lunes, 15 de noviembre de 2021

550. 'Ciudad mori'

 


Uno de los mejores libros del año 2020 fue, sin duda, Ciudad Mori, del palmense Sergio Mayor, publicado por Karima Editora. Sin embargo, como suele ocurrir siempre con la literatura heteróclita, seguro que no vieron ustedes el título figurando en esas absurdas listas de mejores libros del año diseñadas por los palmeros de los grandes sellos cuyo criterio literario quedó hace tiempo arrumbado en el estercolero de la indignidad y sustituido por otros intereses espurios que únicamente alimentan el bochornoso adocenamiento al que está sometiendo la crítica oficialista a la literatura. Sucede, no obstante, que el libro de Sergio Mayor se abrió paso por esos otros circuitos de la resistencia literaria y su noticia llegó secretamente a los conciliábulos de los lectores subversivos donde –aquí sí– Ciudad Mori ha sido acogida con verdadero entusiasmo y hasta con algo de culto reverencial. Hay algo de autocomplacencia en esa marginalidad estética de Sergio Mayor ya desde la misma solapilla del libro, que solamente reza: «Nació en Las Palmas de Gran Canaria. Vive retirado en Gorafe, Granada», tan lejos del exhibicionismo obsceno de quienes tienen que llenar largas solapas bio-bibliográficas para compensar quién sabe qué otras carencias. Se diría que Sergio Mayor es cofrade de eso que Paul Valéry llamó «renuncia al sufragio del número». Y la alusión al poeta simbolista francés no es baladí; hay en Ciudad Mori una suerte de malditismo literario y vital (¿acaso no son lo mismo?) que lo hace emparentar con aquella bohemia finisecular. Efectivamente, leer Ciudad Mori es algo parecido a entablar una conversación de madrugada, ebrios de absenta, en el más abyecto tugurio parisino, con Baudelaire, Rimbaud, Verlaine, Villiers y Nouveau pero todos al mismo tiempo. Una prosa alucinada o alucinógena que deslumbra y abruma por sus referencias cultas y su torrente de intertextualidad ante el que se corre el riesgo (doy fe) de salir algo acomplejado. En mitad de todo eso, una ciudad, Granada, y una aparición, la donna angelicata que se le presenta epifánicamente al narrador en la Calle Tablas, y que vertebrará, aunque difusamente, la espina dorsal de esta pantagruélica miscelánea intelectual y emocional, llena de abismos, bajadas a los infiernos (pero siempre Beatrice), resurrecciones, rebeldía altanera, provocación, subversión, ironía, ebriedad, autoafirmación en la heterodoxia, herejía, misticismo laico y laicismo teológico. Cualquier página de este festín literario valdría como muestra pero permítanme que cite, aunque extensa para una reseña, la bellísima evocación del genius loci granadino, esa suerte de aura de la ciudad que alcanza en la Alhambra su más significativa y telúrica revelación: «La Alhambra comenzó a nacer cuando la tierra estuvo preparada. Hablo de una fuerza orgánica, una conclusión ontogénica, una sedimentación de arcillas, sales naturales y hierros revenidos en un aura que hizo de alambique […] Idea, la Idea más alta de templo, la efigie de un dios en su forma mineral y funeraria […]. El hombre que llega al Paseo de los Tristes es mirado por algo parecido a los ojos del más grande de los muertos. La Alhambra, desde el Paseo de los Tristes, debe ser meditada a la manera de un místico frente a una talla. Se trata de prestar atención a lo que en la obra de arte no es observable; el aura, el ritmo, la forma quieta del incendio». Alguien que escribe esto, y lo que sigue, debiera estar en cualquier antología de la Literatura con mayúsculas. Yo he bebido la absenta de Ciudad mori a pequeños sorbos para salir medio lúcido y poder escribir esta reseña que no le hace justicia. De haberla bebido del tirón, me habrían hallado sobre mi escritorio, con los ojos delirantes, con un no sé qué que queda balbuciendo, incapaz de ordenar en un texto tantísima dolorosa belleza.

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