lunes, 30 de diciembre de 2019

469. 'Mujercitas'




El paso del tiempo y el paulatino desdén por las fuentes literarias originales probablemente hayan desvirtuado la novela que escribiera Louisa May Alcott en 1868. El edulcorante de las adaptaciones cinematográficas algo ha influido en ese desenfoque pero también otros factores asociados a las connotaciones afectivas y psicológicas. Para varias generaciones, Mujercitas ha constituido el albor de las primeras lecturas, aquellas a las que, por lo mismo, se las va ungiendo de una pátina sentimental con la que la memoria barniza, dulcificándolos, los recuerdos. Algunos de esos lectores precoces, además, tomaron la novela como acicate inspirador para su vocación como escritores, especialmente las mujeres, que vieron en la tenacidad de Jo, el modelo que debía romper con todos los prejuicios limitadores establecidos no solo sobre su sexo sino sobre las legítimas ambiciones de las clases más desfavorecidas. Todo ello, claro, imprime un sello idealizador que en no pocas ocasiones adultera el texto primitivo. Hasta el mismo título, Mujercitas, con su diminutivo cariñoso –así llamaba el padre de las cuatro hermanas a sus hijas– parece querer contribuir a la infantilización de la novela.
Por eso resulta tan reconfortante la última revisión que sobre el clásico de la autora estadounidense ha realizado Greta Gerwig para las salas de cine. Gerwig, que ya había sorprendido en su debut como directora con Lady Bird (2017), carga las tintas más sobre los temas que jalonan el libro que en los acontecimientos narrativos más o menos conocidos por todos los que se han familiarizado alguna vez con la novela de Alcott. Así, la cinta nos conduce por los aspectos menos amables del drama de las cuatro hermanas sin renunciar por ello a los motivos más reconocibles por el imaginario colectivo, como la inocencia vinculada a la infancia o la compasión que ejercen sus protagonistas. El resultado es un montaje indentificable pero firme en la denuncia de sus mensajes más o menos olvidados por los filtros nostálgicos sin perder nunca su remozado clasicismo. Si acaso, en algunas de las secuencias en las que de forma especular se ensartan los flashbacks con el presente, Gerwig ha podido caer en puntuales errores de verosimilitud que, por otro lado, no son lo suficientemente graves como para menoscabar su apuesta estructural.
Especialmente relevante, como no podía ser de otra manera, es el personaje de Jo, la «mujercita» escritora. Su vehemencia en su vocación va más allá de la mera pasión. El dinero que gana con los relatos que publica en los periódicos le permite sustentar a su familia pero además percibe en la literatura propiedades taumatúrgicas que atribuye a la primera curación de Beth. Cuando esta recae y muere, Jo pierde la fe en la literatura, que no soluciona los problemas radicales de la vida, y su derrota está a punto de convertirla en otra mujer adocenada que pulirá el resto de sus virtudes femeninas para el ornato social, como han hecho, claudicando de sus sueños, sus otras hermanas. Sin embargo, pronto conoce su equivocación y Beth resucitará entre las páginas de su nuevo proyecto literario (bellísimo, por cierto, el juego metaliterario del que hace gala la película). Finalmente, literatura y vida se imbricarán para que ninguna tenga que renunciar necesariamente a la otra.
El final de la película es para enmarcar. Toda la sucesión de secuencias en las que la novela, ya en la imprenta, va a adquiriendo su fisonomía de libro mientras la autora asiste al proceso del milagro, y la imagen en que, una vez el libro en el regazo de Jo, éste se funde con la estampa del recuerdo de sus hermanas que ya se han hecho inmortales entre esas páginas que ella sujeta junto a su corazón, es de una belleza que alcanza grandes cotas de emoción. Es así como Jo hubo salvado de nuevo a Beth y al resto de sus hermanas. Y a sí misma.

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