lunes, 18 de febrero de 2019

434. Puro Shakespeare



Uno de los mayores méritos que puede distinguir a una compañía teatral es la de hacer reconocible la esencia del dramaturgo al que representa. Las obras teatrales pueden adaptarse a los nuevos tiempos, cambiar la escenografía, el vestuario y hasta rayar en la iconoclasia, pero si el espectador es incapaz de percibir el alma del original, es mejor no hablar de versión o de adaptación, sino de otra obra nueva. Con Shakespeare, quienes mejor consiguen ese propósito son los propios británicos en todos los órdenes artísticos. Aún recuerdo maravillado la adaptación cinematográfica que de Macbeth hizo Justin Kurzel en 2015, por nombrar sólo una de las últimas reverenciales manifestaciones artísticas que se han hecho sobre el inmortal autor de Sratford. Ahora, la celebrada y veterana Compañía Atalaya está de gira por España paseando por las tablas al rey Lear, y esa alianza con el espíritu de Shakespeare se produce en sus representaciones con tan inextricable comunión, que parece resucitada telúricamente del polvo indeleble de sus palabras. Los claroscuros de la escenografía, la atmósfera neblinosa, la reformulación majestuosa del coro, tan caro a Shakespeare, con sus cánticos atávicos (¿en griego?); los movimientos acompasados de los actores, como movidos sus hilos por el caprichoso titiritero del fatum; la cadencia casi silábica de la dicción, con sus efectistas pausas a mitad del sintagma, todo contribuye a captar la inquietante sustancia de las tragedias shakesperianas. Y todo ello, y esto lo digo yo, en uno de los textos que menos me han conmovido del autor de Hamlet, por muy pesada que se ponga la crítica especializada en incluir El rey Lear en la famosa tríada de las obras cumbre de Shakespeare. Ni las motivaciones del rey me convencen ni hallo una exploración verosímil en las pasiones humanas que se ponen en solfa; los personajes me parecen maniqueos (y no hay excusa en su vocación alegórica) y la pérdida de la cordura de algunos me parece algo pueril. Sí me parece interesante la degradación del rey hasta su animalización como metáfora de la destrucción del orden establecido (la pérdida del cariño de sus hijas y su traición) pero me parece todo insuficiente para colocar El rey Lear entre las mejores obras de Shakespeare. Y, sin embargo, la Compañía Atalaya obra el milagro de revertir la insatisfacción que produce la lectura de la obra y convertirla en una maravilla, colocando el texto y el argumento al servicio del mejor Shakespeare, como si fuera el mismo Shakespeare quien, reconociendo sus defectos, remendara sobre las tablas las hilachas sueltas. O, en otras palabras, realizando un montaje a la altura del genio inglés, superando los defectos del propio genio. Hasta el final, algo abrupto e insustancial en el original, es modificado por una coda del bufón (que, en realidad se recupera de una intervención de éste en otra escena del texto), subsanando con ese remate, la escasa contundencia del final shakespeariano. Muy notable la actuación de Carmen Gallardo como rey Lear, que nos convence de que los héroes masculinos de la tragedia pueden alcanzar grandes cotas en la interpretación de una mujer (acordémonos de Blanca Portillo como Segismundo) y, sobresalientes las intervenciones de Lidia Mauduit como bufón, cuya dicción y movimientos espasmódicos tan bien casan con la función oracular de sus misteriosas y proféticas palabras. Para enmendarle la plana a Shakespeare hay que ser un gran conocedor suyo. Lo otro sería osado sacrilegio. A la Compañía Atalaya, que lleva ya 36 años sobre la escena, se le nota el oficio. Su versión de El rey Lear mejora a un Shakespeare despistado. Lo redime y lo convierte en puro Shakespeare.

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