lunes, 6 de enero de 2020

470. Los escritores escriben




Los escritores escriben. Menuda perogrullada con la que nos sale hoy el columnista de provincias. Y sin embargo, de vez en cuando conviene recordarlo. Sí, los escritores escriben.
Y es que desde que la literatura se ha convertido en un negocio más (negocio, sobre todo, para distribuidoras, algunas editoriales y librerías; casi nunca para el escritor), los escritores han dejado de escribir para participar de todo el proceso mercantilista que exige la explotación del libro. Algunos deben hacerlo, incluso, por imperativo de los propios contratos editoriales, que incluyen en sus cláusulas el compromiso de participar, por diferentes vías, en la promoción de la obra. No es nada nuevo. Y tampoco resulta descabellado: la industria debe sobrevivir y también a muchos autores les interesa darse visibilidad. Pero con la incorporación a las estrategias de mercadotecnia de las redes sociales, el escritor ya no hace otra cosa. Como la competencia es, además, feroz (ferocidad en la cantidad, que no en la calidad), el escritor debe invertir su precioso tiempo en reivindicar su pequeña parcela de existencia. Como esos carteles de empresas publicitarias que encontramos a veces en los arcenes de las carreteras y que rezan: «¿Lo has visto? Entonces funciona» o «Si no te ven, no existes». Así las cosas, no importa si el libro es bueno o no. Lo importante es que se vea. Y así, el sufrido escritor no sabe que, después de dedicar unos años a su novela, tendrá que alargar en una coda espuria, el tiempo que debería estar invirtiendo en escribir otra novela. Hay que cuidar el blog, el Facebook, el Instagram, el Twitter, mantenerlos al día, dar cuenta de cualquier anécdota relacionada con el libro, renovar su contenido casi a diario –dos días sin aparecer y ya no existes– y tantas otras esclavitudes. Si, además, no se dispone del amparo de una editorial comprometida, el escritor no solamente ejercerá de publicista sino también de relaciones públicas: contactará con la prensa para conseguir un rinconcito en la página del periódico; enviará notas de prensa redactadas por él mismo; cuadrará calendarios con librerías o instituciones culturales para las presentaciones; se trabajará el cartel con que anunciará el evento; distribuirá su libro entre los críticos con la esperanza de que alguno le dedique una reseña; se recorrerá España y buscará hoteles a buen precio que compensen algo sus seguras pérdidas económicas, etcétera. Representante, secretario, diseñador gráfico, distribuidor, economista, chófer… De todo menos escritor. Añadámosle ahora las obligaciones del oficio habitual que le da el sustento y los deberes domésticos, y ya no tenemos escritor. Hablo claro, del escritor medio. Los gigantes tienen todo eso solucionado. Y, sin embargo, muchos de ellos se quejan también de ese ínterin nefasto que existe entre libro y libro donde no se halla momento propicio para recuperar el resuello que da la escritura, a la postre, lo único que los escritores saben y quieren hacer. Claro que, siempre existirá el escritor romántico que huirá de tales servidumbres y reclamará el ejercicio de la escritura per se, sin publicidad ni lectores. ¿Sin editorial? Si ese es el caso de algún prócer, piense que su quimera tiene menos mérito que el que se trabaja las promociones: pierde mucho menos dinero. Porque quien se dedica a esto no lo hace para volverse rico, sino para cumplir un sueño. También hay, claro, quien lo cumple a costa del sufrimiento de los lectores pero esa es otra cuestión.
Concluyamos, pues: el espacio del escritor es su escritorio. Mal asunto si algún escritor se siente más cómodo ante los focos que ante su mesa de trabajo. El escritor es siempre un tímido. Por ahí, es un pulpo en una cacharrería. Ante el papel, un audaz, valiente y aguerrido. Démosle entonces solamente papel y pluma. Porque el escritor escribe.

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