lunes, 4 de septiembre de 2023

619. Besar a una mujer

 


Cuando yo iba al colegio y después al instituto, la mayoría de mis compañeras de clase iban vestidas con feos y holgados chándales ochenteros y enfundadas en blusas que llegaban casi hasta el mentón. Con aquellos atavíos, uno nunca podía hacerse una idea cabal de sus siluetas y contornos femeninos. Por aquel entonces no se veían en las aulas los shorts nalgueros ni los escotes generosos que hoy abundan sin recato por los pasillos de los centros educativos y que no dejan lugar a la imaginación. Si uno se encandilaba de una chica, lo hacía sin más remedio de una mirada hermosa, de unas facciones delicadas, de la grácil lasitud de una melena, de una sonrisa luminosa, del dulce timbre de una voz, del aroma subyugante de un perfume. Vetadas a los ojos las presumibles turgencias de nuestra compañera de pupitre, quedaba neutralizada de antemano cualquier posibilidad de examen concupiscente o libidinoso y uno solo podía enamorarse espiritualmente de una donna angelicata. Quizás por eso, el cuerpo de una mujer ha sido desde siempre para mí un bellísimo misterio. Y aunque después la vida me ha permitido demorarme, ya sin restricciones, en cada milímetro de piel, sigo siendo aquel niño para quien el cuerpo de una mujer era un templo guardado por una vestal y el ingreso en él, un privilegio inmerecido que se ofrece a un hombre, siempre neófito, siempre aprendiz y siempre turbado ante el arcano, sempiternamente inédito, de la intimidad de una mujer. Y si ha habido audacia u osadía en mis lances amorosos, siempre ha sido con la vocación de reintegrar con lo mejor de mí la deuda que debía más que por complacer mi propio deseo.

Si el cuerpo de una mujer es un templo, entonces su boca y la promesa del beso es el primer atrio que conduce a su sagrario. Por eso a mí, que tengo la extravagancia de situarme a menudo en las regiones periféricas de las polémicas, lo que me ha sorprendido del beso de Rubiales no es tanto el beso mismo como la zafiedad con que lo ha pedido. He tenido la oportunidad de besar y ser besado por muchas mujeres (no es jactancia –tampoco es que yo sea precisamente un Adonis– sino agradecida constatación del regalo, seguramente injusto, con que me ha ofrendado la vida) y siempre me ha electrizado el contacto con unos labios y el húmedo vértigo con que, al cerrar los ojos, cae uno en su abismo y su asombro. Ese milagro, que es el beso de una mujer, Rubiales lo ha degradado, incluso semánticamente: «un piquito» lo ha llamado. Y su modo de agarrar la cabeza de Jenni Hermoso y plantarle los morros en la boca tiene para mí algo de profanación que va más allá de todo el debate jurídico y moral que se ha dirimido durante estos días. Lo que quiero decir es que lo que a mí me deja perplejo de verdad es que un hombre, cuya expectativa del beso de una mujer debiera tenerlo temblando, lo tome así, sin más, como quien recoge coles.

No me olvido de que esto es una columna sobre literatura. Ahora voy. Escribe Cortázar en Rayuela: «Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua». Rubiales no ha leído, claro, a Cortázar. Pero tampoco ha leído La Regenta. De haberlo hecho sabría que su beso, tan distinto del de Rayuela, emparenta más bien con el beso de sapo de Celedonio a Ana Ozores.

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