione el mundo. Un mundo donde mis alumnos puedan desperezarse de una vez por todas de la superficialidad que los circunda, de la mediocridad que los lacera, de la estupidez que los aborrega, de la afasia crítica que los esclaviza. Un mundo, en definitiva, donde aspiren a algo más que a seguir siendo sujetos elípticos, sujetos omitidos. Sujetos elididos. 

domingo, 7 de agosto de 2016

331. Leer un poema (I). Una jarcha



Como se sabe, las jarchas son breves composiciones anónimas y orales cantadas en lengua mozárabe (mezcla de castellano primitivo y árabe) por la población hispánica que habitaba Al-Andalus durante el dominio musulmán. Dado su carácter oral, que hoy conservemos ejemplos de estas canciones obedece, como casi siempre, a esas coyunturas milagrosas que nos regala la historia de la Literatura cada cierto tiempo. Se cree que un poeta cordobés, nacido en Cabra entre los siglos IX y X, llamado Muqaddan Ibn Muafa, puso de moda entre los poetas cultos el cultivo de la moaxaja, composición limitada en su origen al contexto andalusí y escrita en árabe. Su carácter estrófico con versos de vuelta la separaba de las largas tiradas monorrimas de la qasida clásica. Los puristas, pues, abominarían del invento, pero a nosotros nos obsequiaron con el impagable prodigio de salvar del olvido a las jarchas mozárabes, pues la peculiaridad de la moaxaja es que toda ella está pensada para colocar en su remate la jarcha que le preexistía. De hecho, los versos de vuelta de la moaxaja riman con la propia jarcha. O dicho de otro modo, la moaxaja es la glosa de la jarcha. Así, se podría considerar a los moaxajistas, los primeros recopiladores de la literatura oral hispánica. Sin su concurso, no conoceríamos hoy la primera manifestación de nuestra lírica. Probablemente no pudieron sustraerse a la hermosura de aquellas canciones que entonaba el pueblo invadido y se vieron en la necesidad de fijarlas por escrito de algún modo. La calidad en el engaste de la moaxaja con la jarcha, demuestra en cada caso la pericia del moaxajista, que unas veces parece natural, en otras se ven demasiado claros los puntos de sutura y en otros casos apenas tienen que ver la una con la otra. Por supuesto, al fijar la jarcha, sólo se hizo con una de las tantas versiones que debieron de circular de cada una de ellas, pues su naturaleza oral hace previsible su vida en variantes. De hecho, hay moaxajas de autores distintos y de épocas distintas que contienen la misma jarcha con alguna pequeña diferencia. El descubrimiento de las jarchas por Stern en 1948 convirtió a nuestra lírica en la más antigua de Europa.
Aunque el tema habitual de las jarchas son las lamentaciones de una mujer ante la ausencia del amado, tomando como confidentes de su dolor a la madre o a las hermanas, también las hubo de carácter erótico, como ésta que nos ocupa. La muchacha que canta esta jarcha demuestra gran elasticidad, pues es capaz de colocar las argollas que adornan sus tobillos a la altura de las orejas. El poeta árabe que seleccionó esta jarcha para su moaxaja se mantuvo en un pudoroso anonimato, quizás por la procacidad de la misma pero se antoja un buen poeta, pues su moaxaja, llena de referencias báquicas y descripciones de jardines umbríos a la luz de la luna, casa muy bien con la voluptuosidad de la jarcha de la que parte. Ésta apenas contiene palabras en romance (muy reconocible el “non t’amarey” del inicio).
El visir Al-Mu’Allim pasea por el barrio mozárabe de Sevilla. Sus ricos atuendos llaman la atención de unas lavanderas que, entre risas, cuchichean pícaramente a su paso. Una de ellas entona entonces nuestra jarcha, que el visir escucha algo azorado. Aprieta luego Al-Mu’Allim el paso, dejando atrás un coro de carcajadas mezcladas con el rumor del agua. Pero el visir ha anotado en su cabeza la canción y sonríe al evocarla. Se la cederá a su rey Al-Mu’tadid, que gusta de escribir atrevidas moaxajas.  Y en el puesto de frutos secos, ¿qué canta aquélla?: “¡Ben, ya sahhara! / Alba / q’está kon bel fogore,/ kand bene pid amore” (“¡Ven, oh hechicero! / Un alba que tiene tan hermoso fulgor, /cuando viene pide amor”). Hermosa jarcha, piensa el visir. Y decide que ésa se la queda para él y su moaxaja.

Y aunque la vendedora de frutos secos estaba pensando en su amado, a nosotros la jarcha nos evoca otra alba con hermoso fulgor: la del bellísimo amanecer de nuestra lírica, sol que brota de la tierra misma, en el balbuceo mágico del idioma castellano.

viernes, 29 de julio de 2016

330. Escuela de despojados



Los más bellos versos del despojamiento jamás escritos ya nos los regaló San Juan de la Cruz en la irrepetible lira de su Noche oscura: “Quedéme y olvidéme / el rostro recliné sobre el amado, / cesó todo y dejéme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”. A decir verdad quizás sean estos los versos más hermosos de toda la literatura universal, si se me permite la entusiasta licencia.
Sin embargo, la poesía de la renuncia no se agotó con el inmortal abulense y la historia de la literatura ha caminado jalonada de recodos poéticos donde muchos escritores se han abandonado a ese dulce descanso que es desprenderse de uno mismo. Tanto es así, que la abdicación del yo poético ha llegado hasta nuestros días con una coherencia temática y hasta geográfica, que aspira a convertirse en una escuela literaria con vocación de grupo generacional, con sus maestros, sus acólitos y quién sabe si hasta con sus epígonos.
No sé si es esta luz impenitente del Mediterráneo que todo lo anega y bajo cuyo imperio las cosas del mundo pierden sus perfiles y su corporeidad para dejar de ser, confundidas con el clamor del sol, la que ha auspiciado la aparición de una forma recurrente de entender la poesía, desde Barcelona hasta Murcia, en la que los versos se afirman plenos en la negación de los referentes y cuya transición natural es negarse a sí propios, reduciendo el lenguaje hasta su misma desaparición, lo que desemboca en poemas brevísimos que nos sacuden en su condensación.
En Murcia, Beatriz Miralles escribe “para conocer la oquedad de la sombra”, “engendr[a] vacíos”, “subray[a] los límites de las cosas”, “escrib[e] hasta perder el rostro” porque “sólo que aquel que ya no soy / puede decirme”; en los poemas “aprend[e] ceniza” porque “así es la desaparición: / raspar el lenguaje / hasta decir silencio”. Son apuntes de su primer y precioso libro Oscura deja la piel su sombra (Balduque).
En Alicante, Antonio Moreno se pregunta: “¿Quién tiene la osadía de decir  / algo más que esto: soy? / Nada más: soy, respiro / el aire regalado de esta hora, / sin la penumbra de los adjetivos”. Esos adjetivos a los que el poeta atribuye el efecto pernicioso de la penumbra, son justamente los atavíos de los que la vida puede prescindir: los nombres y apellidos, el trabajo, los roles sociales, que privan de la verdadera luz, de la luz esencial. Se trata de diluir los límites de la identidad para confundirla con el universo, “ser de todos y de nadie”, como “la gota del rocío / en el vapor disuelta” porque “cualquier vida se expresa con el viento / cualquier identidad es para el viento” (El viaje de la luz, Renacimiento).
En Valencia, Vicente Gallego lleva desde 1988 cultivando esta actitud poética: “Sí, la palabra justa es abandono: / una dulce renuncia que me nombra / señor y dueño al fin de mi camino”. O “Existir: todo y nada, /este instante tan mío que ahora habito”. En su último libro, Ser el canto (Visor), prologado por Antonio Moreno, lo que no deja de ser significativo, esa aspiración a la esencialidad se traduce en un lenguaje auroral y primigenio. Vicente Gallego es el gran maestro de esta tendencia y un poeta imprescindible.
En Tarragona, Enrique Villagrasa dice que “el poeta experimenta en el poema / todas las formas de la nada” que habita “concupiscente / el no ser /” de los versos. El culmen de este nihilismo, así como del carácter sugestivo reducido a la mínima expresión, es el poema en el que aparece sola la palabra “coda”. Inserta así, tan exigua en la inmensidad de la página en blanco, esta única palabra es una cruel ironía de la Nada, porque la coda, esos versos que se añaden como remate de un poema, lo que rematan aquí es la página yerma. (Mudanzas de la voz, Libros del Innombrable)
En Barcelona, Sandro Luna dice: “Tumbado bajo el sol, / se ha borrado mi nombre. / Ese milagro somos”. Sus versos gravitan sobre lo etéreo porque “¿Dónde / la gravedad /, si nada pesa?”. Y más adelante: “Estoy en lo que miro, / y nada veo. / Esta paz es la mía”. O “ He visto sin ser visto. / Sólo había belleza. / Y yo la alimentaba con mi muerte”. (Eva tendiendo la ropa, Pre-Textos).

Larga vida en la nada a esta escuela de despojados.