lunes, 4 de noviembre de 2019

462. Solo Literatura, por favor



Ha sido conocerse el nombre del último Premio Nacional de Narrativa para que a muchos que ni siquiera han leído un solo libro de Cristina Morales les haya faltado tiempo para poner el grito en el cielo. Uno de los más vehementes en su rechazo a la decisión del jurado ha sido Albert Rivera, quien en un tuit escribía: «Espero que prenda fuego al cheque de 20.000 euros del pueblo español al que odia». El presidente de Ciudadanos se refería con su invectiva a las declaraciones de la escritora granadina en las que afirmaba que «es una alegría que haya fuego [en Barcelona] en vez de cafeterías abiertas» denunciado su hartazgo por la gentrificación y turistificación que sufre la ciudad condal, donde ella vive. Sin entrar a valorar los arrebatos de ese sucedáneo anti-sistema que es muchas veces Cristina Morales, entre las consideraciones que se arguyen respecto al galardón no hay ni una sola que se base en criterios estrictamente literarios. Bueno, alguna hay, claro, pero ensombrecida por la polémica de marras. O lo que es lo mismo: en un premio literario se habla de todo menos de lo que realmente le atañe a un premio literario, o sea, de literatura.
Ese vicio de mezclar churras con merinas en el campo de las letras tiene ya un recorrido dilatado en el anecdotario literario patrio. En el año 2009, la delegada de Participación Ciudadana del Ayuntamiento de Sevilla, Josefa Medrano (IU) prohibía un acto de homenaje a Agustín de Foxá en el 50 aniversario de su muerte. Primaba en ese veto el pasado falangista del escritor, no su valor literario, adscrito las más de las veces a una estética posmodernista y atenta también al magisterio de Lorca o Neruda.
La instrumentalización de la figura de Rodrigo Díaz de Vivar por parte del régimen franquista para la exaltación de los valores nacionales cayó como una losa durante nuestra posterior democracia sobre el prestigio artístico de nuestro primer monumento literario, el Cantar de Mio Cid, más aún cuando el adalid de su recuperación fuera don Ramón Menéndez Pidal a quien muchos continúan, desde el desconocimiento más absoluto de su biografía, vinculando a la ideología del franquismo.
Hace unas semanas leía en El Periódico una feroz columna del escritor Kiko Amat contra Camilo José Cela a colación de la triste polémica que enfrentó en la década de los 80 al autor gallego con un entonces joven Antonio Muñoz Molina. La diatriba de Amat contra Cela adolece de varias fallas. La primera es la arbitrariedad de rescatar ahora aquella acre controversia que se remonta a más de tres decenios, con Cela ya muerto hace 17 años. ¿A cuento de qué? Y admirador fervoroso como soy de Antonio Muñoz Molina, claro que no puede más que dolerme el comportamiento de Cela con el escritor jienense, pero eso no va a nublarme tanto el entendimiento como para no considerar al autor de La colmena como uno de nuestros más insignes narradores. Que Kiko Amat se dedique a la escritura y, sin embargo, se preste a ese amarillismo extraliterario todavía convierte su dicterio en más deleznable. O quizás no tenía tema para su columna de esa semana lo que, siendo escritor, debería preocuparle un poco.
Rosa Regás declaró no hace poco en el diario Información de Alicante que «yo no existo en Cataluña porque escribo en castellano». He aquí otro factor que nada tiene que ver con la literatura. De Pérez-Reverte, quizás porque él también se lo ha trabajado a conciencia (en literatura, sobre todo, hay que ser visible mediante el ardid que sea) todo el mundo habla de sus tuits y poco de sus libros. Por no hablar de la instrumentalización política ejercida sobre Miguel Hernández o Lorca. De este último dice el maestro Prieto de Paula en su última antología sobre el autor granadino que la fama de Lorca «ha desbordado no solo las fronteras geográficas, lingüísticas y culturales, sino, sobre todo, su propia condición de poeta».
¿Para qué seguir con la lista? El día que decidamos dejarnos de debates espurios y hablemos solo de literatura, los envites serán de palabras forjadas en el ardor intelectual y no en la fragua de las cosas que no importan. De las cosas que nunca importaron.

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