lunes, 24 de julio de 2017

370. El pasillo 860



Nada más entrar en la biblioteca, el silencio. Y con él, una atemperación, casi instantánea, de nuestro propio cuerpo. No sólo han quedado fuera los cláxones, la inmisericorde ráfaga sonora de las obras, el borborigmo de las gentes;  también nosotros mismos o, para ser más exactos, ese envoltorio falaz con que nos mostramos al mundo, ese ente barnizado por los convencionalismos y los roles aprendidos, esa carcasa, se queda también fuera de la biblioteca, esperándonos apremiante con su reloj y su zapateo inquieto sobre el asfalto, nuestro avatar. Dentro, todo el ruido del mundo se reduce al bisbiseo conventual de las bibliotecarias; termina el jadeo con que hemos cruzado el umbral, y las pupilas llenas de sol se dilatan ante la luz recogida del vestíbulo. Acogerse a sagrado. Fuera, el mundo. Dentro, todos los mundos. Y nosotros, sobrevenido astro, alrededor del cual, orbitan todos ellos. Los libros.

Las signaturas de la Clasificación Decimal Universal presiden cada uno de los pasillos que delimitan, flanqueándolos, las estanterías, como pasadizos que conducen a la faraónica cámara sagrada en la pirámide del saber.Impulsados por una inercia connatural, caminamos hasta el 860. Aquellos tres números se antojan la gematría de los antiguos cabalistas judíos, detrás de los cuales se halla la iluminación. No somos chovinistas ni talibanes del idioma; nuestras lecturas comprenden un bagaje de marcada vocación universal pero no podemos evitar sustraernos al orgullo que nos producen aquellos tres números a los que nos rendimos con pitagórico misticismo y donde se cifra, en su parca destilación numérica, la belleza de la lengua española. Caminar por la vereda tapizada del 860, los pies monacales reverenciando el silencio en su paso amortiguado, es como andar custodiado por los manes que protegen el único hogar en que nos reconocemos seguros, el de la palabra. A izquierda y derecha, los libros son talismanes votivos que nos protegen; el mundo puede reducirse en ese momento a ese pasillo, claustro protector colmado de capiteles bibliográficos. Otras veces nos parece un cementerio donde cada libro es un epitafio y, nos sentimos poderosos demiurgos porque sólo un gesto nuestro, el de tomar el libro del estante, es capaz de resucitar a los muertos, nosotros, médiums e intérpretes de sus voces, sacerdotes supremos, chamanes depositarios del secreto ritual literario, targumanes de los textos sacros. Reconocemos muchos de estos libros, duplicados, en las estanterías de nuestras casas. El don de la ubicuidad de la cultura. Los panes y los peces. Escudriñamos entre los anaqueles para decidir la resurrección de hoy, si es que alguna vez murieron del todo. Entre los huecos que dejan los libros, se intuyen otras sombras, en otros pasillos, celebrando el mismo ceremonial. Se hallan en pasillos contiguos, apenas intuidos entre la celosía libresca, pasillos inhóspitos que casi nunca visitamos, presididos por extrañas combinaciones numéricas. Cuando, al fin, hallamos el libro que buscamos, acudimos al mostrador y lo depositamos con inevitable solemnidad sobre la mesa. Allí, la bibliotecaria asperge con su hisopo tecnológico un haz de luz roja, como si exorcizase al libro de la prisión del olvido en que se hallaba, encerrado tras las rejas de su código de barras. El libro pasa entonces a ser nuestro. ¡Nuestro! Nos dirigimos hacia la salida y franqueamos, con irracional temor, los arcos de seguridad, temibles Escila y Caribdis para el aventurero Ulises, cazador de tesoros. Pero nada ocurre. Retomamos a nuestro avatar. Y huimos, como si hubiéramos cometido alguna profanación.

1 comentario:

Tisbe dijo...

Me encanta el lirismo con que describes el acto de sacar prestado un libro de la biblioteca. ¡Qué paz siento cuando entró en una! El tiempo parece detenerse. Nada importa, sólo el placer de escoger una nueva lectura. Enhorabuena por tu delicada y hermosa prosa.