lunes, 9 de noviembre de 2020

507. 'Emma' o el placer de lo superficial



 

Acudimos a ver Emma el mismo día que había muerto Sean Connery y hallamos la sala de cine vacía, como si el fallecimiento del actor escocés hubiera obligado al luto general y constituyera una suerte de anatema el hecho de que el cine siguiera funcionando con el cuerpo de Guillermo de Baskerville todavía caliente. Así debieron de entenderlo los espectadores, porque, como digo, estuvimos solos en la sala, que es, por otra parte, uno de los mayores placeres que se pueden experimentar. Claro que, esta quizás sea la visión romántica de los hechos y estemos soslayando la pandemia, el toque de queda y, sobre todo, que Emma no debe de ser justamente la película que arrastre a las masas al cine. Y, sin embargo, la adaptación cinematográfica del libro que Jane Austen publicara en 1815 resultó ser un placer catártico en estos tiempos recios.

Ana Taylor-Joy –que está deleitando a los seguidores de la excelente Gambito de dama– encarna a la perfección a la caprichosa, altiva y superficial Emma de la novela. Toda la película es un delicioso despliegue de la frivolidad pueril de las clases pudientes en la época georgiana británica. La vida regalada de Emma, llena de lujo, caprichos y seguridades, no da lugar a ningún tipo de hondura filosófica ni a preocupaciones existenciales ni a pensamientos político-sociales, todos ellos eclipsados por el brillo de las joyas, la albura de las telas exquisitas y la luz de los jardines versallescos. No en vano, Jane Austen quiso también retratar la banalidad de un estamento social inmovilista que nada aportaba a los problemas del país y que habitaba una especie de limbo ajeno a la realidad y a los cambios acuciantes que empezaba a experimentar la sociedad británica. Y, a grandes ociosidades, grandes bagatelas con que llenar la intrascendencia de sus vidas, como la vocación casamentera de Emma, que ejerce de alcahueta para colocar a sus amistades con quien ella considera mejor partido. Menos a ella, claro, porque el amor es otra complicación que Emma no está dispuesta a incorporar a su vida, arriesgando su cómoda vacuidad.

¿Por qué entonces una película que no presenta apenas conflictos relevantes funciona tan bien? ¿Dónde reside su interés en medio de toda aquella liviana y huera trivialidad? En primer lugar, quizás haya que buscar la respuesta en el inveterado mimo y respeto con que el cine británico trata a sus clásicos. Pero si aún quisiéramos ir más lejos, habría que concluir que la superficialidad (tan menospreciada también por la crítica literaria en tiempos de Austen) es un recurso que ha servido como lenitivo en cualquier época, en especial en épocas convulsas, para mitigar sus desazones. Dejarse mecer por el frufrú de las gasas, por las risas de porcelana, por los tirabuzones barrocos, por los columpios y jardines, por los aromas florales, por los juegos e intrigas; sumergirse en la muelle tibieza de los colchones de plumas y de las veladas de piano y de los bailes aristocráticos. Anestesia pura y dura contra la realidad fea, mezquina y brutal. Desorientar a la muerte y su fatal acechanza en los laberintos de parterres olorosos. A salvos en la ignorancia. Eternos en el instante perezoso del no-saber mientras todo se desmorona a nuestro alrededor.


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