lunes, 22 de julio de 2019

454. ¿Dónde están los viejos?



Pues ya empezamos mal, con ese «viejos» peyorativo con que he titulado el artículo de hoy. Pero no me lo tengan en cuenta; lo del título es solo un señuelo ofensivo para ver si acude a estas páginas el hombre de 72 años que hace una semana, de forma anónima, me escribía para reprocharme el menosprecio con que había tratado a las personas mayores en mi penúltima columna. En esa ocasión, titulaba yo el artículo «¿Dónde están los jóvenes?» y denunciaba la escasez de estos en los eventos literarios, a los que siempre asiste una nutrida legión de octogenarios contumaces pero muy pocas veces estudiantes o personas jóvenes en general. En tono de chanza, comparaba dichos eventos culturales con geriátricos, clubes de lectura del asilo y demás regodeo sarcástico, supongo que del todo improcedente. Este señor de 72 años me desea una larga vida intelectual y física, y espera –dice– que nunca tenga que sentirme ninguneado por razones de edad. Y me ha tenido toda la semana sin poder pegar ojo por las noches, con un terrible cargo de conciencia. Estará usted contento. Porque yo nunca quise ofender a mis mayores, por los que profeso una admiración y un respeto como con pocas cosas en la vida. Al contrario, lo que se infería de mi reflexión era que las personas de más edad son un modelo para la gente joven, pues insisten en la felicidad de la cultura sin que los años hagan mella en su entusiasmo. Es a la conciencia de la gente joven a la que el artículo trataba de zarandear.
¿Y dónde están, pues, los viejos? No me haga usted ponerme eufemístico, le creo más inteligente que todos esos biempensantes de lo políticamente correcto. Los viejos. Pues los viejos están donde son más necesarios. Haciéndose cargo de los nietos que los hijos no pueden atender por razones de trabajo y educándolos en los valores que una vida dilatada ha sabido ponderar con experiencia y sabiduría; están concentrándose ante las escalinatas de los ayuntamientos para luchar por el derecho a unas pensiones dignas después de decenas de años de sacrificio y trabajo (ya quisieran algunos jóvenes conservar ese espíritu reivindicativo); están llenando librerías, patios de butacas, rutas educativas y museos en todo tipo de eventos culturales, dando ejemplo en la obstinación de su amor por el arte a todos los jóvenes que desprecian con indiferencia lo único que podrá hacerles libres y felices; algunos están instruyéndose en escuelas para adultos para compensar los años duros en los que no pudieron tener el privilegio de recibir una formación reglada en un aula; están leyendo periódicos, informándose del mundo en el que viven con la energía aún de cambiarlo. Y están escribiendo, como lo hizo hasta su último aliento Andrea Camilleri, que nos dejó hace unos días, a sus 93 años, conservando su mente lúcida y el amor intacto por la palabra.
Los viejos no son lo viejos. Son los jóvenes que no hace tanto tiempo lucharon por las libertades y derechos de los que ahora disfrutamos la generación de la democracia; son los jóvenes que hacían bullir las universidades con consignas libertarias o las llenaban de revistas literarias y veladas poéticas, los que fomentaban el debate constructivo y diverso en el ágora de las facultades; son los depositarios de hermosas palabras que ya nadie usa, de una cortesía de otro siglo que ahora tanto añoramos, son el futuro que les queda y el que legan a sus descendientes.
¿Que dónde están los viejos? Están en nuestra carne, ahora joven, dentro de no tantos años, cuando otro pipiolo articulista de provincias nos llame viejos y sonriamos condescendientes y le perdonemos la inconveniencia porque qué sabrán estos bisoños de hoy en día lo que es la vida.

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